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ATAÚDES DE ACERO La Odisea de los Uboot – Capitán Herbert A. Werner

355 páginas
16 páginas de fotos en papel ilustración
Ediciones Sieghels
2009
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 100 pesos
Precio internacional: 24 euros

La Odisea de los U-boot contada por uno de los pocos Comandantes que sobrevivió hasta el final

La Batalla del Atlántico —entre todas las de la segunda guerra mundial— fue una de las más salvajes, más intensamente disputada y con el más profundo significado estratégico. A su término, el fondo del océano quedó sembrado con sus víctimas: miles de barcos mercantes aliados y cientos de navios de guerra que sucumbieron ante el sorpresivo impacto de los torpedos disparados desde los submarinos alemanes. Prácticamente todos los submarinos alemanes, con sus tripulantes, perecieron en esta batalla y sus restos descansan para siempre en el lecho oceánico.
En este libro, uno de los pocos capitanes alemanes que sobrevivieron, narra la dramática historia que le tocó vivir a él junto a sus compañeros.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 7
PRIMERA PARTE
AÑOS DE GLORIA 13
SEGUNDA PARTE
EL INFIERNO SOBRE NOSOTROS 125
TERCERA PARTE
DESASTRE Y DERROTA 225
EPÍLOGO 337

INTRODUCCIÓN

Este libro, donde relato mis experiencias personales en la Fuerza de Submarinos Alemana durante la Segunda Guerra Mundial, viene a cumplir una obligación de larga data. Desde la terminación de esa gue­rra tan destructiva, el papel de la Fuerza de Submarinos ha sido mu­chas veces distorsionado y subestimado, aún por historiadores milita­res que hubieran debido hallarse mejor enterados. Debido a que fui uno de los pocos comandantes de Submarinos que lucharon durante casi toda la guerra y lograron sobrevivir, sentí que poner las cosas en su debido lugar era un deber para con mis camaradas caídos. Muy a propósito, el deber era la primera y la última palabra en el léxico de los hombres de los submarinos, y no obstante los comentarios en sen­tido contrario, nosotros cumplimos con nuestro deber con una valentía y corrección no superadas en ninguna rama del servicio de ninguno de los bandos. Fuimos soldados y patriotas, nada más y nada menos y en nuestra consagración a nuestra causa perdida morimos en cantida­des incalculables. Pero la gran tragedia de la Fuerza de Submarinos no fue meramente que perecieran tantos hombres de valía; fue, también, que tantas de nuestras vidas se despilfarraran por lo inadecuado del equipo y por la política irracional del Cuartel General de Submarinos.
En retrospectiva, la importancia crucial de la Fuerza de Submarinos es inequívocamente clara. Hubiera podido o no Alemania ganar la guerra, era seguro que iba a perderla si la gigantesca producción de las fábricas americanas llegaba a Inglaterra en cantidad suficiente. Sobre esta premisa quedaron trazadas las líneas para la épica “Batalla del Atlántico”, en la que los sumergibles sirvieron como vanguardias de la defensa de Alemania. Nada menos que una autoridad como Winston Churchill declaró: “La batalla del Atlántico fue el factor do­minante durante toda la guerra. Nunca, ni por un momento podíamos olvidarnos de que todo lo que sucedía en otra parte, en tierra, en el mar o en el aire, dependía en última instancia de sus resultados, y en medio de otras preocupaciones, veíamos día a día su cambiante for­tuna con aprensión”. Resulta significativo que Churchill, quien conocía muy bien los estragos de la Luftwaffe y de las bombas alema­nas V-1 y V-2, también escribiera: “Lo único que llegó realmente a asustarme durante la guerra fue el peligro de los sumergibles”. Vista desde el otro lado, la fortuna de Alemania durante la guerra siguió en ajustado paralelismo el ascenso y la caída de la Fuerza de Submarinos. La relación iba haciéndoseme más evidente cada vez que bajaba a tie­rra después de un largo patrullamiento.
El comienzo de las hostilidades en septiembre de 1939 sorprendió a la Marina de Guerra Alemana; la Fuerza de Submarinos, en espe­cial, fue tomada completamente sin preparación. Este estado de cosas era el resultado de un tratado concertado entre Alemania y Gran Bretaña en 1935, el cual limitaba el poderío naval alemán al 35 por ciento del de Gran Bretaña a fin de mantener el frágil equilibrio de po­der que existía en esa época. En 1939, Alemania tenía en servicio exactamente 57 sumergibles, de los cuales 52 eran de pequeño despla­zamiento y capaces solamente de cortas misiones costeras. Los otros cinco submarinos eran navíos más grandes diseñados para patrulla­mientos de largo alcance y de ocho semanas de duración. Sin embar­go, del total de 57 había que restar 18 submarinos reservados para el entrenamiento de nuevas tripulaciones. De esa forma, solamente 39 submarinos estaban disponibles para operar contra la poderosa marina de guerra británica, la enorme flota mercante británica, los barcos y flotas mercantes de los aliados de Inglaterra y una cantidad inagotable de barcos neutrales que navegaban bajo contrato para los aliados.
Sin embargo, el primer año de guerra submarina fue extremada­mente favorable para Alemania. Aunque la Fuerza perdió 28 unidades, destruyó un portaviones británico, un acorazado, cinco cruceros, tres destructores, dos submarinos y 438 barcos mercantes totalizando 2,3 millones de toneladas de porte bruto. Además, en el verano de 1940, después de la rendición de Francia, nuestros sumergibles fueron gra­dualmente reubicados más al sur, en puertos franceses sobre el golfo de Vizcaya. Este traslado acortó nuestras rutas hacia y desde el Atlán­tico y señaló el comienzo de una nueva fase de la guerra en el mar: las grandes batallas de los convoyes.
Simultáneamente, el almirante Karl Dönitz, desde 1935 Comandante en Jefe de la Fuerza de Submarinos, lanzó un ambicioso programa para construir la más grande flota de sumergibles que el mundo viera jamás. El sumergible preferido de aquella época, el Tipo VII, se convirtió en el submarino oceánico standard; tenía un despla­zamiento de 770 toneladas y un alcance límite de crucero de 9.000 millas náuticas. En el curso de la guerra se construyeron 694 submari­nos de este tipo que se actualizaban periódicamente con nuevos per­feccionamientos técnicos; a ellos se debió alrededor del 60 por ciento de las pérdidas de la navegación aliada. Además, se construyeron más de 200 sumergibles más grandes para sembrar minas, para atacar rutas de navegación aliada en áreas distantes, para transportar materiales de guerra críticos y, lo más importante, para reabastecer a los submarinos de combate en alta mar con combustible, torpedos y provisiones.
Gran Bretaña pronto sintió el aguijón de este acelerado programa de construcciones. La guerra irrestricta de los submarinos en las rutas de los convoyes del Atlántico Norte resultó en la destrucción de 310.000 toneladas en un período de cuatro semanas en el otoño de 1940. Las pérdidas aliadas ascendieron a 142 barcos con un porte to­tal de 815.000 toneladas en un período de dos meses en la primavera de 1941, y un año y medio de guerra submarina costó a los aliados más de 700 buques con un total de 3,4 millones de toneladas. Churchill escribió de la hora más oscura de Inglaterra: “La presión crecía aceleradamente y nuestras pérdidas en tonelaje estaban pavorosamente por encima de nuestras construcciones… Mientras tanto la nueva tác­tica de “jauría de lobos”… era rigurosamente aplicada por el temible Prien y otros comandantes de submarinos de primera”.
En mayo de 1941, cuando vi la primera de mis batallas de sub­marinos, nuestros ataques a las rutas de navegación eran triunfos uni­laterales; las contramedidas aliadas (uso de radar, vigilancia aérea, nuevos tipos de destructores y de buques escolta de convoyes) estaban aún en pañales y no constituían amenaza seria para nuestras incursio­nes. Esta situación no cambió con el agregado de 50 destructores estadounidenses a la flota británica como parte del acuerdo anglo-norteamericano de préstamos y arriendos. Para fines de 1941, nuestra confiada suposición de victoria total parecía estar al alcance de la mano: las pérdidas combinadas de los aliados, en ese año solamente, llegaron a más de 1.000 barcos mercantes con un total de más de 4 millones de toneladas.
Poco después de que Estados Unidos entrara en guerra, los sumer­gibles extendieron sus actividades a la costa este norteamericana y ata­caron allí a la navegación con resultados devastadores. Durante los seis primeros meses de hostilidades contra Estados Unidos, nuestras unidades hundieron 495 buques con un total de 2,5 millones de tonela­das. Además de patrullar nuestros cotos de caza del Atlántico Norte y Caribe, nuestros sumergibles llegaron en sus actividades predatorias al Atlántico sur, al Mediterráneo y al Mar Negro, y unos pocos se aventuraron en el Pacífico. En 1942, el año más exitoso en la historia de los submarinos, más de 1.200 barcos aliados —cerca de 7 millones de to­neladas- acabaron en el fondo del océano.
Pero marzo de 1943, que llevó la guerra submarina al punto más alto de su éxito, también preanunció el desastre. Ese mes la Fuerza de Submarinos hundió más de 650.000 toneladas de navegación aliada, y sufrió un marcado y desconcertante incremento de pérdidas. Este inesperado giro de los acontecimientos fue la señal de comienzo de una contraofensiva aliada cuidadosamente preparada. Los aliados habían desarrollado muchas armas nuevas, incluyendo rápidos buques de es­colta, pequeños portaviones y un sistema de radar muy perfeccionado. Habían producido y reunido grandes cantidades de buques escolta, aviones con base en portaviones y bombarderos de largo alcance con bases en tierra. Poniendo en operación conjunta todos estos elemen­tos en abril, los aliados devolvieron los golpes con una superioridad nu­mérica y técnica tan abrumadora que el 40 por ciento de nuestra fuer­za de sumergibles fue destruido en el curso de pocas semanas. La con­traofensiva aliada invirtió permanentemente el curso de la batalla. Casi de la noche a la mañana los cazadores se convirtieron en cazados, y durante el resto de la guerra nuestras unidades fueron destruidas a un ritmo pavoroso.
La Fuerza de Submarinos trató desesperadamente de contrarres­tar la contraofensiva, pero fue en vano. En 1943, cuando yo era oficial de mando del U-230, estábamos perdiendo submarinos más rápida­mente de lo que podíamos reemplazarlos. Para el verano de 1943, nuestros logros en tonelaje aliado hundido había caído a un promedio mensual de apenas 150.000 toneladas; esto en una época en que la ca­pacidad de los astilleros aliados alcanzaba a 1 millón de toneladas al mes.
La cruda y evidente realidad era que el sumergible se había vuel­to obsoleto. Demasiado tiempo había sido esencialmente un barco de superficie que se sumergía sólo ocasionalmente para hacerse invisible mientras lanzaba un ataque o escapaba de un perseguidor. El Cuartel General había desarrollado el schnorkel, un aparato que permitía al sumergible aspirar aire y recargar sus baterías de acumuladores mien­tras permanecía sumergido durante su patrullamiento. Pero el schnorkel no entró en uso generalizado hasta marzo de 1944, diez fa­tales meses después de la contraofensiva aliada; y pasaron cinco me­ses más antes de que el artefacto capaz de salvar la vida fue instalado en todos los sumergibles más viejos. No fue hasta agosto de 1944, cuando navegaba yo en mi quinto barco y segundo bajo mi mando, que un schnorkel me alivió del constante juego de vida o muerte de emerger en procura de aire, sólo para tener que sumergirse precipitadamente minutos después ante sofisticados ataques de aviones y destructores aliados. Por añadidura, el schnorkel solo estaba lejos de ser una res­puesta adecuada a los grupos de aviones y destructores aliados. El submarino era todavía peligrosamente lento y altamente vulnerable en general, y sordo e indefenso en particular cuando usaba el schnorkel.
La única real solución era un sumergible radicalmente nuevo. Varios de esos tipos habían estado durante años en los tableros de di­seño alemanes: estaban diseñados para navegar sumergidos durante ho­ras a velocidades superiores a la de un destructor, para disparar desde una profundidad segura y para llevar dos veces más torpedos que el barco convencional. Esas maravillas submarinas eran constantemente prometidas a la Fuerza. Pero no fueron puestos en producción hasta el colapso de la guerra submarina y muy pocos entraron en servicio a tiempo para participaren la acción.
De modo que la Fuerza de Submarinos luchó con lo que tenía y en el último año de la guerra logró muy poco más que su autodestrucción. Una tras otra, nuestras tripulaciones zarpaban obediente­mente, hasta con optimismo, en misiones ridículas que acababan en la muerte. Los pocos comandantes veteranos que aún seguían en ac­ción fueron diezmados pese a su experiencia en las artes de la supervi­vencia. Los nuevos capitanes, aun con tripulaciones veteranas, no te­nían virtualmente ninguna posibilidad de regresar con vida de sus pri­meros patrullamientos.
Cuando por fin cesaron las hostilidades en mayo de 1945, el fondo del océano estaba sembrado con los restos de la guerra de los submarinos. Nuestras unidades habían destruido 2.882 barcos mer­cantes con un total de 14,4 millones de toneladas de porte bruto; además los submarinos habían hundido 175 buques de guerra aliados y dañado 264 barcos mercantes por un total de 1,9 millones de tone­ladas. A cambio, habíamos pagado un precio increíble. Nuestro total de 1.150 sumergibles entrados en servicio encontraron el siguiente destino: 779 fueron hundidos, dos fueron capturados y el resto fueron echados a pique o se rindieron como se les ordenó al terminar la gue­rra. De un total de 39.000 hombres alistados, la Fuerza de Submari­nos tuvo 28.000 muertos y 5.000 tomados prisioneros. Esto represen­ta el 85 por ciento de bajas.
Empero, estas cifras no revelan en todo su alcance el desastre de los submarinos. Puesto que solamente 842 entraron en batalla y puesto que 781 de los mismos se perdieron, el 93 por ciento de la fuerza operativa de submarinos fue eliminada. En términos concretos, las pérdidas parecen aun más chocantes. Nuestra tremenda Fuerza de Submarinos en el frente del Atlántico estaba reducida a unos meros 68 submarinos en operación cuando los aliados invadieron Francia en junio de 1944 y sólo tres de esas unidades todavía subsistían a flote al terminar la guerra. Uno de esos tres sobrevivientes fue el U-953, que yo comandaba como su último capitán.

Mi relato sobre la lucha de los submarinos fue escrito con la ayuda de notas que tomé durante la guerra, además de fotografías y cartas que logré salvar del holocausto en el continente y del desastre en el mar. Aunque recurrí mucho a la memoria, mis recuerdos están todavía dolorosamente vivos y así seguirán, me temo, hasta que la presión se alivie con mi muerte. Además, me he asegurado la correc­ta secuencia de acontecimientos acudiendo a un folleto publicado por “Heidenheimer Druckerei und Verlag GMBH”, el cual consigna el des­tino de cada uno de los sumergibles. Todos son mencionados según sus números’ verdaderos. Las fechas y horas de los acontecimientos están muy cerca de las correctas y a veces con precisión al minuto. Los mensajes de radio, incluyendo las señales enviadas por el Cuartel General como también por los sumergibles, han sido reconstruidos con cuidado. Las tres largas transmisiones del almirante Dönitz son traducciones exactas.
No menos auténticos son ciertos sorprendentes episodios na­rrados en este libro y que son poco conocidos o que han estado silen­ciados durante mucho tiempo. Más de unos pocos oficiales navales norteamericanos pueden atestiguar que buques de guerra estadouni­denses, incluyendo los destructores Greer, Reuben James y Kearney, lanzaron ataques contra submarinos ya en el verano de 1941, librando así contra Alemania una guerra aún no declarada. Todavía no he visto publicada ninguna referencia a una chocante orden emitida por el Cuartel General de Submarinos poco antes de la invasión aliada a Normandía. La misma ordenaba a los comandantes de 15 submarinos que atacaran la vasta flota de invasión y que cuando se les acabasen los torpedos, destruyeran un barco embistiéndolo, es decir, cometiendo suicidio.
Todos los individuos mencionados en el libro fueron personajes reales. Los dos comandantes a cuyas órdenes tuve el privilegio de ser­vir se mencionan con sus apellidos verdaderos. Lo mismo otros capita­nes de submarinos y distinguidos oficiales de flotilla, a muchos de los cuales conocí como amigos. Y también mis más cercanos camaradas en las batallas en el mar y en las escapadas en puerto; desdichadamen­te, la mayoría de ellos están muertos. Para proteger a los vivos he cam­biado unos pocos nombres; hubiera sido menos que caballeresco reve­lar los nombres de mujeres a quienes conocí y que desde hace tiempo son las fieles esposas de otros hombres. Pero este libro pertenece a mis camaradas muertos, caídos todos en la flor de su juventud. Espero que les rinda el honor que ellos se merecen. Si he tenido éxito en brindar al lector la antigua lección que cada generación parece olvidar —que la guerra es mala, que asesina a los hombres— entonces considero que esa ha sido mi obra más constructiva.

Herbert A. Werner Enero de 1969

DEDICATORIA

A los marinos de todas las naciones que murieron en la Batalla del Atlán­tico de la Segunda Guerra Mundial, y en especial a mis camaradas de los submarinos que yacen sepultados en sus ataúdes de acero.

No hay rosas en la tumba de un marinero. Ni lirios en las olas del océano. El único homenaje es el raudo vuelo de gaviotas Y las lágrimas que llora una novia.
—Canción alemana