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LA CULTURA DE LA OTRA EUROPA – THULE

482 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2008
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 440 pesos
Precio internacional: 29 euros

El presente libro quiere presentar una visión general de los autores y tendencias nacional revolucionarias, entendiendo por tales, a grandes rasgos, los que han sido rechazados de una u otra forma por las democracias.
A diferencia de las demás corrientes políticas, que, sin excepción, han hecho de sus postulados económicos o estrictamente políticos su bandera, sin concesión a ninguna otra temática, la Cultura adquiere para los nacional revolucionarios la posición de indiscutible hegemonía que se le debe como primordial actividad del hombre libre o, mejor dicho, como aquella actividad por la que, esencialmente, el nuevo hombre nacido de la nueva revolución adquiere la conciencia plena de su personalidad y de su libertad.
La concepción de la cultura como producto de consumo es el gran postulado de un mundo en decadencia. Y en esta idea se hermanan derechas e izquierdas en cordial abrazo.
La cultura como vida, como potencia que dará su fuerza y su empuje, su razón de ser a nuestra revolución, es la clave de la única alternativa posible al actual estado de cosas. De ahí que sólo la cultura sea, de verdad, revolución.
La recopilación que ahora presentamos pretende hacer una breve reseña de los escritores y pensadores de esa “otra” cultura que los poderes financieros han intentado en vano absorber y que han perseguido hasta hacerla desaparecer.

ÍNDICE

PROLOGO A ESTA SEGUNDA EDICION
PROLOGO: “Cultura y Europa”
INTRODUCCIÓN

LOS PRECURSORES:
A. Schopenhauer
R. Wagner
F. Nietzsche
A. Gobineau
E. Renan
H. Taine
A. Shure
E. Drumont
G. Sorel
G. Le Bon
W. Sombart
H. S. Chamberlain
O. Spengler

LOS FRANCESES:
Charles Maurras
Leon Daudet
Maurice Barres
Henri Beraud
Henri de Montherlant
Abel Bonnard.
Alfred Fabre-Luce
Jean Anouilh
Marcel Ayme
Jacques Benoist Mechin
La Varende
Pierre Benoit
Alphonse de Chateaubriant
Pierre-Antoine Cousteau
“Je Suis Partout”
Robert Brasillach
Lucien Rebatet
Drieu la Rochelle
Ferdinand Celine
Varios franceses: CHACK, Paul; DE BRINON, Fernand; GAXOTTE, Pierre; HEROLD-PAQUIS, Jean; LAFITTE, Paul; MAUCLAIR ; MONTANDON, Georges; QUINSON, Aimé Henri

LOS ITALIANOS
Gabriele d´Annunzio
F. T. Marinetti
Giovanni Gentile
Luigi Pirandello
Giovanni Papini
Curzio Malaparte

LOS ALEMANES
Ludwig Schemann
Othmar Spann
Conde de Keyserlin
Friedrich von Bernhardi
Heinrich von Treitchske
Hans Friedrich Blunck
Emil Strauss
Gerhardt Hauptmann
Hans Grimm
Bruno Brehm
Hans Johst
Hans Carossa
Carl Schmitt
Otros Alemanes: Hans Fallada, Hans Heinz Ewers, Kurt Kluge, Gottfried Benn, Erwin Guido Kolbenhayer, Wilhelm Schafer, Franz Tumler, Wilhelm von Scholz, Eberhard Wolfgang Moeller, Gertrud von le Fort, Karl Heinrich Waggerl, Erwin Wittstock, Herbert von Hoerner, Agnes Miegel, Luis Trenker, Heybert Menzel
Hans Günther
L. F. Clauss
Escritores en los líderes NS: J. Goebbels,. A. Rosenberg, G. Feder, D. Eckart, W. Darré, M. Heidegger, O. Rahn.
La Revolución Conservadora

LOS ESPAÑOLES
Miguel de Unamuno
Pio Baroja
España: una generación condenada al olvido
Ortega y Gasset
Gregorio Marañón
Pérez de Ayala
Ramiro de Maeztu
Victor Pradera
Muñoz Seca
Jacinto Benavente
Azorin
Manuel Machado
E. D´Ors
Josep Pla
Menendez Pidal
Ernesto Giménez Caballero
Agustín de foxa
Victor de la Serna
Eugenio Montes
García Valdecasas
Wenceslao Fernández Flores
Julio Camba
Cossio
Alvaro Cunqueiro
Gerardo Diego y Lain Entralgo
Pombo Angulo
Eduardo Marquina
Jardiel Poncela
Ramiro de Ledesma Ramos
Gimenez Caballero
Jose Maria Peman

LOS ANGLOSAJONES
Bernard Shaw
Gordon Childe
A.K. Chesterton
H. Williamson
Wodehouse
D.H. Lawrence
Mullins
Madison Grant
Savitri Devi
Charles Coughlin
Stuart Cloete
Francis Parker Yockey
Edgard A. Poe y H. P. Lovecraft..
Alexis Carrel
Ezra Pound

LOS NORDICOS
Knut Hamsun
Sven Hedin
Gustav Froding

LA TENDENCIA SOCIOLOGICA
Gaetano Mosca
Wifredo Pareto
Thomas Molnar
Jules Monnerot
Max Weber
Robert Michels y James Burnham

APROXIMACION AL FASCISMO
Henry de Man
Marcel Deat

LA TRADICION
R. Genon
J. Evola

EUROPEISMO
J. Thiriart
G. Fredda

LA REVOLUCION ETOLOGICA
K. Lorenz
R. Ardrey
I. Eibl-Eibesfeldt

CONTEMPORANEOS
Y. Mishima
M-Bardeche
G. Orwell
Saint Loup
Saint Paulien
R. Binet
Alexander Soljenitsyn
Vintila Horia
Jorge Luis Borges
Juan Eduardo Cirlot
Francisco Elias de Tejada, Angel Palomino, Julio Garcia de Durango, Joaquin Bochaca
Ugo Spirito
Leon de Poncins
Pino Rauti
Jean Haupt
Jacques de Mahieu
Jean Raspail
Henry Coston
Jean Cau
Alain de Benoist
el N.O.E.

LOS PORTUGUESES
Antonio Sardinha
Antonio Jose de Brito
Goulart Nogueira
Rodrigo Emilio
Alfredo Pimenta
Fernando Pessoa
Carlos Eduardo de Soveral
Francisco de Barcelos Rolao Preto
Amândio César
Joao Ámela
Joáo de Castro Osório

LOS QUE ESCRIBIERON CON EL EJEMPLO

PROLOGO A ESTA SEGUNDA EDICIÓN MODIFICADA Y AMPLIADA

En 1979, hace pues ya más de 25 años que se editó en Ediciones Bausp por CEDADE este texto fundamental, que debía ser el primer número de la colección ‘THULE’ bajo la dirección de J. Tordesillas. En esta primera edición se indicaba:
“El presente número de la colección Thule quiere presentar una visión general de los autores y tendencias nacional revolucionarias, entendiendo por tales, a grandes rasgos, los que han sido rechazados de una u otra forma por las democracias. La diversidad de autores incluidos ha hecho imposible sujetarse a una ortodoxia concreta. En el texto de cada uno, el lector hallará los motivos que le hacen afín a nuestra ideología y los que le separan de ella. Tampoco ha sido posible hacer de esta relación de autores algo totalmente exhaustivo, por lo que agradeceremos a quienes encuentren a faltar autores nos lo comuniquen para incluirlos en una segunda edición.”

Se ha tardado 25 años para una segunda edición, la razón ha sido sin duda la dificultar de ampliar este trabajo, y también la falta de preparación de los grupos posteriores a CEDADE para abordar este trabajo, pues no estaban preparados para ello intelectualmente o no estaban interesados en el tema cultural desde una óptica NS.
Con la llegada de CEI se recuperó sin duda el interés por el Arte y la Cultura, y no solo por una política de bajo nivel. Con ello analizando el texto se vio que faltaban muchos, especialmente los portugueses y los sudamericanos, aparte de muchos otros de menor importancia en los diversos países. Desgraciadamente la represión democrática hizo desaparecer a CEI, pero su estilo y espíritu permanece en esta línea.
Por ello se ha ampliado con los más importantes autores portugueses de la ‘Otra Europa’ y se ha ampliado con algunos autores franceses nuevos.
Sin duda el problema mayor ha sido con el tema de los Sudamericanos, pese a nuestro esfuerzo hemos tenido grandes dificultades en poder disponer de los datos de muchos de sus autores, de gran importancia en algunos casos.
Debido a ello no los hemos incluido pues era injusto poner a algunos y no a otros que aun están pendientes de estudio. Pero hemos querido aquí indicar los nombres de algunos de los que ya tenemos el texto listo, como por ejemplo:
Gustavo Barroso de Brasil, Germán Borregales de Venezuela, Gaitán de Colombia, López de Meza de Colombia, Juan Forero de Colombia, Miguel Serrano de Chile, S. E. Castan de Brasil, Plinio Salgado de Brasil, Vasconcelos y Salvador Borrego de México, Jacques de Mahieu de Francia/Argentina, Unzaga de la Vega de Bolivia, Miguel Reale de Brasil, Buela de Argentina, Carlos Keller de Chile.
Pero no podríamos ponerlos faltando personajes como Bruno Genta de Argentina, Norberto Ceresole de Argentina, Sergio Oliveira de Brasil, Helio de Oliveira de Brasil, Alberto Ortiz de México, Abascal de México, Hugo Wast de Argentina, Federico Rivanera Carles de Argentina, A. Salbuchi de Argentina, Daniel Marcos de Argentina o Erwin Robertson de Chile, entre otros varios.
Así pues habrá que esperar a una tercera edición para disfrutar de ellos.
Sin duda hubiera sido posible adaptar algunos textos de este libro (por ejemplo, a la caída del comunismo que en 1979 no era aun previsible) y textos de los autores que aun vivían en 1979, para los que estos 25 años últimos forman parte de su vida y obra. Pero hemos preferido dejar los textos como estaban, para centrar el trabajo en la búsqueda de nuevos autores.
Es lamentable que en 25 años no se haya podido editar un resumen quizás mucho más actualizado y mejor, pero dado que ha sido así creemos que esta aportación es lo menos que se puede hacer.
Esperamos que este texto sirva para que los camaradas conozcan a tantos genios de nuestra Raza olvidados, prohibidos y censurados por el sistema democrático capitalista.

ATENCION:
Los textos aquí expuestos tienen 25 años, y además en gran parte son de interés histórico, por lo que se ha mantenido su lenguaje.
QUEREMOS INDICAR CLARAMENTE QUE EN MODO ALGUNO APOYAMOS CUALQUIER TEXTO QUE IMPLIQUE XENOFOBIA O FOMENTO DEL ODIO O DISCRIMINACION POR MOTIVOS DE RAZA O RELIGION, NI EL DESPRECIO O NEGACION DE CUALQUIER GENOCIDIO QUE SE HAYA PRODUCIDO. LAS EXPRESIONES EN ESTE SENTIDO QUE ALGUNOS AUTORES PUEDAN HABER EFECTUADO DEBEN ENTENDERSE EN SU EPOCA Y MOMENTO HISTÓRICO Y NO REFLEJA ESTE LIBRO UNA VOLUTAD ACTUAL DE APLICARLAS EN ESOS SENTIDOS EXPUESTOS.

PRÓLOGO: CULTURA Y EUROPA

JUSTIFICACION DEL TEMA
Tradicionalmente, los partidos políticos han considerado su papel en la historia como el de la lucha por el logro de unos avances políticos y, todo lo más, por la instauración de unas medidas económicas y sociales que permitieran el progreso de la sociedad. Todos ellos, sin excepción, han hecho de sus postulados económicos o estrictamente políticos su bandera, sin concesión a ninguna otra temática. Y esos partidos acaban diferenciándose unos de otros por las medidas que adoptan para resolver cada problema social y económico, sin que nada más sirva para separarlos. La democracia-cristiana, la social-democracia, el liberalismo, la derecha conservadora, el socialismo e incluso el comunismo, juegan al parlamentarismo exponiendo cada uno de sus puntos de vista para resolver la crisis del momento, o maquinando campañas que les permitan ganar unos escaños más en las siguientes elecciones. Pero, en el fondo, la concepción del mundo, la mentalidad, las aspiraciones comunitarias, son las mismas, sin que una radical diferencia separe en la base a derechas e izquierdas y sin que siquiera una concepción de la cultura justifique en unos o en otros una determinada toma de posiciones.
La Cultura ha sido siempre, perennemente, la gran olvidada, la gran marginada de los políticos. El sistema de juego de las democracias impone en la práctica unas reglas de competición tan rígidas que realmente cada uno de los contendientes (incluso el que está teóricamente en el poder) no puede pensar más que en aventajar al otro en las promesas que hará a los electores en las votaciones y en preparar las jugadas parlamentarias con las que consiga desacreditar a los otros partidos en liza. Lo que no sea inmediatamente rentable en términos políticos, está descartado, por necesidades de tiempo, de la táctica de cualquier partido con unas posibilidades mínimas de llegar al poder.
Todo lo que sea interés por crear una ideología fuerte, razonada, consistente y nueva, lentamente madura, experimentada y asimilada, a base de años de elaboración y discusión, debe quedar rechazado de principio por la misma mecánica con que se plantea hoy día el partido político de las democracias. Siguen repitiéndose los tópicos, ya caducos, que en el siglo XVIII y XIX elaboraron los teóricos de los actuales partidos, siguen copiándose las palabras por ellos acuñadas cuando el mundo en nada se parecía al actual. Y lo que es peor, esos partidos son los que se consideran progresistas y avanzados. Marxista ha sido hasta hace bien poco sinónimo de progresista, cuando Marx fue contemporáneo de personajes tan lejanos en el tiempo como Beethoven, Goethe o Napoleón. Porque en realidad los partidos no son ya más que pesadas maquinarias administrativas que deben mantener a un grupo de presión en el poder para que sus intereses financieros, de clase o de “popularidad”, no pierdan puntos en las estadísticas periódicas que son cada una de las elecciones de un país.
La Cultura queda así marginada. Cortas alusiones en los programas y respuestas breves en las entrevistas, es cuanto cualquier dirigente político democrático (sea de derecha, de izquierda, de extrema derecha o izquierda) puede responder. Y no pocas veces los entrevistadores acaban, por falta de tema, preguntando cuántos libros tiene ese dirigente en su biblioteca particular o quiénes son sus directores de cine preferidos…
Frente a ese estado de cosas, la postura nacional revolucionaria la única que no tiene reservado un lugar en los parlamentos democráticos de toda Europa, rompe ya, no sólo en las apariencias sino en la misma raíz de las concepciones de los partidos, con todo ese “bluff” que mantiene en pie lo insostenible. El triunfo de una alternativa nacional-revolucionaria como ya se demostró en 1933, supondría, amén de un profundo cambio social y económico (lo cual de por sí ya es suficientemente importante: destrucción de la finanza, abolición de la lucha de clases, disolución del parlamentarismo, instauración del socialismo, etc.), una transformación total en la misma concepción del mundo. La política, como la economía, perderían entonces ese papel de reinas que ahora desempeñan en una sociedad esclavizada al consumo, para sujetarse en todas sus medidas a una finalidad única: el servicio al hombre, cuyas actividades superiores se dirigen al intelecto, a la sensibilidad, al cerebro, es decir, al arte y a la ciencia o, si se quiere resumir en una palabra, a la cultura.
La Cultura adquiere así – lejos de ser la cenicienta de las actividades humanas, la que carece de presupuestos en los ministerios, la que no consta en los programas de los partidos, la que queda olvidada en cualquier “revolución”, la que no figura en ningún parlamento- la posición de indiscutible hegemonía que se le debe como primordial actividad del hombre libre o, mejor dicho, como aquella actividad por la que, esencialmente, el nuevo hombre nacido de la nueva revolución adquiere la conciencia plena de su personalidad y de su libertad.
Si sólo el conocimiento, si sólo la seguridad en sí mismo y en las propias convicciones, si sólo el constante enriquecimiento nacido de una sensibilidad despierta y creativa, hacen verdaderamente libre, no cabe duda de que la primera consecuencia de ello es que las modernas ciudades regidas por las democracias no son sino inmensos hacinamientos de esclavos. La esclavitud al interés del dinero, a la banca, a la constante necesidad de consumir, a la exigencia de producir cada vez más, la esclavitud a la demagogia impuesta por los partidos, a los grupos de presión y a los políticos interesados tan solo en conservar su puesto, la esclavitud a la falta de una razón elevada por la que vivir y luchar, por la que sentirse miembro de una comunidad viva, a la ausencia de sensibilidad y artistas geniales, la esclavitud a una cultura de mediocridades que siente pavor ante el valor de una personalidad destacada, la esclavitud a una critica negativa constante que no preludia afán creativo alguno, a la comercialización de los instintos más animales del hombre sin que ningún organismo pueda ponerse en contra, esa esclavitud tremenda y absoluta es la esclavitud, verdadera y real, peor que la que necesita de grilletes y cadenas, del “hombre libre” que las democracias –progresistas o derechistas- pregonan en sus huecas palabras.
De ahí que la cultura, la cultura como vida, como potencia que dará su fuerza y su empuje, su razón de ser a nuestra revolución, es la clave de la única alternativa posible al actual estado de cosas. De ahí que sólo la cultura sea, de verdad, revolución.

CULTURA Y EUROPA
Por Cultura entendemos el conjunto de conocimientos, de logros, de ideas, de concepciones, que un pueblo o una raza albergan dentro de sí. La Cultura es algo vivo que debe mantener siempre su escala humana: frente a la cultura de los gruesos volúmenes de texto, mantenida en hibernación por auténticos especialistas, la gran medida revolucionaria debe ser esencialmente, hacer llegar toda esa cultura al pueblo, haciéndola así humana. Es en este sentido que por cultura llega a entenderse, no sólo un pasado de logros indiscutibles, sino además la sensibilidad del momento, el interés, los conocimientos y las inquietudes de cada instante extendido a todo el pueblo. Es en este sentido que la cultura es algo tan vivo como los hombres que las sustentan, que la practican y que constantemente la enriquecen.
Europa, en nuestra concepción de raza blanca, posee una vasta cultura que, en la encrucijada actual, marca la pauta en el mundo. Toda esa cultura que los pueblos europeos han ido elaborando en siglos de historia, y que constituye ya un universo de sensibilidades y conocimientos, es y será siempre un cadáver ambulante en tanto las nuevas generaciones no lo transformen constantemente, como las mismas sensibilidades van transformándose, haciendo de ella un ente vivo y sobre todo humano. Es en este sentido que Shakespeare o Calderón, Goethe o Tolstoi, no pueden considerarse cultura viva más que en el seno de un pueblo para el que sus nombres no sean sólo letra muerta en libros de texto, sino que sus obras sea leídas, recordadas y sentidas como algo vivo y real, como algo propio. Mientras Europa no sienta como viva y con conciencia propia esa vasta cultura que cada uno de sus pueblos ha creado, será incapaz de imprimir carácter a ese imperio frío, de números, que ejerce sobre el resto del mundo.
La cultura se encuentra, en su estado actual, absorbida dentro de un rígido esquema de vida comunitaria, rígido tan sólo por reglas de intereses creados que hacen de las manifestaciones espirituales mero juego de intelectuales sin incidencia práctica en el pueblo trabajador. Es en este sentido que la cultura entra en un periodo de decadencia, porque su misma actividad se reduce a elucubraciones formales sin incidencia real. Todo el arte contemporáneo es, efectivamente, una enorme operación financiera que le roba toda capacidad expresiva vital, convirtiéndolo en un medio de producción más al servicio de unos intereses de clase; y, como tal, sus manifestaciones acaban siendo piruetas formales de una minoría de pseudo-iniciados que llaman al pueblo ignorante porque sencillamente no les entiende. La literatura contemporánea, reducida igualmente a escarceos para ganar premios y más premios, concedidos con aplastante monotonía a obras sin valor o por lo menos sin rasgo genial alguno, o la música compuesta ya por ordenadores para los que la armonía y la tonalidad han desaparecido ya por completo, son otras tantas muestras de un arte decadente que ha perdido toda finalidad en sí mismo, absorbido por una sociedad consumista, que cada vez exige más, más cantidad en detrimento de la calidad, más consumo en detrimento del sentido del gusto, más …
Y así se suceden artistas e intérpretes, escritores y poetas, con velocidad alarmante, y apenas han sido galardonados, sus nombres son ya olvidados por otros, y otros, y otros… sin que ninguno aporte nada realmente nuevo al anterior (aunque sin embargo la novedad sea la única palabra que se utilice como justificación de su “arte”) y sin que la cultura deje por fin de depender, en perenne estado de esclavitud, de la política y de la economía.
En el fondo, este estado de decadencia cultural no es sino manifestación lógica de un estado general de decadencia de la sociedad moderna. Es por ello también que una auténtica revolución cultural no llegará sino con una revolución total del hombre mismo, por la cual la concepción del mundo de nuestras sociedades mercantilizadas sea transformada en una nueva voluntad de enaltecer los valores creativos y la personalidad, frente al culto al borreguismo practicado por las democracias.
La concepción de la cultura como producto de consumo es el gran postulado de un mundo en decadencia. Y en esta idea se hermanan derechas e izquierdas en cordial abrazo. Llega a ser “cultural” cualquier programa de violencia o cualquier manifestación de snobs. Hace unos años, en un primer congreso de la cultura organizado por una revista marxista en Barcelona, congreso en el que participaron las más destacadas figuras del comunismo revolucionario, el lema de las reuniones giraba en torno a la idea siguiente: “Para cambiar la forma de producir, para cambiar la forma de consumir, para cambiar la vida”, en un tan lamentable como evidente reconocimiento de que, para ellos, los teóricos de la sociedad de consumo, también la cultura es un producto más en esa rueda inmensa en la que el hombre (en Nueva York y en Moscú) produce para poder consumir y consume para seguir produciendo, sin que ninguna razón superior justifique lo uno ni lo otro.

EL CORTE BRUSCO
Sin lugar a dudas, podemos situar en el año 1945 la fecha crucial que marca el inicio de la manipulación total de la cultura. La victoria aplastante y abrumadora, sin posibilidad de cláusulas de negociación, cuya primera trágica consecuencia sería (para colmo de las sensibilidades demócratas) la ejecución llana y simple de los dirigentes políticos de la oposición, organizaría una represión como pocas épocas han conocido y que llega a nuestros días, impidiendo que los detalles de la misma salgan a la luz pública y conozcan verdadera difusión.
1945 supuso la fecha fatal en que el poder financiero, a caballo de las imposiciones de guerra que aun hoy día gobiernan el territorio de una Alemania llamada “libre”, impondría definitivamente su peso sobre toda iniciativa cultural. 1945 supuso el inicio de una imposición descarada de toda esa pseudo-cultura que los soldados norteamericanos llevaban como subproducto de una macropotencia industrial. 1945 supuso el fin de una conciencia europea, el cercenamiento de un orgullo nacional blanco, la capitulación del arte ante el negocio, del romanticismo ante los dólares. Con 1945 se impusieron, de forma definitiva, los marchantes en arte, los grandes trusts editoriales en literatura, los premios ligados a intereses políticos en las letras, la promoción de músicos atollases o la creación de un cine y un teatro de consumo que rompían absolutamente con una clara trayectoria de significación del hombre.
Y como claro exponente de esta “innovación” (americanización o, mejor, judaización) en la cultura europea, podríamos citar el ejemplo del teatro de Bayreuth, creado por Wagner hace un siglo para representar sólo sus propios dramas, y que ha mantenido la trayectoria querida por el maestro, salvo entre 1946 y 1948, en que, bajo la ocupación norteamericana, su sala se abrió para ofrecer bailes de musicales a las tropas. Claro y significativo síntoma de lo que separa a una pseudocultura considerada como entretenimiento, como pasatiempo, de una cultura tradicional y a la vez revolucionaria pero, en todo caso, netamente europea.
1945 supuso, efectivamente, un cambio total para los autores que surgieron o produjeron con posterioridad a dicha fecha. Pero supuso también un cambio total en la forma de enjuiciar y considerar a los anteriores: Con la curiosa innovación de aplicar leyes y conceptos con efectos retroactivos, muchos nombres fueron borrados por decreto de los puestos conocidos y reducidos al silencio, sus obras destruidas y, en algunos casos, hasta ellos mismos perseguidos. La relación de nombres se haría interminable, y en todos ellos la “piedad” de las democracias se demostró implacable. Arquitectos que vieron dinamitar bárbaramente sus edificios, escultores que vieron sus obras destrozadas, pintores que asistieron al almacenaje de sus cuadros, almacenaje que se prolonga hasta la actualidad, escritores y pensadores que se vieron tildados repentinamente de enemigos de la humanidad, que fueron condenados a muerte o que acabaron suicidándose, músicos eminentes internados en campos de concentración, cineastas fusilados o que acabaron suicidándose ante la campaña desatada en su contra… Toda una hecatombe que parecería una novela de ciencia-ficción si no fuera por que figura ya o, mejor dicho, figurará algún día en los libros de historia.
La recopilación que ahora presentamos pretende hacer una breve reseña de los escritores y pensadores de esa “otra” cultura que los poderes financieros han intentado en vano absorber y que han perseguido hasta hacerla desaparecer. Quedan para otros volúmenes similares los artistas, los músicos, los cineastas, los científicos, los investigadores… toda esa inmensa legión de autores que, algún día, al ser conocidos -y reconocidos- cambiarán por completo la visión y la historia de nuestro atormentado siglo. Y entonces éste pasará, de ser el triunfo de la abstracción y el materialismo, al de la más brutal de las represiones contra la cultura europea.
Frente a los rasgos de la cultura masificadora del mundo moderno, esa “otra” cultura posee rasgos muy diferentes. En ellos se basa la nueva concepción del mundo. En ellos se basa la totalidad del presente tomo, que no pretende ni mucho menos ser exhaustivo en su relación, pero sí ampliamente indicativo. J. T.

UN ESTUDIO DE INTRODUCCIÓN

Este estudio introductorio está escrito hace 20 años por E.M. y editado en el “Thule: La Cultura de la Otra Europa” por Ediciones Bausp, pero es realmente actual. Lo importante es ver como hace ya 20 años en Cedade se establecieron las bases de análisis de la debacle cultural del mundo del Mercado y se consideraba la cultura de la “otra Europa” como la base fundamental de nuestra cosmovisión del mundo.

Si la cinematografía es un barómetro de la sociedad, resulta curioso que durante los “felices veinte” el cine europeo produjera cintas como un “Nosferatus”, vampiro tan expresionista como el médico alemán “Caligari”, “La parada de los monstruos” o el ciclo del Doctor Mabuse, sin olvidar las primeras versiones de Frankenstein y su monstruo, la amplia gama de vampiros (a lo Lon Chaney , a lo Lugosi, etc.) y aquel inolvidable “M. El vampiro de Dusseldorf”, películas todas ellas que demostraban la verdadera situación de la sociedad europea más allá de la inconsciente alegría y del delirio consumista que ya entonces se presentía.
Fue Karl Jaspers quien, en su “Origen y meta de la historia”, puso el dedo en la llaga demostrando que el horrible drama de la I Guerra Mundial no había sido superado todavía: “Después de la guerra cayó el crepúsculo sobre todas las civilizaciones. Presentíase el fin de la humanidad de esa encrucijada en que vuelven a fundirse para desaparecer o para nacer de nuevo, todos los hombres, todos los pueblos. No era aún el fin pero en todas partes se admitía ya ese fin como una posibilidad. Todos vivíamos esperando en una angustia espantosa o en un fatalismo resignado”.
Los millones de muertos de Verdún y del Marne, los hombres que fueron sepultados a miles bajo las trincheras, los que sucumbieron en las insensatas cargas a la bayoneta, fueron una visión excesivamente aterradora para aquella generación y las venideras. Los monstruos, los seres aberrantes que el cine recreó no eran más que la sublimación en el celuloide de aquel estado de espíritu.
Para colmo de males, en el Este el comunismo sumergía en sangre a Rusia y Hungría, revueltas comunistas estallaban un poco en todas partes en la Europa del Este y los consejos de soldados asolaban Alemania. Largas colas se formaban a diario en las centrales de racionamiento, millones de seres, tan fantasmales como los espectros que aparecían en las películas de terror, vagaban por las ciudades de Europa. Gigantescas convulsiones políticas se desataban en todas las naciones, incluso en aquellas que no habían participado en el conflicto bélico. Y fue entonces cuando ocurrió el milagro.
Poco a poco aquellos fantasmas se fueron disipando.
Aquella generación que se había encontrado sola frente a la nada, la generación de las trincheras, optó por la vía de la acción. Andrés Malraux, al interpretar el fenómeno del fascismo (1) tuvo razón al afirmar “un hombre activo y pesimista es o será un fascista”. Y aquellos hombres, que no tenían ningún motivo para ser optimistas, superaron sus frustraciones y las calamidades que les tocó vivir por la vía de la acción. El fascismo había nacido. Los vampiros expresionistas y naturalistas, los médicos alienistas y los asesinos sádicos del cine fueron sustituidos, en ese dominio por otras cintas en las que se exaltaba las fuerzas positivas de la naturaleza, el culto al amor y la acción, la vida sana, la militancia y el voluntarismo, el honor y la lealtad, el sacrificio, el heroísmo.
En 1945 renacieron otra vez los monstruos cinematográficos que en buena parte no eran sino “remakes” de los de la anterior postguerra. Y así hasta llegar a la saga de las Emmanueles con y sin “H”, y a los Travoltas más o menos engominados…..
Justamente en ese período comprendido entre el final de la primera guerra mundial y la bomba atómica de Hiroshima, Occidente asistió asombrado a la aurora de una nueva cultura. Que aquella cultura tenía vitalidad y energía lo atestigua el hecho de que treinta tantos años después de que los tanques soviéticos ocuparan a sangre y fuego el Berlín destruido, unos jóvenes siguen haciendo de ella una razón para vivir y, una causa por la que Luchar. Ellos están frente a la Europa de las democracias y del marxismo, frente a la Europa “legal”, por eso cuando hablamos de esta corriente cultural nos referimos a la “cultura de la otra Europa”.
Esta es su síntesis.

UNA SUPERACION DEL RACIONALISMO

A finales del siglo XVII una casta va a caer. La Edad Media y el primer periodo renacentista habían estado marcados por el dominio y la preponderancia de las aristocracias guerreras. El poder divino, representado por el clero, estaba íntimamente ligado al poder terrenal, representado por la aristocracia. El Renacimiento y el humanismo anuncian la ruptura definitiva entre ambos poderes y abren, en definitiva, el camino hacia la revolución francesa, es decir, la toma del poder por el Tercer Estado, la burguesía. La caída de las aristocracias, profundamente degeneradas y corrompidas, se iniciará con el destronamiento de Luís XVI y el tormentoso y demoníaco período de la Revolución francesa.
Pero tal acontecimiento no revestirá exclusivamente un carácter político o social, sino que, como toda mutación, habrá venido precedido de una larga gestación ideológica, Porque en la matriz de la Revolución francesa deberemos de encontrar el racionalismo cartesiano y sus derivaciones más inmediatas: el nacionalismo jacobino y la democracia liberal.
Decir racionalismo es decir dominio de la razón, decir dominio de la razón implica, en última instancia, la negación de todo aquello que no puede ser demostrado por ella. Abajo con el instinto, abajo con los valores más allá de los estrictamente mesurables y clasificables, abajo con todo aquello que ha sido consustancial a la historia de Occidente, abajo con las tradiciones y, sobre todo, liquidación de todo aquello que es superior al hombre y a lo que éste debe tender: tales fueron las consignas objetivas que, actuando soterradamente en los salones de los palacios europeos, de la mano de aquello que se llamó la “republique des lettres”, dieron como resultante final el estallido revolucionario de 1789.
Y a esto el fascismo y los nacionalismos revolucionarios dijeron no. El hombre para ellos es algo más que un primate desarrollado y con cerebro superior, y la vida mucho más que la búsqueda del bienestar y la felicidad más hedonista. No es extraño que los nacionalismos revolucionarios rechazaran la democracia y el liberalismo; este rechazo no se debía tanto a su repugnancia por las formulaciones políticas de estos sistemas – partidocracia, burocratización, ruptura de la unidad nacional, lucha de clases, etc. – como a las objeciones realizadas a nivel ideológico. De la misma forma que el liberalismo y la democracia partían del racionalismo filosófico, el moderno pensamiento de Europa debía partir de una crítica a ese racionalismo y, lo que es más importante, de su superación.
Los primeros movimientos político-culturales que pueden entroncarse con el fascismo italiano ya centraban sus opciones en la crítica a la razón. El mismo manifiesto político de los futuristas pergeñaba esta idea declarando que “el instinto debe reemplazar a la razón”. Pero como movimiento pre-fascista, el futurismo no había logrado todavía su perfección ideológica ni estética: su culto a algunos de los aspectos más desagradables del mundo moderno – recordemos aquel insensato poema a una locomotora de Marinetti o aquellas referencias reverénciales a la tecnología moderna del mismo Manifiesto Político Futurista- le hacía ser más bien un apéndice tardío y postrero superado el racionalismo, sino que se había decantado por un irracionalismo tecnológico que, cantando una vida heroica y “desmelenada”, llegaba a adoptar posturas de un nihilismo extremo.
Por esas mismas fechas en Francia, Drieu La Rochelle, un joven intelectual que acababa de abandonar las trincheras de Verdún, adoptaba individualmente posturas similares. Interesado por los surrealistas primero, luego por los dadaistas, sus producciones de esta época demuestran una pugna por fugarse de las coordenadas de la razón, pero ¿fugarse en función de qué? Tanto en el caso de los futuristas como de Drieu y de tantos otros, la única coartada válida a su vacío ideológico es el nihilismo. Será más tarde cuando hayan manifestado su adhesión a la ideología del fascismo y hayan aprehendido y asimilado su esquema doctrinal, cuando podremos hablar verdaderamente de “cultura de la otra Europa”; de momento, son sólo balbuceos.
Poco a poco, todos los intelectuales nacionalistas y revolucionarios caerán en la cuenta de que la existencia humana está dominada por fuerzas instintivas mucho más arraigadas que la razón. En cierta forma el psicoanálisis, que eclosiona en aquellos mismos días, aunque con una orientación subversiva y disolvente, llega a parecidas conclusiones. Quizás la diferencia fundamental que existe entre las escuelas psicoanalíticas y la cultura que estamos intentando definir resida en que, mientras las primeras se limitan a constatar la existencia de fuerzas que actúan en las capas inferiores de la mente -el subconsciente-, la cultura fascista nos habla y muestra fuerzas que pugnan por crear y mantener valores y conceptos que tienden a ennoblecer al hombre y a hacerlo él mismo. Evola ha definido el psicoanálisis como una corriente neo-espiritualista que se refocila en los más bajos instintos del hombre moderno. El fascismo, por el contrario, es la afirmación de la persona en su doble naturaleza: humana y espiritual.
En el combate contra el racionalismo, la noción del “mito” encuentra su significación. En el sentido soreliano del término, un mito es una creencia no razonada que suscita entusiasmo y es indiscutible. La literatura fascista, así como la trayectoria política de todos los movimientos nacionalistas revolucionarios, están plagadas de mitos: el fascismo italiano elevó la mística de la latinidad a la categoría de mito, mientras que el fascismo francés enarboló los acontecimientos del 14 de febrero de 1934 a una dimensión suprahistórica y mítica; el mito de la sangre, de la patria, de la unidad nacional, se convirtieron en puntales de la ideología de la nueva Europa. La diferencia entre el mito y la utopía radica en la posibilidad de realización del primero. Curiosamente observamos que las ideologías que más han hincado sus raíces en la razón han devenido, en última instancia, utopías irrealizables. Así, por ejemplo, el marxismo no es más que un racionalismo extremo (2) que en su lógica determinista levanta la utopía de la sociedad sin clases y del paraíso terrestre y proletario. La debilidad del racionalismo se pone de manifiesto en el momento en que las ideologías nacionalistas y revolucionarias, partiendo de mitos, edifican realidades: en tanto que suscite entusiasmos, el mito opera realidades; en tanto que cartesiano, positivista y dialéctico, el racionalismo termina en la utopía al ignorar las fuerzas del instinto y del espíritu.
La propaganda nacional-socialista mitificó a sus héroes. Hans Johst escribió la biografía de Albert Leo Schlateger y lo elevó de su dimensión humana transformándolo en el arquetipo de héroe nietzscheano. Con Horst Wessel ocurrió otro tanto. Precisamente fue Johst quien, por boca de uno de los personases de “Schlateger”, pronunció la famosa frase, falsamente atribuida a Goering: “Cuando oigo hablar de cultura echo mano a mi revolver”. Efectivamente, dentro del contexto de la obra había que llegar a la conclusión de que a la cultura racionalista no se la discute, se la combate.
A parecidas conclusiones llegan otros autores: Céline es quizás el que llega a unas posiciones estéticas más extremas. La esencia de toda obra celiniana hay que buscarla en su absoluto suprarracionalismo; cada una de sus novelas nos muestra a unos personajes situados fuera del plano de lo formal; los sueños, las alucinaciones, las posturas sorprendentes y antidogmáticas son una constante que, si bien es propia a toda la literatura de “la otra Europa”, encuentra en Celine su más cualificado representante.
Boutros, el protagonista de “Una mujer en su ventana” de Drieu, a pesar de representar la figura de un comunista griego, adopta posturas típicamente nietszchesianas. Su mismo amor por Margot nace de forma inesperada. Semmelweis, el protagonista de la obra de Céline del mismo título, si bien realiza sus investigaciones sobre la fiebre puerperal de forma empírica no puede evitar sumirse en un universo irreflexivo e instintivo. Otro tanto ocurre con Gustav Meyrink (3), que elucubra en el laboratorio de su cerebro dos curiosas novelas: “El Golem” y “El rostro verde”, en las que seres “imposibles” por inexistentes se revelan contra su propio destino. “El Golem”, monstruo creado por un rabino de Praga, termina por volverse contra su creador. La novela, situada en el terreno de lo onírico, logra crear un ambiente obsesivo de premoniciones y composiciones estéticas inquietantes y turbadoras.
Los escritores franceses debieron de edificar su nueva literatura haciendo frente a dos obstáculos insalvables a primera vista: por una parte el tradicional cartesianismo francés, del cual Brasillach, por ejemplo, no se puede despojar, sino hasta sus últimas producciones, prácticamente hasta los “Poemas de Fresnes”, y, de otra parte, no debemos olvidar que el nacionalismo revolucionario francés estaba influido en buena medida por Charles Maurras, que practicó un culto a la razón de carácter neo-clasicista. Quizás sea por este afán de superar ambos handicaps por lo que Chateaubriand, Céline, Drieu y el último Brasillach adoptan posturas antirracionalistas más extremas.
En cualquier caso, no cabe la menor duda de que todos estos autores y sus colegas italianos, franceses, alemanes e ingleses, principalmente, de no haber encontrado en el fascismo “una ilusión”, parafraseando el libro de Hamilton sobre la intelectualidad fascista, habrían caído en un nihilismo neoanarquista que ya se presumía en los primeros escritos futuristas y en los manifiestos de los primeros “fascistas” franceses e, incluso en los albores del fascismo hispánico: ¿no son los primeros escritos de Giménez Caballero y, los primeros ejemplares de “La Conquista del Estado”, asimilables a las producciones y manifiestos futuristas?.
“Superar el nihilismo”… tal noción la han experimentado muchos militantes nacionalistas revolucionarios de ayer y de hoy: nada en el mundo merece ser salvado (Drieu escribe en “Le Jeune Europeen”: “Desaparecen todos los valores de los que nosotros vivíamos”, y más adelante continúa: “me esfuerzo por aproximarme hasta tocarlos con el dedo a los caracteres de mi época y los encuentro tan abominables y tan dominadores que el hombre, debilitado, ya no podrá sustraerse a la fatalidad que enuncian”), es preciso una “revuelta contra el mundo moderno” (título significativo de la obra cumbre de Evola) pero, para no caer en el nihilismo, a la crítica pesimista al mundo de hoy debe añadírsela un activismo y un voluntarismo que conviertan en heroico al militante. En el momento en que la generación de la primera postguerra europea volvió los ojos hacia una tradición milenaria, hacia unos valores eternos e inmutables y decidió conciliarlos, por la vía de la acción con los logros del siglo XX, superó el nihilismo y llegó al fascismo.
Si hay, algo radicalmente alejado del espíritu burgués y conservador (entendido en el sentido derechista y oscurantista del término), ese algo es el fascismo y su voluntad de cambio global. Precisamente parte del fracaso del fascismo italiano se debió al hecho de que algunas de sus tendencias sobre valoraron el hecho “corporativo” sobre el cultural y moral. Así se creó una nueva tendencia en el seno del movimiento social de Italia, pero en ciertos momentos no se valoró suficientemente la imposición de una línea cultural o ética. Cuando un fascista espeta a un burgués: “odiamos la vida cómoda”, es posible que éste le mire con ojos sorprendidos, de la misma forma que los intelectuales de Burgos no podían interpretar la frase de Millán Astray “Viva la muerte”, grito que, lejos de ser mórbido o inconsciente, encierra un gran significado ético: viva la muerte contra los que dicen viva la comodidad y el lujo, viva la muerte porque la vida del hombre es, en última instancia, una lucha y un desafío con la muerte, y viva la muerte, en definitiva, porque, inspirado en la tradición inmemorial de Occidente, el fascismo recordaba constantemente aquella frase que fue convertida en el lema de la ciudad griega de Esparta: “Sólo el desprecio a la muerte da la libertad”. Valdría la pena citar para demostrar la actitud de los hombres de la “nueva cultura europea” frente a la muerte, este fragmento de Henry de Montherland en sus “Carnets”: “El último acto por el cual un hombre puede mostrar que ha dominado a la vida, y que no ha sido dominado… la dos mejores formas de salir de este mundo son ser muerto o matarse… no el suicidio precipitado e irresponsable, sino el suicidio reflexionado”… Es lógico que cuando un representante del “tercer estado” o del “cuarto estado” lea estas palabras piense que son delirios lúdicos o alardes estilísticos. Mishima y Drieu opinaron lo contrario…
“En el sentido espiritual existe efectivamente algo que puede servir como orientación para nuestras fuerzas de resistencia y alzamiento: este algo es el espíritu legionario. Es la actitud de quien sabe elegir el camino más duro, de quien sabe combatir aún consciente de que la batalla está materialmente perdida, de quien sabe, revivir y convalidar las palabras de la antigua saga: “la fidelidad es más fuerte que el fuego””.
Evola “Orientaciones” Cap. III

EL CULTO A LA ACCION

Antes de que existiera la doctrina política en el fascismo histórico, éste ya se manifestaba e inflamaba jóvenes corazones. La acción precedió a la teoría y no es raro encontrar en los nacionalismos revolucionarios de todas las latitudes una cierta hostilidad y desprecio hacia las ideologías y un rechazo absoluto al intelectualismo y “academicismo”. Se puede afirmar que esta tendencia política, en su corta existencia, tuvo que simultanear una práctica revolucionaria con la elaboración teórica, es más, en la mayoría de los casos, aquella precedía a ésta. El ejemplo de los jóvenes redactores de “La conquista del Estado” es significativo; a cada nuevo número se nota una mayor aproximación ideológica y una mayor precisión teórica, pero ya desde el primer número los vendedores del periódico debieron venderlo en las calles escuchando en no pocas ocasiones el sonido de los disparos.
La imagen del joven militante fascista es lo más alejado de la del intelectual torturado por sus pensamientos y considerando perpetuamente la posibilidad de haberse equivocado. Las vaguedades demo-liberales son sustituidas en el fascismo por el convencimiento de que las intuiciones son siempre verdaderas. Es más, los que podemos llamar “intelectuales fascistas” están muy distantes del cliché de intelectual clásico. Jünger había pasado una buena temporada en el frente y fue condecorado “Pour le mérite”; Marinetti y D´Annunzio participaran en la guerra mundial de la misma forma que Mussolini y Hitler conocieron la experiencia de las trincheras; Drieu y Céline fueron movilizados en 1914 y siempre manifestaron no haber luchado por obligación sino por convencimiento; “Combate por Berlín” de Joseph Goebbels, un clásico intelectual nacional-socialista, relata las experiencias vividas directamente en la lucha por la conquista de Berlín para los nuevos ideales europeos. La visión del líder político, ideólogo anti-intelectualista, la completa Goebbels en “Michel, un destino alemán”, en donde relata las características del arquetipo que constituía el hombre nuevo del nacional socialismo: volcado enteramente a la acción, es en ella en donde encuentra justificación su existencia y sentido su vida: dispuesto a luchar por su comunidad, su ejemplo es el que debe despertar a las masas engañadas, adormecidas. La vida misma de Goebbels y, su experiencia militante en Berlín son buena muestra de la concepción activista del nacional-socialismo.
Pero en palabras de José Antonio, la acción podada de pensamiento es “pura barbarie”. De allí que sea necesario recordar que, si bien el delirio activista precede a la teorización, cuando ésta se produce no cae en el intelectualismo sino que es una “doctrina viva” (Mussolini, “El Fascismo”). La acción sola no basta a largo plazo, es todo lo más, una ilusión de un presente que no puede prolongarse mucho tiempo. La misión de la ideología es sistematizar las intuiciones, coordinar las ideas y los presupuestos, encontrar las razones últimas del combate.
En el momento en que el militante transforma sus inquietudes iniciales en pensamiento político se llega al tipo ideal de fascista, el que nos define Drieu en “Un hombre a caballo”: “Los hombres de acción no son importantes más que cuando son suficientemente hombres de pensamiento y los hombres de pensamiento no valen más que a causa del embrión de hombres de acción que llevan en sí”. Se trata, en definitiva, de encontrar el verdadero equilibrio entre ambos polos: Gentile, ideólogo oficial del régimen fascista, escribía en uno de sus artículos algo parecido: “En el fascismo, pensamiento y acción coinciden perfectamente: ningún valor se atribuye al pensamiento cuando no ha sido transportado o expresado en la acción. Esto explica la polémica anti – intelectualista, que es uno de los temas favoritos de los fascistas… El intelectualismo es el pensamiento separado de la acción, la ciencia separada de la vida, el cerebro separado del cuerpo, la teoría de la práctica”.
En la misma tónica, los “hombres del Capitán”, los legionarios rumanos de la Guardia de Hierro, en sus “leyes fundamentales”, posiblemente sin conocer las opiniones de los otros movimientos similares escribían: “Habla poco, di lo que sea necesario cuando sea necesario. Que tu oratoria sea la de los hechos. Actúa: deja que los demás hablen. Camina únicamente por la senda del honor. Lucha, no incurras nunca en la vileza”. En otro de sus textos básicos, el “Libro del Jefe” completan este criterio: “El legionario no polemiza con nadie. Desprecia a los politicastros y no se deja arrastrar a discutir con ellos (…) Ama la muerte porque su sangre servirá para la edificación de la Rumanía legionaria”.
Todas estas opiniones son suficientes como para hacernos una idea exacta del papel que el pensamiento y la acción tenían en la cosmovisión fascista.
La acción priva sobre el pensamiento, pero en última instancia es importante porque finaliza en un pensamiento no racionalista sino instintivo y perceptible. Evola ha notado en multitud de trabajos como la diferencia esencial entre Oriente y Occidente, desde el punto de vista tradicional, radica en que Occidente valora más la acción que la contemplación, mientras en Oriente ocurre justamente lo contrario. Como quintaesencia de la tradición occidental, el nacionalismo revolucionario no podía sino revalidar esta opinión.
Nada se coloca más alto de la acción. Gilles, personaje de la novela de Drieu del mismo título, disfruta fustigando a los academicistas y a su increíble manía de hablar sin descanso: “¿Qué son las palabras al lado de las sensaciones?”, concluye. En Celine este rechazo es todavía más extremo: Semmelweis y Destouches, médicos ambos y personajes de sus novelas no creen en absoluto en los métodos experimentales, prefieren el conocimiento instintivo y poético. Su drama estriba en que se encuentran prisioneros en una sociedad que rechaza todo aquello que no es positivista. Brasillach en su “Carta a un soldado de la quinta del 60” es solidario con las opiniones anteriores: “Las ideas no nacen para mí más que del contacto con las realidades terrestres, todas ellas próximas a aquello que he sentido y vivido”.
Contrariamente a algunos autores reputados de antifascistas nosotros no opinamos que esa “primacía por la acción” haya sido causa de una supuesta carencia ideológica de del fascismo. La ideología se fue complementando y puliendo con el paso de los años, el José Antonio de 1931 no es el mismo que se dirige por primera vez en nombre de Falange Española en el teatro de la Comedia, ni mucho menos el que hablará a un número cada vez más crecido de jóvenes en el Cine Madrid. El Mussolini del venttenio no es el mismo que el del último discurso en el Teatro Lírico de Milán, y en el aspecto estrictamente intelectual los devaneos pre-fascistas, dadaistas, subrealistas de Drieu lo hacen un intelectual distinto al de “L´Homme à cheval”, “Gilles” o “Le Jeune Européen”. Subsiste en todos ellos una línea evolutiva y coherente en su desarrollo, prácticamente no hay traumas ni discontinuidades.
En todo momento se han ido aproximando a la compresión del significado de los “valores eternos” de los que hablaba José Antonio, los han ido asimilando e incorporando a su pensamiento. Normalmente lo han hecho entre el fragor de las manifestaciones callejeras, tras las barricadas, en medio del estruendo de la artillería, o simplemente han emergido de su lucha interior para superar su condición humana.
El sentido activista del fascismo nos lleva inmediatamente a considerar otras dos características que son derivaciones naturales de ésta: el culto a la juventud, el sentido de la violencia, y una cierta “visión activista de la historia”, en la que la “teoría de la élite” encuentra su inclusión en el fenómeno fascista. Con lo que llegamos a Pareto y al colectivo francés de L´Ordre Nouveau…
Habría que hacer una última salvedad: militarismo y fascismo. También los intelectuales fascistas tuvieron presente ese elemento militarista en sus escritos, aunque no siempre en dimensiones iguales: Céline en “Case Pipe” trata de forma desconsiderada a las sociedades militares. En ocasiones llega al desprecio. Su crítica se centra en el hecho de que el guerrero medieval se ha convertido en un soldado (de sueldo, “soldi”, “solde”, es decir, hombre que lucha a cambio de un salario) y, que la disciplina ha convertido la vida militar en pura rutina. Céline quizás no guarde un buen recuerdo del ejército, como muchos de nuestros jóvenes al pasar la época del servicio militar recuerdan con antipatía tal o cual grado. Céline aborda el problema desde un punto de vista subjetivo. Montherlant, Evola, Drieu, y en general los intelectuales alemanes, lo hacen desde un punto de vista más mesurado. Muchos de ellos, incluso, vivieron sus mejores horas embutidos en los uniformes. Jünger, para huir de la política que le repugnaba, incluso de la política nacional-socialista, volvió a ingresar en la Wermacht. La experiencia militar no puede deslindarse del contexto de la obra evoliana, de igual manera que Marinetti y D´Annunzio veían en el ejército un instrumento de consumación de la Italia Imperial.
Para Evola, por ejemplo, las sociedades militares son la única referencia a que puede asirse el mundo occidental, ya que al menos sensu stricto mantienen una serie de valores que han desaparecido de las “sociedades civiles”. En “Los hombres y las ruinas” escribe: “El gusto por la jerarquía, las relaciones de mando y de obediencia, el valor, los sentimientos de honor y fidelidad, ciertas formas de impersonalidad activa que pueden ir hasta el sacrificio anónimo, relaciones claras y abiertas de hombre a hombre, de camarada a camarada, de jefe a subordinado, tales son los valores característicos vivientes de las “sociedades de hombres”. Todo aquello que se refiere al dominio del ejército y de la guerra representa un aspecto particular de este sistema de valores”.
Drieu mismo veía en las sociedades militares la quintaesencia de una restauración de los valores occidentales, precisamente porque en ellas era en donde había más posibilidades de llegar al sacrificio absoluto: “Nada se hace sino con sangre”, escribía en “Le Jeune Européen”, y “Confío en un baño de sangre como un viejo a punto de morir”. Cuando se alista en el Partido Popular Francés de Doriot, no piensa en él como en un partido más, sino como en una orden de creyentes y de combatientes, una milicia civil. Claudel veía en la guerra la forma más primitiva y por ende natural de comunicación y de resolver los problemas: “La espada es el camino más corto entre dos corazones”. Y acto seguido pasaba a defender un tipo de sociedad viril, aristocrática y guerrera. Otro tanto hacía Gustav Meyrink en el “Rostro Verde”: “Velar lo es todo: permanecer en guardia…” Para qué seguir, la constante se repite en todos.
El ejército como máximo representante del Orden en un momento de caos, la Guerra (la lucha) como elemento sublimador de las voluntades. La acción como tarea diaria, creativa y original, frente a la rutina del “trabajo” (alienación). Todo ello enlaza con la lucha contra el racionalismo y con su superación: allí en donde la razón clama cautela, la acción pide heroísmo: allí en donde busca seguridad, la acción responde con honor lealtad. En donde la razón apunta despreocupación, la acción responde con responsabilidad, jerarquía: Orden, en una palabra, y del Orden a la Revolución: es hora de anotar un fragmento de Arnaud Dandieu, del colectivo doctrinal “L´Ordre Nouveau”: “Cuando el orden no está ya en el orden, es preciso que esté en la revolución, y la única revolución en la que pensamos es en la revolución del orden”. (“La revolution necessaire”).

UNA ESTETICA AL SERVICIO DE UNA ETICA

Para los intelectuales de la “otra Europa”, la creación literaria per se no tenía ningún valor. Es más era considerada como una característica intelectualista y un reflejo de la sociedad burguesa deseosa siempre de encontrar entretenimiento a sus momentos de ocio. La expresión estética es sólo válida, positiva, en tanto está al servicio de una ética: creador y obra se funden así en un todo uniforme de tal forma que cada personaje de las novelas de Drieu, Junger, Céline, etc.. representa un aspecto de su ser interior. Se trata de una literatura vivida y sentida, no de una mera construcción abstracta
Es curioso observar como todos los autores e investigadores que se sintieron atraídos por los nacional revolucionarios, salvo contadas excepciones, no se declararon ni fascistas ni nacional socialistas. Céline, si bien mostró su simpatía por el nacional socialismo jamás se declaró tal, Drieu y Brasillach mantuvieron posturas distintas a lo largo de sus vidas, pero en general cuando aceptaron el calificativo de fascistas fue como un reto. Drieu a este respecto, escribió en “Revolution National” 20 de Noviembre de 1943: “La palabra fascista la hemos recibido de boca de nuestros adversarios, de toda la clique democrática y antifascista, y esta palabra la hemos tomado como un desafío”. El calificativo caro a Jünger era “conservador revolucionario”. Johst y Kolbenheyer, por el contrario, militaron en el NSDAP. Evola en cambio jamás se adhirió al Partido Fascista. Tampoco Montherlant o Brasillach tuvieron militancia en ninguna liga, al igual que Hamsun o Benn. En cualquier caso se ve una tendencia manifiesta a no comprometerse excesivamente con los partidos fascistas que operaban (4). Esto nos revalida la tesis de que estos autores eran ante todo hombres que expresaban una ética particular que coincidía y se superponía sobre el terreno político a la que el fascismo revolucionario propagaba en toda Europa y que influyó en buena medida a nuestros autores.
Al estudiar la totalidad de los movimientos nacionalistas y revolucionarios del Occidente europeo e incluso sus manifestaciones exteriores más depuradas (caso de Yukio Mishima), llama la atención comprobar que más allá de las distintas posturas sobre los problemas nacionales y de las diferentes soluciones a los problemas sociales (corporativismo, sindicalismo, organicismo, socialismo antimarxista, etc.) lo que les da coherencia y uniformidad entre sí y lo que hace que podamos hablar con propiedad del nacionalismo revolucionario es precisamente la ética común a todos ellos. Si esto vale para los movimientos políticos, otro tanto se puede decir de los intelectuales que coincidieron desde dentro o fuera con ellos.
En la cúspide de toda la escala de valores, se encuentra la Persona y su Libertad. La Persona, el concepto de Persona, surge como rechazo a la concepción liberal de “individuo”: El individuo es un átomo indiferenciado colocado en el seno de una masa. Ninguna calidad lo distingue de otros, es simplemente un número que, colocado junto a otros números, carecerá de personalidad y de “causa propia”. El concepto de Persona es, por el contrario, eminentemente cualitativo: existiendo en el seno del nombre una doble naturaleza, material, sujeta a las leyes biológicas y físicas, y, espiritual, la persona se diferencia de otras unidades en principio análogas en función del grado de desarrollo espiritual que consiga. La vida del hombre así entendida es una constante trayectoria de realización espiritual y autoformación y la libertad debe entenderse como la posibilidad de recorrer esta trayectoria. Las jerarquías de derecho, a su vez, no representan más que los distintos grados de realización interior, mientras que el resto de valores consustanciales al ser europeo (honor, lealtad, sacrificio, valor, servicio, etc.) representan “garantías sociales” y leyes no escritas que en épocas míticas deberían asegurar la buena marcha de las relaciones sociales y regularían las interrelaciones entre dos personas.
Tal es en líneas generales la gradación y la situación de los distintos valores éticos que alimentaron a los distintos nacionalismos revolucionarios. Tales son, asimismo, las fuentes inspiradoras de los autores que a ellos se adhirieron.
Con este patrón interpretativo podemos comprender ciertos fragmentos de la literatura de la otra Europa que no han sido asimilados en su totalidad por los comentaristas posteriores, desvinculados ya de la misma referencia ética. Paul Claudel, por ejemplo, expresando su concepción del hombre en “Memorias Improvisadas”, dice: “El hombre es una materia prima a la que se precisa plantearle las preguntas necesarias para sacar de ella todo lo que puede dar. En consecuencia, es una tontería censurar la explotación del hombre; por el contrario, el hombre es una cosa que pide ser explotada”. Drieu completaría esta visión del hombre como “ente perpetuamente a la búsqueda de sí mismo” en otras muchas novelas y ensayos; los protagonistas de “La Jeune Europeen”, “El hombre a caballo” (título significativo), “El Dictador” o incluso el más frívolo de todos ellos, el Alain de “Fuego Fatuo”, se plantean constantemente preguntas sobre su propia existencia, realizan constantemente replanteamientos de su tarea cotidiana hasta encontrar los rumbos definitivos de su vida, hasta llegar a ser ellos mismos, por expresarle según la temática nietzscheana. Los desenlaces a cada una de estas novelas son muy diversos: desde el Alain de “Fuego Fatuo”, que termina suicidándose desesperado por la miseria humana que le rodea y la incapacidad de sobreponerse al medio, hasta el “Joven europeo” que, tras una búsqueda de sí mismo, viene a España a combatir al lado de las fuerzas nacionales durante la Guerra Civil. Todos ellos pulverizan la famosa y despersonalizadora frase de Marx en la que hay que buscar el origen de todas las ideologías que liberan al hombre de sus responsabilidades (psicoanálisis, ciertas escuelas sociológicas, etc.): “El hombre es lo que son los hombres”. Para Drieu y para sus colegas, “El hombre es lo que quiere ser, lo que está dispuesto a llegar a ser por la vía de su libertad”. En términos parecidos se expresaba Carrel en “La Incógnita del Hombre”: “Hay que devolver al ser humano su personalidad, que está estandarizada hoy por la vida moderna. Los sexos deben ser claramente definidos otra vez. Importa, además, que el hombre se desarrolle en la riqueza específica y múltiple de sus actividades”. Y un comentarista de Jünger creía interpretar su pensamiento escribiendo en “La Table Ronde”: “El desquite sobre una época que pretende contar sólo para las masa es que algunas individualidades sigan siendo inexpugnables como fortalezas. Nada puede contra ellas”. Por último (se podrían citar muchísimos más), en la revista “personalista”, de título significativo, “La liberté de l´Esprit”, de Emmanouel Mounier, quien sin ser ni fascista, ni tan siquiera para-fascista, sino simplemente personalista, anticapitalista y anticomunista, escribía: “El único compromiso que vale es el que uno adopta con uno mismo, consigo solo, lúcido cumplimiento de sí mismo y de su destino solitario, irreemplazable”.
Evola coloca a la Persona por encima de cualquier otro valor, incluido el Estado, y en “Los Hombres y las Ruinas” adjudica tajantemente la primacía a la misma sobre el segundo y es en ese “buscarse a sí mismo” en donde encuentra la más alta significación del valor “fidelidad” y del valor “estilo”. Escribe en “Orientaciones”: “Ante un mundo podrido cuyo principio es: “Haz lo que veas hacer”, o también “Primero el estómago, el pellejo y después la moral”, o también “Estos no son tiempos en los que se pueda uno permitir el lujo de tener un carácter”, o finalmente “Tengo una familia que alimentar”, oponemos esta norma de conducta, firme y clara: “Nosotros no podemos actuar de otra forma, este es nuestro camino, ésta es nuestra forma de ser””. Esa fidelidad consigo mismo es la única garantía de que el hombre merezca ser respetado. El hombre fascista, una vez ha empezado su aventura, debe “quemar sus naves”, como Cortés en Méjico. Y sigue Evola enunciando el valor del estilo: “El “estilo” que debe imperar es el de quien se mantiene sobre posiciones de fidelidad a sí mismo y a una idea, en una intensidad conjunta, en una repulsión por toda conveniencia, en un empeño total que se debe manifestar no sólo en la lucha política, sino también en toda expresión de la existencia: en la oficina, en el lugar de trabajo, en la Universidad, en la calle, en la misma vida personal de los afectos y los sentimientos. Se tiene que llegar al punto de que el tipo humano que queremos sea reconocido inconfundiblemente y pueda decirse de él: “Es alguien que actúa como un hombre del Movimiento”.
En el fascismo se ha unido indisolublemente el término fidelidad al término “Honor”. Spengler a este respecto anotó: “El honor es cuestión de sangre, no de entendimiento”… “No se reflexiona sobre ello; si se reflexiona, ya está uno deshonrado”. Alphons de Chateubriand, en “La gerbe des forces”, se admiró del gesto siempre vigilante, sin sombra de dudas, de los jóvenes hitlerianos, así como de la guardia personal de Hitler, con sus cinturones su divisa: “Nuestro honor se llama fidelidad”. Evola despreciaba a quienes habían hecho del honor una cuestión de alcoba, reduciéndolo a una mera dimensión utilitarista y burguesa. El honor es algo más: aquél que es fiel a sí mismo y a sus camaradas, aquél que es extranjero a la traición y al servilismo, aquél para el que la vida es un servicio, no una servidumbre, aquél es un hombre que conoce el valor del honor. De carácter suprarracional, Honor y Lealtad no pueden ser comprendidos por aquellos que han hecho del racionalismo una ley fundamental. Para ellos la fidelidad es servilismo, el honor pura ficción. Una sociedad que ha abjurado de estos valores, tiende progresivamente a ser, al igual que una sociedad que los ha relegado al papel de mera retórica instrumental, una sociedad en disolución en la que el caos empieza a privar sobre el orden.
Son estos valores los que afirman una ética particular y diferenciadora, los que diferencian a los hombres entre sí y en los que hay que buscar una razón más para el rechazo de la democracia igualitario (un hombre igual a un voto) y al socialismo marxista (un hombre igual a un átomo del Estado colectivista). Para los escritores fascistas no hay más igualdad que entre hombres “libres”, entendiendo por libertad la que ya hemos definido. Este concepto lo venía arrastrando, ya desde Atenas y Esparta, toda la civilización Occidental, y los autores a que nos referimos se limitaron a incorporarlo y darle nuevas formulaciones estéticas. En estos mismos valores hay que encontrar el “sentido social” del nacionalismo revolucionario: reconvertir a las masas indiferenciadas en pueblo, es decir, en colectivo vertebrado y personalizado en sus individualidades, según pudo expresar en términos parecidos Ortega y Gasset. ¿Qué papel ocupa, pues, la masa en el fenómeno fascista? ¡Con Nietszche, el fascista desprecia a las masas, no al Pueblo!:
“No creo que la masa merezca atención sino desde tres puntos de vista: como copia difusa de los hombres grandes, como resistencia que encuentran los grandes y como instrumento de los grandes. Por lo demás, que el diablo y las estadísticas se la lleven”.

LA LUCHA CONTRA EL LIBERALISMO

Escribe Evola en “Orientaciones”: “Liberalismo, después democracia, después socialismo, después radicalismo, en fin, comunismo o bolchevismo no han aparecido históricamente sino como grados de un mismo mal, como estadios que prepararon sucesivamente el complejo proceso de una caída”. Sólo unas líneas más adelante completa la idea: “Sin la revolución francesa, sin el liberalismo y la revolución burguesa, no se habría dado el constitucionalismo y la democracia. Sin la democracia no se habrían dado el socialismo y el nacionalismo demagógico. Sin la preparación del socialismo no se habría producido ni el radicalismo ni, finalmente, el comunismo”. Queda claro que para Evola, y en esto coincide con la opinión de absolutamente todos los representantes de esta tendencia cultural, en el origen de todos los males se encuentra el liberalismo.
Quizás el efecto más desagradable del liberalismo fue el elevar a la categoría de “clase dominante” a la burguesía. En efecto, el liberalismo y la democracia, no son más que las manifestaciones de la “revolución del tercer estado” que, durante dos siglos, prácticamente desde el Renacimiento, había estado presionando sobre las aristocracias guerreras europeas, progresivamente más degeneradas y, por diversos caminos (Maquiavelo, el Humanismo, la Reforma protestante, la Enciclopedia, y la Ilustración, etc.), había empujado al estercolero de la Historia a los últimos e indignos monarcas europeos. Con el liberalismo asciende pues la burguesía, y con ella sus vicios. Un intelectual fascista, un militante “de la otra Europa”, puede considerarse en las antípodas del pensamiento burgués.
Llama la atención cierto “neo-fascismo” (sic), cuando adopta posturas y gesticulaciones hiperconservadoras, cuando se presenta como un conservadurismo ochocentista disfrazado de nacional-catolicismo en ocasiones, de parlamentarismo derechista en otras, o simplemente, como meto reaccionarismo político. El fascismo y los nacionalismos revolucionarios superan todo esto, incluido el espíritu burgués, en la medida en que superan sus últimas consecuencias, el marxismo y el bolchevismo, no por la vía reaccionaria y conservadora, sino por la revolucionaria. Ramiro Ledesrna no fue solo el fundador del primer período nacional revolucionario español digno de tal nombre, “La Conquista del Estado”, fue también el más importante teórico español de esta corriente y el arquetipo de militante. Hombre de pensamiento (ahí están sus colaboraciones en “La Revista de Occidente”, sus ensayos filosóficos sobre Unamuno y sobre la filosofía existencialista alemana), y también de acción (fundador de la “Conquista”, fundador de las JONS, activista de primera línea, etc.). Ramiro entendía que la competencia con el marxismo debía de ser sobre el terreno estrictamente revolucionario y en su primera época (hasta 1933) miró con simpatía a los movimientos radicales marxistas por el hecho de que combatían el liberalismo burgués. Sólo después -y ahí está el formidable monumento al nacionalismo revolucionario español, su “Discurso a las Juventudes de España”- observó cómo eran las consecuencias espurias de los errores liberales.
Penetrar en la crítica que estos pensadores hacen al liberalismo, a la democracia y al capitalismo (como conclusión económica de ambos), representa entrar en la médula del ataque que efectúan al motor social de estos fenómenos: la burguesía. Por esto vale la pena que nos detengamos un momento en examinar algo que en principio no tendría excesiva importancia, por ser demasiado evidente, el antiliberalismo.
Activo y vitalista, el nacionalismo revolucionario no podía por menos que expresar un profundo rechazo a las características de la moral burguesa: afán de lucro y de usura (Ezra Pound recupera la tradición occidental que colocaba en un plano inferior a todo lo relacionado con el culto al lucro. Llama la atención, a este respecto, el librito de Pound, “Patria Mía”, en el que critica descarnadamente a la sociedad norteamericana, quizás la que ha asimilado mejor el carácter liberal-burgués y capitalista de la época. En una de sus páginas escribe: “El monarca egipcio despreciaba al esclavo individual tan efectivamente como el norteamericano desprecia el dólar individual”. El burgués se convierte en el prototipo del hombre que, frente al activismo y el afán de riesgo y aventura, se refugia en la seguridad, en el gozo de los placeres sensuales; para el burgués no existen otros valores que los del estómago. En la actualidad el prototipo del burgués (burgués-obrero, burgués-aristócrata, burgués-joven-contestatario, etc.) se define por su capacidad en los negocios; es un tubo digestivo que engulle, deglute, defeca y entre tanto hace el amor (el hecho mismo de que el papel del sexo haya sustituido al del amor en la definición misma del acto sexual es ya sintomático). Este tipo de hombre no podía ser más que una consecuencia de la visión racionalista de la existencia: si no existen más valores ni más realidades que aquéllas que se pueden ver y tocar, la satisfacción del espíritu debe quedar relegada y reducida a la satisfacción de los sentidos. No en vano la posibilidad de percepción en el ser humano pasa por los sentidos y por su estímulo…
El hombre nacido de este sistema de valores no podía ser definido en relación a los otros más que por sus “signos externos”. El tipo de hombre que entronizó y estandarizó el liberalismo es por excelencia el mediocre, y tal mediocridad se recubre de un manto de suficiencia y prepotencia tal que su mediocridad está por encima de las otras mediocridades. La sociedad del consumo (si bien su nacimiento obedece en principio a causas estrictamente económicas) cumple la función diferenciadora vital para el hombre moderno: que use tal o cual loción para antes o después del afeitado es lo que le distingue de su compañero de oficina que trabaja, como él, en una misma mesa de material sintético, que se alimenta de los mismos productos normalmente igual de adulterados, que respira el mismo aire polucionado y recorre idénticas calles en idénticos automóviles construidos en interminables cadenas de montaje en los que idénticos obreros ajustan idénticas tuercas, mientras tararean los últimos hits y asisten a las mismas proyecciones de cine… La diferencia entre todos ellos radica única y exclusivamente en su capacidad adquisitiva y a aumentarla van dedicados todos sus sentidos, mientras que a estimularla se orienta toda la propaganda comercial. Todo esto es deforme y monstruoso y contra ello, que ya se preveía y se vivía en buena medida en los años de las entreguerras, se levantaron los intelectuales de la otra Europa. Boris Vian anotaba en sus cuadernos: “Detesto todo lo que es lento, mediocre. Quiero vivir intensamente”. En los años 20-30, todos aquellos jóvenes que desearon vivir intensamente no tuvieron necesidad de tomar un coñac “para hombres”, o “una colonia seca y de hombres fuertes”; les bastó con alistarse en la organización nacionalista y revolucionaria más próxima. Quienes así lo hicieron se sintieron sin duda atraidos por aquellas palabras de Mussolini: “El fascismo siente horror por la vida cómoda”. “Michael”, el personaje de la novela de Joseph Goebbels del mismo título, asume en la práctica estas palabras de Mussolini: abandona sus estudios para unirse al pueblo trabajador y desempeña las tareas de minero hasta que muere víctima de un accidente. A lo largo de la novela estigmatiza constantemente a Mammon (Dios de la codicia): “El dinero es la medida del valor del liberalismo (…) No se puede colocar al dinero por encima de la vida. Un pueblo que todo lo evalúe en términos de dinero, comienza a estar en decadencia (…). Mientras que durante la guerra mundial los soldados ofrecieron sus cuerpos para la protección de sus casas y dos millones de ellos murieron, los especuladores acuñaron monedas con su sangre noble roja (…). El dinero no tiene raíces; está por encima de las razas. Lentamente las va absorbiendo introduciéndose en el espíritu de las naciones y envenenando poco a poco su fuerza creadora”.
Pero más allá de estos valores éticos, podemos encontrar en los distintos escritores nacionalistas y revolucionarios una crítica estructural al liberalismo y sus derivaciones, especialmente a sus sistemas: el sufragio universal, los partidos y los sistemas de representación.
Habría que añadir que la crítica a estos elementos no es nueva. Si existieron precursores del nacionalismo revolucionario, estos lo fueron en la medida en que fueron pensadores anti-liberales. La crítica que Maurras, por ejemplo, hace a la democracia, la podría suscribir cualquier fascista: los partidos rompen la unidad de la Nación, parcelan y fragmentan al pueblo y representan intereses particulares, no globales… Pero no sería justo olvidar intencionadamente el Programa de los Fascios italianos de Combate, en el cual excepcionalmente se defendía el “sufragio universal”, la representación proporcional y reivindicaciones tan “avanzadas” e “izquierdistas” por aquellas fechas como el derecho de voto a los 18 años y la igualdad para la mujer… De hecho se trata de una excepción en toda la historia de esta tendencia; solamente en este programa se defienden estas reivindicaciones de carácter “neo liberal”. Bien es cierto que se trataba del primer documento mussoliniano; hacía sólo unos meses que había sido excluido del Partido Socialista. Era el 1919. Dos años después, este “arqueo-fascismo” encontraría definitivamente su carácter anti-liberal y antidemocrático: “La nación no es la simple suma de los individuos vivientes ni el instrumento de los fines de los partidos, sino un organismo que comprende la serie indefinida de las generaciones de las que los individuos son los elementos pasajeros, es la síntesis suprema de todos los valores materiales y espirituales de la nación”… los devaneos liberales del fascismo evidentemente habían terminado.
Pero el fascismo es un movimiento profundamente aristocrático. Esta palabra no debe llamamos a engaño; significa “el mando de los mejores”; y los “mejores” se llaman “élite”. Sobre las cenizas del igualitarismo nivelador eminentemente cuantitativo del liberalismo, el fascismo y especialmente los intelectuales que se reclaman de esta tendencia, hacen especial hincapié en la “teoría de la élite”. Los protagonistas de sus obras son hombres -o grupos de hombres- que se desmarcan deliberadamente del colectivo social, adquieren una dimensión de super-hombres y transforman su entorno. A este respecto es curioso observar cómo absolutamente todas las novelas, comedias, y ciclos de aventuras de los intelectuales fascistas están construidas en torno a un personaje central, al lado del cual todos los demás palidecen, él es el único protagonista y quiere representar en la ficción lo que los colectivos nacionalistas revolucionarios representan en la política. Sin embargo la teoría de la elite no representa, como en el caso de Nietzsche, un odio hacia el resto de la población. Kolbenhayer, por ejemplo, cuando en “Dem Führer” rinde homenaje a Adolf Hitler, recuerda que Hitler “Vive para su pueblo” (…) “es la encarnación supraindividual de la Nación”. El pueblo así se ve completado por la imagen del líder o, en un sentido más amplio, por una clase política dirigente. Asimismo, cuando Gustav Le Bon analiza los caracteres femeninos de las masas en “Psicología de las multitudes”, no puede evitar mostrar una cierta admiración por aquellos que saben “seducir a las masas” y con una evidente morbidez compara el hecho de la conquista de las masas por un líder a la seducción de una mujer por un Don Juan.
La escuela sociológica más próxima al fascismo (los Burham, Pareto, Michels, incluso el viejo Max Weber) consideran que la historia se puede explicar a través de la “circulación de las élites”; es decir, cuando una élite ha perdido su dinamismo, su energía interna, cae: al punto es reemplazada por otra, que sin duda ya presionaba antes. A esta teoría se añaden Monnerot y Raymond Aron. Monnerot escribe en “La guerre en question”: “Revolución significa trastorno mundial en la circulación de las élites… las revoluciones expresan el hecho de que las élites son ineficaces”. Considerado en este sentido, el nacionalismo revolucionario representa una superación de las élites liberales y marxistas y su exigencia de ser un recambio y a la vez una superación le lleva a adoptar una vía consecuentemente revolucionaria.
Ahora bien, la noción de élites (que con su ejemplo deberán guiar a la nación y ser complemento del pueblo) implica el rechazo de la noción de igualdad. Es preciso recordar que es el postulado de la igualdad sobre el que se asienta la democracia liberal y cuantitativa. Evola escribe atinadamente en “Los hombres y las ruinas” echando mano a axiomas filosóficos de la antigua Grecia no superados todavía: “Es superfluo recordar la desigualdad fundamental de los seres desde el punto de vista existencial (…) La noción de “pluralidad” (de una pluralidad de seres individuales) está lógicamente en contradicción con la de “pluralidad de seres iguales”. Esto resulta primeramente, ontológicamente del “principio de lo indiscernible” en virtud del cual “un ser que sería desde todos los puntos de vista perfectamente idéntico a otro, no formaría con él más que un solo ser”. El concepto expresado por la palabra “varios” implica una contradicción en los términos. De aquí resulta de inmediato deontológicarnente, el principio de la “razón suficiente” que se expresa así: “Para toda cosa debe de haber una razón en virtud de la cual es esa cosa y no otra”. Un ser absolutamente igual a otro estaría desprovisto de “razón suficiente”: Sería una copia desprovista totalmente de significado”. Estos argumentos podrían parecer desusados, casi triquiñuelas dialécticas tan usuales en la filosofía griega. Pero recobran su sentido eterno en el momento en que la ciencia moderna llega a parecidas conclusiones: es gracias a la tecnología moderna que se sabe que celularmente no existen dos seres iguales en tanto que las potencialidades de sus progenitores son también desiguales. Es gracias a Konrad Lorenz que conocemos que en toda la naturaleza no existe la noción de igualdad, ni siquiera en las especies animales más bajas y mucho menos en los mamíferos superiores, entre los cuales, zoológicamente hablando, se encuentra incluido el hombre.
Pero la importancia de destruir el mito igualitario no radica solamente en que se corroe el fundamento de la democracia inorgánica y cuantitativa, ni tan solo en justificar y explicar la “teoría de la élite”. Como ideología (mejor, concepción del mundo) el nacionalismo revolucionario encuentra en su interior una articulación interna que permite concatenar perfectamente los conceptos: rechazar el igualitarismo representa rechazar el reino de la cantidad para sumirnos en el de la cualidad; “es aquí en donde se diferencian los conceptos de individuo y persona (ver capítulo anterior): “el individuo, en efecto, pertenece al mundo de lo inorgánico más que al de lo orgánico” (…), “la persona es el individuo diferenciado por la cualidad, con su rostro, con su naturaleza propio y una serie de atributos que lo hacen “él mismo” y lo distinguen de cualquier otro, lo toman fundamentalmente desigual”.
En cuanto al parlamentarismo, construcción político-burocrática en que se articula la democracia liberal, absolutamente todos los nacionalismos revolucionarios, tanto en sus formulaciones intelectuales como políticas, son unánimes: ni derechas, ni izquierdas. A este respecto se podrían sacar a colación decenas de frases, pero creemos que la más gráfica, en tanto que tiende a “posicionar” al fascismo respecto al parlamentarismo, es la que Arnaud Dandieu escribió en 1933 en “La revolution necesaire”:
“No somos ni de derechas ni de izquierdas; pero si resulta absolutamente preciso situarnos en términos parlamentarios repetimos que nos encontramos a medio camino entre la extrema-derecha y la extrema-izquierda, por detrás del presidente, dando la espalda a la Asamblea”.

FRENTE AL COMUNISMO

Uno de los aspectos exteriores del nacionalismo revolucionario que mejor lo caracterizan, al menos cara a la masa, es su anticomunismo. Es más, en algunos casos la “misión revolucionaria” del nacionalismo se ha visto distorsionada por su anticomunismo visceral, lo que le ha situado junto al más descarado reaccionarismo. Para evitar este fenómeno, ya hablaba Ramiro Ledesma de superar al marxismo por la vía revolucionaria. Su mensaje no fue siempre entendido ni mucho menos seguido.
Ramiro, al igual que Drieu y Céline, no podía expresar sino una cierta admiración -o cuanto menos un cierto respeto – por el comunismo. Había algo en este movimiento que le atraía. No desde luego su ideología, pero sí en parte su estilo. Hacia 1933 todavía las purgas estalinistas no se habían manifestado en toda su orgiástica crueldad, el comunismo era patrimonio de obreros, de jóvenes activistas que ansiaban luchar contra el capitalismo y que apenas contaban con ellos mismos para llevar adelante su combate. Los comunistas, a diferencia de los liberales o de los capitalistas, aristócratas degenerados o burgueses ineptos, poseían una causa para vivir, unos ideales de libertad y de cambio social.
Mientras la lucha contra el capitalismo y la moral burguesa fue un patrimonio exclusivo del comunismo, no era de extrañar que su movimiento capitalizara muchas energías juveniles. Desde que Ramiro Ledesma escribiera en “La Conquista del Estado”: “¡Viva la Alemania de Hitler, Viva la Italia de Mussolini y Viva la Rusia de Stalin!”, hasta que en mayo de 1968 algunos jóvenes nacionalistas y revolucionarios decidieron que su lugar estaba en las barricadas del Barrio Latino de Paris (“Los izquierdistas quieren hacer la revolución, nosotros queremos hacer la revolución: hagamos la revolución con ellos”), un amplio debate entre marxismo y nacionalismo revolucionario había sido temática ideal de algunos intelectuales.
Nadie ha puesto en duda que el nacionalismo revolucionario es anti-marxista en la medida en que considera al marxismo, como ya hemos visto, un subproducto de la sociedad demoliberal. Ahora bien, este anticomunismo hay que matizarlo. No nos encontrarnos ante el típico anticomunismo visceral de la reacción Y de las derechas clásicas. Evidentemente, hoy en especial, el nacionalismo revolucionario encuentra en el comunismo (y hoy más especialmente en el izquierdismo progresista) el principal enemigo en la calle. La ausencia de militancia, el conformismo y la lasitud de los partidos derechistas y centristas obliga a que la competencia por el dominio político de las calles, de las universidades, escuelas y centros de trabajo, sea entre nacionalistas revolucionarios y marxistas de todas las especies. El espíritu anti burgués, el carácter antiliberal y anti parlamentario, la vocación activista y militante, el enfrentamiento directo con las estructuras del mundo moderno (si bien el marxismo es una consecuencia extrema del mismo, mientras que el fascismo representa su ruptura, el voluntarismo extremo y un cierto y sentido de la violencia, hacen que las coincidencias tipológicas sean más abundantes de lo normal entre adversarios políticos tan distanciados. Pero no nos engañemos, se trata sólo de coincidencias tipológicas, por lo demás, a nivel ideológico y doctrinal, cualquier coincidencia es pura ficción.
Todo esto lo plasman los intelectuales nacionalrevolucionarios imprimiendo a algunos personajes de ideología comunista que aparecen en sus obras un carácter “simpático” a menudo y casi siempre vitalista. Esta tendencia se puede apreciar claramente en “La mujer en su ventana”, en la que Boutros, dirigente comunista griego bajo la dictadura de Metaxas y protagonista de la novela, se desinteresa de la doctrina marxista, y si es comunista es porque “Creo que los comunistas están tan podridos en su corazón como los capitalistas, pero al menos les queda una chispa de virilidad y de salud, quieren el combate, la prueba decisiva, de esta lucha espero un profundo renacimiento del planeta y una muerte fecunda”. En ningún caso los rasgos de todos estos personajes se aproximan al “hombre oficial” de la doctrina comunista.
Cuando Goebbels, Drieu, Brasillach, el primer Doriot, incluso Céline y los intelectuales alemanes de la época, hablan de “socialismo”, está claro que se refieren a un socialismo desmarxistizado, a un “verdadero socialismo”. Pero hace falta matizar un poco más, siendo como es éste uno de los puntos en los que esta tendencia cultural demuestra una mayor diversificación y en el que no todas las opiniones coinciden. El único punto de coincidencia es la necesidad de luchar contra el comunismo, y más especialmente contra el comunismo soviético y los partidos que se reclamaban de su órbita.
Goebbels, en “Michael, un destino alemán”, define claramente el concepto del socialismo: “El verdadero socialismo significa hacer libremente y con gusto lo que los socialistas internacionales, hacen por compasión o por razones de Estado. Necesidad moral contra cálculo político”. Más que de “socialismo verdadero”, habría que hablar de “Socialismo Nietzscheano”.
Así mismo Julius Evola, un hombre poco sospechoso de tendencias “plebeyas” (véase “Orientaciones”: “deben desarraigarse muchas malas yerbas que han crecido también en nuestras filas. ¿Qué significa, sino, ese hablar de “Estado del Trabajo”, de “socialismo nacional”, de “humanismo del trabajo” y similares?”), ha originado entre sus seguidores una tendencia que puede muy bien denominarse con propiedad como “nacional comunismo”. Tal tendencia se plasmó a partir de 1969 en Italia en el fenómeno que en su forma grotesca y espectacularista se ha llamado “nazy-maoismo” y cuya realidad no tiene nada que ver con esta calificación absurda, que parte del hecho de que estos neofascistas (agrupados esencialmente en torno a las “Ediciones di Ar” y a los círculos más o menos vecinos a la “Organización Lotta di Popolo”) mirasen con cierta simpatía el “estilo” de los comunistas chinos: antiamericanos, antisoviéticos, austeros, con entusiasmo, disciplinados, extremadamente politizados y voluntaristas, eran vistos como un factor de “desestabilización” del dominio de las superpotencias nacido de la Conferencia de Yalta. Tal tendencia evoliana ha sido estudiada y definida por Bernard Paqueteau en su tesis “idées politiques de Julius Evola”, que ha llegado a nosotros gracias a su recensión en la revista evoliana francesa “Totalité”. El calificativo “nacional-comunista” surge de la necesidad, para Fredda y sus camaradas de Ar, de la destrucción del carácter privado del derecho y de la propiedad, que serían algo así como un medio en vistas a la consecución de un fin, una especie de “terapia de urgencia”, que abriría un nuevo espacio en el que podrían manifestarse formas inéditas de organización política totalmente liberadas de los residuos mercantiles, de la era burgo-proletaria. Dentro de esta panorámica, Fredda mantiene la opinión, contra las irredentistas derechas, que la propiedad no es un valor importante y que la propiedad colectiva y comunal a ciertos niveles es aceptable. Los miembros de la clase política dirigente de un eventual “nuevo orden”, por ejemplo, no deberían tener propiedad privada.
Sin llegar a estos extremismos (que tanto Evola como sus posteriores intérpretes no consideran sino en un plano extremadamente secundario: “Todo aquello que es economía e interés económico como mera satisfacción de la necesidad animal ha tenido, tiene y siempre tendrá una función subordinada en una humanidad normal” (“Orientaciones”), Jünger y Céline llegan a similares conclusiones. En ocasiones se ha acusado a Jünger de leninista, de la misma forma que de Drieu se dijo que murió comunista… como antes, aquí también se trata de excesos: el Drieu de “Memorias de Dirk Raspe” es aún menos “socialista” que el de “Génova o Moscú”, y la única coincidencia de Jünger con Lenin es su afán de utilizar los últimos adelantos de la técnica política para convencer y conquistar a las masas.
La escuela sociológica, por el contrario, no se muestra muy propensa a todas estas preocupaciones y matizaciones: es anticomunista sin más ambages. Pareto, por ejemplo, escribe: “En cuanto a determinar el valor social del marxismo, saber si la teoría marxista de la plusvalía es verdadera o falsa es casi tan importante como saber si el bautismo borra el pecado cuando se trata de determinar el valor social del cristianismo. No tiene la menor importancia”. Monnerot parte para su análisis de la observación de que el marxismo es una nueva religión para el hombre hipermaterializado del siglo XX: “La empresa comunista es una empresa religiosa”. Y un pensador neo-socialista, Henri de Man, coincide con esta apreciación: “No hay socialismo sin una religión cualquiera”. Toynbee va aún más lejos: “El marxismo es una herejía cristiana” (…), “la transposición del Apocalipsis judío”…

UN OPTIMISMO TRAGICO O UN PESIMISMO HEROICO

Abandonado el optimismo futurista de los primeros tiempos, aquél que cantaba la velocidad y el humo de las locomotoras, el nacionalista revolucionario se torna profundamente pesimista. La tendencia aumentará tras 1945. Los análisis que los intelectuales nacionalistas y revolucionarios realizan no pueden ser más desesperanzadores: sobre el terreno político, Europa ha caído en las garras de una gran superpotencia imperialista, los movimientos que representaban una tercera vía han sido barridos y la democracia liberal ha excrementado sobre ellos. Sobre el plano cultural la derrota del fascismo ha revitalizado todo aquello que ardió en las hogueras de las universidades alemanas; sobre el plano social, el americanismo ha invadido la Europa Occidental y está haciendo lo mismo con la Oriental, y con él la producción en cadena que ha generado la sociedad de consumo, convirtiendo a la clase obrera en productores alienados y consumidores integrados. Los partidos antaño revolucionarios han dejado de tener atractivo para la juventud radicalizada, han dejado de ser alternativas al sistema para transformarse en “alternancias” al poder. El Sistema poco a poco se ha ido reforzando y revitalizando: las democracias europeas que parecían muertas y enterradas en 1939, que han resucitado y se han impuesto gracias a las armas de los invasores extra-europeos. Occidente ha asimilado ritmos aberrantes, su juventud vaga drogada por las calles, sin orientaciones, ideales ni rumbo, las frustraciones de siempre se acumulan sobre los nuevos problemas: superpoblación inmigrante, polución, neurosis sociales… “desaparecen todos los valores de los que hasta ahora nos alimentábamos”, es Drieu…
Se podría decir que para muchos la mentalidad es la misma que la que imperaba en 1919, por lo menos así es en las capas más conscientes de Occidente. Difícilmente se ve la forma de salir de este marasmo de la civilización: el poder de la gran superpotencia es excesivo, el aburguesamiento de las capas teóricamente más revolucionarias y la política de los hechos consumados obran el fenómeno que René Guenón había pronosticado en los años veinte desde las páginas de “El reino de la cantidad y los signos de los tiempos”; a saber, que se está produciendo un proceso que podríamos llamar de “solidificación de la humanidad”, es decir, un periodo en el que los cambios, especialmente los cambios pensados para superar la actual crisis, son cada vez más improbables o, si lo queremos representar con otra imagen, asimismo guenoniana, el mundo de ser una esfera está pasando a ser un cubo: de lo voluptuosamente perfecto a lo estrictamente anguloso e inmóvil. Hoy lo preocupante no es que la lucha a nivel callejero se dé entre materialismo y tradicionalismo o espiritualismo, sino que se da entre dos formas de materialismo y en realidad entre dos formas de marxismo. Es más, cuando se habla de “tercera vía” en según qué ambientes, se está hablando de socialdemocracia, eurocomunismo, progresismo, antiracismo, etc. La desesperación y el nihilismo de la “nueva izquierda” procede también de la constatación de este fenómeno sobre el que Marcuse pudo explayarse a gusto en “El Final de la Utopía”: las fuerzas revolucionarias aburguesadas, “nadie me obliga a ponerme delante de la televisión y sin embargo…… la coacción del Sistema sobre la totalidad de la población, la solidez de las demoburocracias occidentales más allá de sus crisis cíclicas pero limitadas, los enormes medios de coacción del Estado para liquidar toda oposición, la falta de condiciones objetivas óptimas para lograr levantamientos populares… Y en las calles la alegría, una inconsciente alegría producida sin duda por la ilusión del consumo: la vida es bella el viernes por la tarde… y horrible el lunes por la mañana. No es raro que John Travolta haya captado la realidad de la juventud de una época al interpretar papeles de hortera (“Grease”, “Fiebre del sábado noche”…). Su éxito se ha debido a las posibilidades reales de su papel: ha elevado al nivel de ídolo a personajes que en la vida real pasan completamente desapercibidos – el dependiente de la “Fiebre”, el chulo de “Grease”-. Son granitos de arena de una masa “todos tan iguales, tan pequeños, tan redonditos” (Nietzsche). Es la inconsciencia del mundo moderno.
Frente a esto, el fascista de los años 30, al igual que el neofascista, se presenta como una nueva reedición del mito de Casandra: aquella hermosa mujer había sido castigada por Zeus con el don de la clarividencia del futuro… pero estaba abocada a que nadie creyera sus visualizaciones. Toda la literatura fascista está dedicada a denunciar los vicios de la sociedad, la de ayer y la de hoy, pero no siempre ha sido tenida en cuenta. Los malos augurios que el nacionalismo revolucionario enuncia para Europa le hacen caer en un pesimismo desazonador en ocasiones. Drieu, por ejemplo, llama a este pesimismo “lo trágico” y, en un ensayo titulado “El sentido de lo trágico”, escribe: “Es necesario reintroducir lo trágico en el pensamiento francés, en la filosofía del pueblo francés”, y en el prólogo a una novela de Hemmingway: “Releed el Nacimiento de la Tragedia: cuando más fuerte es el hombre, más penetra en el corazón la vida, y no puedo encontrar más que una visión trágica”. Thomas Molnar, otro a quien podríamos incluir dentro de la corriente sociológica, reconoce el mito de Casandra en el nacionalismo que él, como buen conservador, llama “la contrarrevolución” y en el libro del mismo título se dedica a analizar la persona del “conservador”: concluye definiendo a este tipo humano como “trágico”, “pesimista” y anunciador del Apocalipsis que siempre llega ineluctablemente.
Evola, Guénon y toda la escuela tradicionalista no se hacen excesivas ilusiones con respecto a Occidente. Inspirados en la doctrina hindú de la “regresión de las castas”, conciben la historia de la Humanidad como una gigantesca marcha hacia estados inferiores espiritualmente hablando. La nobleza sacerdotal de las épocas míticas fue sustituida y cayó definitivamente cuando Cristo dijo “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”; de este modo, poder humo y divino quedaban así separados, la autoridad quedaba privada de todo vínculo superior y la antorcha de la nobleza sacerdotal (los sacerdotes-emperadores) dio paso al dominio de la casta guerrera, de la aristocracia guerrera. Hacia el Renacimiento (con la aparición del Humanismo) y más tarde con la formación de los grandes núcleos urbanos y el crecimiento de la casta de los comerciantes, la aristocracia guerrera fue poco a poco degenerando hasta caer definitivamente bajo las guillotinas de la revolución francesa. Por último incluso esa misma casta mercantilista y comerciante fue abatida por aquellos que no poseen nada más que la fuerza de su trabajo, el proletariado. El punto de inflexión hay que situarlo en 1917, con el triunfo de la revolución rusa y la formación de la Primera Internacional. Todo este proceso involutivo se sitúa dentro de lo que la tradición hindú ha llamado el “kali – yuga” y de lo que la tradición romana llamó “edad de hierro” (“edad del lobo” para las tradiciones nórdicas), una época en la que las fuerzas telúricas y ginecocráticas privarán sobre la espiritualidad solar y urania. Para que se produzca un nuevo amanecer, el círculo involutivo debe cerrarse: y ese cerrarse implica el que el círculo llegue a sus últimas consecuencias. Este análisis, que pudiera pecar de excesivamente místico e iluminista, tiene una aterradora coherencia interior: poco a poco las fuerzas de la subversión mundial van ganando terreno a las de la democracia liberal, de la misma forma que éstas hace más de un siglo fueron arañando poco a poco espacio a las corrompidas aristocracias conservadoras (a lo Metternich) y este proceso que, en términos políticos y geoestratégicos, se ha dado en llamar “la lucha por la hegemonía mundial”, tiende cada vez a un mayor dramatismo: ¿qué ocurrirá cuando las masas inmigrantes desborden un Occidente barrigudo y cobarde, cuando los recursos energéticos finitos (hidrocarburos y otros aceites pesados se agoten, cuando la hipertecnificación rompa definitivamente el equilibrio ecológico del planeta en la loca carrera producción-consumo, cuando las multinacionales intenten imponer su dinero sobre todos los demás de forma absoluta, el futuro de la humanidad no es nada halagüeño puesto en estos términos. El progreso nos ha sumido en un callejón sin salida. Los pecados capitales de la humanidad civilizada tal como han sido estudiados por Konrad Lorenz y los etnólogos de su escuela suponen que, o bien se impone una urgente rectificación, o bien nuestra civilización estará en crisis internas en algunas décadas vista. Ciertamente no se puede ser optimista. Pero ¿dónde está el origen de todos los males?” Evola nos responde: “En nuestros días nos hallamos en el fin de un ciclo. Con el transcurso de los siglos, primero imperceptiblemente, después como el movimiento de una masa que se desploma, múltiples procesos han destruido en Occidente todo ordenamiento normal y legítimo de los hombres, han falseado incluso la más alta concepción del vivir, de la acción, del conocimiento y del combate. Y el movimiento de esta caída, su velocidad, su vértigo ha sido llamado “progreso”.
El progresismo se encuentra en la cúspide de la tríada moderna. Si el cristianismo nos habló de una mítica Trinidad compuesta de Padre, Hijo y Espíritu Santo, el mundo moderno ha consagrado otra nueva en la que el papel del Padre está encarnado por el progreso, el hijo es el evolucionismo y el Espiritu Santo es el marxismo. No puede existir el uno sin los otros. El progreso, la mística del progreso entendida como la creencia de que todo lo nuevo, por el hecho de serlo debe ya ser aceptado y asimilado, engendra inmediatamente la creencia de que siempre caminamos hacia estados superiores de cultura y de civilización, no hay regresión posible: sólo con una mentalidad así, impresa en pleno siglo XX, cuando la proliferación de descubrimientos científicos pudo engendrar la mentalidad evolucionista y sólo la combinación de todos estos elementos unidos a un análisis economicista de la historia y a la filosofía del devenir (Feuerbach, Hegel), podrían dar como conclusión unas de las ideologías más demoníacas de la historia: el marxismo.
Si creyéramos en el Psicoanálisis y en la psiquiatría moderna, hablaríamos de que el nacionalismo revolucionario tenía (y tiene quizás hoy más que antes, en la medida en que con el transcurrir del tiempo ha sido capaz de redondear sus postulados) pulsaciones típicamente edípicas: para él, asesinar al “padre”, negando el progreso, representaba abatir la noción de evolución y, por ende, liquidar al marxismo. Maurras, balbuceando esta tendencia ya había escrito algo que, sin ser del todo cierto, se aproximaba a la concepción guenoniana de la historia: “El tren del mundo no es una corriente regular ascendente, ni tampoco descendente, es una línea quebrada, con altos y bajos”. Drieu se aproximaba algo más en “Socialismo Fascista”: “El hombre es un accidente en un mundo de accidentes. El mundo no tiene un sentido general. No tiene más sentido que el que le damos, un momento para el desarrollo de nuestra pasión y de nuestra acción”. En “Notas para comprender el siglo”, esta negación va mucho más lejos y en 1944 escribe en su “Journal”: “Se pretende que las más actuales civilizaciones parten de un estado “salvaje” o “bárbaro” o primitivo”; la amplia perspectiva histórica que nos abre la paleontología y otras ciencias nos permite imaginar, antes de la antigüedad de nuestras leyendas científicas de ayer, series de civilizaciones precedentes (…) (que) habrían podido ser portadoras de nociones muy elevadas e intuiciones muy puras como lo enseñan los ocultistas. Incluso llevando más lejos el problema, si el hombre “desciende del mono”, se puede imaginar que este mono era un estado de degeneración que siguió a estados más elevados”. Céline se situaba en el mismo plano de negación del progreso: “…la humanidad no ha descubierto un solo cereal, desde hace dos millones de años…” y las citas podrían prolongarse.
Todo esto está muy bien, se profetiza el fin de una cultura y se analizan los mecanismos de la decadencia que algunos consideran ineluctable, pero “no basta con decir no, sino se indica verdaderamente en nombre de qué debe decirse no, qué es precisamente lo que justifica el no” (Evola). Y ese justificante es la Persona y los valores que han sido definidos como un “orden nuevo”.
Si hemos definido la tendencia nacionalista y revolucionaria como un “pesimismo heroico” y un “optimismo trágico” es porque esta aparente contradicción queda superada en el momento en que analizamos el papel de la persona en este determinado momento histórico, mejor dicho, en el momento en que analizarnos el papel del intelectual y del militante nacionalista y revolucionario.
El fascismo y sus gentes lucharon para vencer, para imponerse políticamente. Pero lograron que el fin y los medios fueran la misma cosa a medida que el militante desarrollaba su lucha (en otro momento podemos hablar de los protagonistas de las obras de los intelectuales) poco a poco iba adquiriendo y desarrollando todos aquellos valores de los que hacía referencia su ideología: sin lucha no puede haber camaradería, lealtad, sacrificio, voluntarismo, heroismo, incluso nos atreveríamos a decir que sin lucha no puede haber belleza. Valores que no son meras abstracciones, sino realidades vivientes en el interior del militante: y eso es el medio y el fin en sí mismo, antes que el poder, antes que la realización de un nuevo orden político, el nacionalismo revolucionario antepone el orden interno de la persona humana. De la misma forma que no hay escultura sin artista, tampoco hay Estado sin una clase política dirigente que asuma en sí aquellos elementos que dice pretender como ordenadores de la nación. Para algunos neofascistas de la escuela tradicionalista, el “caballero del Graal” resume esta concepción: la búsqueda del Graal obraba en el interior del caballero una transmutación de tal forma que el hecho de encontrar la piedra o la copa del Graal adquiría así otro sentido, similar al que suponía la búsqueda de la piedra filosofal para los alquimistas.
Así podemos comprender el por qué de ese “pesimismo heroico” del que hablábamos antes: si por una parte se reconoce que la lucha del nacionalismo revolucionario y su triunfo final debe realizarse en este período histórico, en el que las fuerzas negativas y materialistas lo dominan todo hasta la exasperación, por otra parte esto no es razón para abandonar el combate. La antigua máxima “más enemigos, más Honor” es la ley fundamental para esta concepción del mundo. Drieu La Rochelle no pudo definir mejor esta tendencia: “Es tiempo, mis amigos, de lanzar nuestro grito. Nosotros, jóvenes hombres de hoy, somos nuevos y nuestra grandeza no ha sido conocida por los que vivieron antes (… ) Nosotros hemos rechazado la piedra de la infamia”.
Y este pesimismo se reconoce en los escritos de todos los intelectuales de la “otra Europa”, es asimismo superado por una postura heroica. La que adopta aquél que sabe cuál es su deber. Dice uno de los protagonistas de Drieu: “Si un hombre se levanta y lanza su destino en la balanza, hará todo lo que quiera” la lucha de Semmelweis a lo largo de toda la novela de Céline es un combate contra la fatalidad y el destino, un combate que se sabe perdido de antemano: “Tanto el bien como el mal se pagan antes o después, el bien forzosamente resulta más caro”. Incluso el antisemitismo de Céline es pesimista: “Si en Francia se creara una asociación antisemita estoy seguro de que el presidente, el secretario y el tesorero serían judíos”, sin embargo lleva su antisemitismo hasta el final. Así mismo en el epílogo a una biografía del héroe nacional-socialista Albert Leo Schlateger, se vuelve a comprobar estas pulsaciones a la vez pesimistas y a la vez heroicas: “Las olas crecen en la Patria. Manos ansiosas se alzan buscando el oro que fluye en forma de papel. Esto no es nada. No hay que escucharlo. ¡Hay que vivir la vida! ¡La paz ante todo! ¡La paz de Versalles!. Solamente uno escucha: Albert Leo Schlateger. El escucha el rugido subterráneo de las montañas del Ruhr. Los salvajes miserables y seducidos por los rojos se levantan. Los burgueses solamente tiemblan. Ni siquiera ven la máscara amarilla de Moscú… ¡Qué nos dejen en paz tranquilos! ¡Seamos civilizados! En la retaguardia sonríen los marxistas, los comunistas, los judíos y un gobierno del Reich contemporizador. Pero existe un hombre que no sonríe: ¿se debe descansar? ¿No llama Alemania nuevamente?. Sí, pero sólo para aquellos que la escuchan cerca de la capital del Reich, nunca atrás, Schlateger se dedica completamente a su misión..”.
Pero ¿Hay algo más allá en el neofascismo moderno que esa lucha por ser uno mismo, por mantener bien alta la bandera del nacionalismo revolucionario?. En un curioso (y ominoso) libro titulado “Hitler y la Tradición Cátara”, el autor se pregunta por qué, si Hitler sabía la imposibilidad del triunfo absoluto de las fuerzas que pugnaban por una restauración de los valores tradicionales en Occidente al no haberse cerrado por completo el ciclo de la decadencia (la “Edad Oscura”), ¿por qué emprendió el más formidable combate del presente siglo?. Aunque la pregunta sea un tanto pueril y formulada desde un ambiente afecto al progresismo ocultista tan de boga hoy en día, enlaza directamente con lo que intentábamos expresar antes: el resultado final de una lucha y, su carácter contingente, deben estar deslindados siempre de la necesidad moral ineludible de emprender esa lucha y de cuál pueda ser su final material. Hoy el papel del militante nacionalista y revolucionario es recuperar el testigo que las anteriores generaciones le cedieron: posiblemente él no llegue a la meta, pero ese testigo en el que se resumen los valores de una civilización varias veces milenaria debe ser mantenido hasta que otros lo recojan. O por expresarle con palabras citadas por Evola en “Cabalgar el tigre”: “Cuando los que han permanecido en vela en la noche oscura se encuentren con los que han surgido en el nuevo amanecer”. La concepción se quedaría en el mero plano testimonial si la deslindáramos del carácter combatiente y de realización personal del nacionalismo revolucionario. Alphonse de Chateaubriand lo expresó con estas palabras: “El combate debe existir. El combate hace nacer y desarrollar el vigor del corazón. Con el combate cada uno tiende a su más alta expresión humana”. Esta es la razón única por la que el nacionalismo revolucionario (llámese fascismo, llámese nacional socialismo, llámese nacional sindicalismo, etc.) sintió la necesidad de actuar políticamente, de dar una formulación pragmática a su ideología política y por lo que tantos y tantos jóvenes Occidentales dieron su vida: por la causa más noble y justa por quien nadie haya luchado jamás. E.M.

NOTAS
(1) Siendo el fascismo en rigor un fenómeno estrictamente italiano, nosotros preferirnos hablar de nacionalismo revolucionario para calificar al pensamiento antiliberal y antimarxista, a la tercera vía que surgió en todo Occidente durante los años 20.
(2) Cuando los intelectuales de la “nueva filosofía” francesa hablan de que “el GULAG estaba ya en Marx” se refieren a que, siendo el marxismo un racionalismo extremo, es lógico que el Estado Soviético considere a la disidencia como “irracionalista”, es decir, clientela del psiquiatra…
(3) Gustav Meyrink había nacido en Viena en 1868. Hijo natural, tuvo una infancia y adolescencia sumamente difíciles. Practicó yoga y estuvo relacionado con escuelas teosóficas y alquímicas; algunos de sus amigos afirman que tenía dotes de medium y era vidente. A pesar de que el nacional-socialismo lo declaró herético, en sus novelas, especialmente en “El rostro verde”, representa unos valores y un tipo de hombre perfectamente identificado con los constructores de la nueva cultura europea. Murió en 1932, “sentado en un sillón, ante una ventana orientada hacia el este por donde ascendía soberbio el sol” (de la introducción a “El Golem”).
(4) En esto el PPF francés fue una excepción, es más en sus momentos más brillantes hacia 1934-35, la clase política dirigente del partido estaba asentada sobre la intelectualidad vanguardista francesa de la época, entre los que se encontraban Marcel Jouandheau, Alphonse de Chateaubriand, Bertrand de Jouvenal, Marion, Fabre Luce, Pucheau, etc… La mayoría de ellos, de todas formas, abandonaron el partido en 1939, disconformes con la política de Doriot.