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Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada – René Guénon

526 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2016
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 430 pesos
Precio internacional: 39 euros

René Guénon se ha caracterizado en toda su obra por lograr elucidar con excepcional habilidad y profundidad lo que llamamos Tradición perenne y unánime, revelada tanto por los dogmas y los ritos de las religiones ortodoxas como por la lengua universal de los símbolos iniciáticos. El estudio del simbolismo parece ser para él su ámbito natural, el plano donde mejor se desenvuelve, pues este es justamente el lenguaje de la metafísica.
Si la metafísica tiene por “objeto” el no-ser, el símbolo tiene la cualidad de poder “expresar lo inexpresable”. Su origen es no-humano y se basa en la correspondencia entre dos órdenes de realidades; tiene su fundamento en la naturaleza misma de los seres y las cosas. Junto con el Mito, constituye una forma indirecta, pero absolutamente auténtica, de traducción de la realidad última. El símbolo no expresa ni explica, solo sirve de soporte para elevarse, mediante la meditación, al conocimiento de las verdades metafísicas. Su ambigüedad vela y revela la realidad y su carácter polisémico posibilita su interpretación en diversos órdenes o planos de la realidad. Mientras la filosofía profana emplea un lenguaje analítico y racional, la metafísica, ciencia sagrada, usa un lenguaje sintético y espiritual: el simbolismo.
Como siempre, en los escritos de Guénon se desprende un carácter de ciencia exacta dada la rigurosidad de sus definiciones y conclusiones, empero, el incomparable arte intelectual del estilo guenoniano asegura más particularmente a sus textos la presencia discreta de ese elemento indefinible de misterio, de majestad profunda de las realidades, de belleza inefable de las significaciones y de perfección indudable de los fines, que es propio de los datos de la verdadera ciencia, aquella que él mismo ha enunciado y designado, precisamente con motivo de los estudios del simbolismo, como la “ciencia sagrada”.
El presente volumen reúne todos los artículos de René Guénon que tratan especialmente sobre símbolos tradicionales. Esta ciencia simbólica por él explicada constituye un tesoro único que permanecerá como un monumento indeleble de la intelectualidad sagrada.

ÍNDICE

Estudio preliminar9
Obras de René Guénon37
Bibliografía38
Nota del traductor41
Introducción45
El simbolismo tradicional y algunas de sus aplicaciones generales
I.- La reforma de la mentalidad moderna60
II.- El verbo y el símbolo66
III.- El Sagrado Corazón y la leyenda del Santo Graal72
IV.- El Santo Graal83
V.- Tradición e “inconsciente”97
VI.- La ciencia de las letras (‘Ilmu-l-hurûf)102
VII.- El lenguaje de los pájaros109
Símbolos del centro y del mundo
VIII.- La idea del centro en las tradiciones antiguas115
IX.- Las flores simbólicas127
X.- El triple recinto druídico132
XI.- Los guardianes de Tierra Santa139
XII.- La tierra del sol149
XIII.- El zodiaco y los puntos cardinales156
XIV.- La Tetraktys y el “cuadrado de cuatro”161
XV.- Un jeroglífico del polo167
XVI.- Los “cabezas negras”171
XVII.- La letra g y el svástika175
Símbolos de la manifestación cíclica
XVIII.- Algunos aspectos del simbolismo de Jano181
XIX.- El jeroglífico de Cáncer189
XX.- Shet195
XXI.- Sobre la significación de las fiestas “carnavalescas”201
XXII.- Algunos aspectos del simbolismo del pez207
XXIII.- Los misterios de la letra Nûn213
XXIV.- El jabalí y la osa219
Algunas armas simbólicas
XXV.- Las “piedras del rayo”228
XXVI.- Las armas simbólicas233
XXVII.- Sayfu-l-islâm239
XXVIII.- El simbolismo de los cuernos245
Simbolismo de la forma cósmica
XXIX.- La caverna y el laberinto252
XXX.- El corazón y la caverna261
XXXI.- La montaña y la caverna266
XXXII.- El corazón y “el huevo del mundo”270
XXXIII.- La caverna y “el huevo del mundo274
XXXIV.- La salida de la caverna278
XXXV.- Las puertas solsticiales282
XXXVI.- El simbolismo del zodiaco entre los pitagóricos287
XXXVII.- El simbolismo solsticial de Jano293
XXXVIII.- Acerca de los dos San Juan298
Simbolismo constructivo
XXXIX.- El simbolismo de la cúpula303
XL.- La cúpula y la rueda309
XLI.- La puerta estrecha314
XLII.- El octógono319
XLIII.- La “piedra angular”324
XLIV.- “Lapsit exillis”339
XLV.- El-arkan345
XLVI.- “Reunir lo disperso”350
XLVII.- El blanco y el negro355
XLVIII.- Piedra negra y piedra cúbica358
XLIX.- Piedra bruta y piedra tallada362
Simbolismo axial y simbolismo de pasaje
L.- Los símbolos de la analogía367
LI.- El “árbol del mundo”,372
LII.- El árbol y el vajra377
LIII.- El “árbol de vida” y el licor de inmortalidad380
LIV.- El simbolismo de la escala384
LV.- El “ojo de la aguja”388
LVI.- El paso de las aguas391
LVII.- Los siete rayos y el arco iris 394
LVIII.- Ianua caeli 400
LIX.- “Kála-mukha”405
LX.- La luz y la lluvia410
LXI.- La cadena de los mundos415
LXII.- Las “raíces de las plantas”425
LXIII.- El simbolismo del puente431
LXIV.- El puente y el arco iris435
LXV.- La cadena de unión440
LXVI.- Encuadres y laberintos443
LXVII.- El “cuatro de cifra”449
LXVIII.- Ligaduras y nudos454
Simbolismo del corazón
LXIX.- El corazón irradiante y el corazón en llamas459
LXX.- Corazón y cerebro465
LXXI.- El emblema del sagrado corazón en una sociedad secreta americana477
LXXII.- “El ojo que lo ve todo”483
LXXIII.- El grano de mostaza487
LXXIV.- El éter en el corazón496
LXXV.- La ciudad divina504
Anexo I.- Noticia complementaria del capítulo XXXI510
Anexo II519
Anexo III522

Estudio preliminar
René Guénon, el ultimo metafísico de occidente

Descubrí a Guénon hace más de veinte años cuando llegó a mis manos la versión castellana de su Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes. Superados el asombro inicial y cierta indignación ante el tratamiento que merecía el pensamiento occidental en la obra del —para mí— desconocido autor, fui penetrando con creciente admiración en el nuevo continente espiritual que sus libros extendían ante mis ojos. Fue un deslumbramiento, como el “thaumázein” en el que Platón y Aristóteles (y ahora también Heidegger) vieron el origen del filosofar.
Muchos años después, comprobaba que una impresión análoga había experimentado Luc Benoist: “abrí por azar un libro firmado por el nombre desconocido de René Guénon. Desde las primeras páginas, sentí que me aportaría lo que yo buscaba. Fue el mensajero de la felicidad; yo había comprendido y, para algunos, comprender es la felicidad”.
Súbitamente, al solo influjo de los libros de Guénon, se ordenaban y jerarquizaban intelectualmente en mi mente las innúmeras lecturas que había devorado sobre temas hierológicos y de filosofía oriental desde la adolescencia. Intenté, con escaso eco, transmitir a otros los motivos intelectuales de mi deslumbramiento en un estudio analítico sobre ese libro que aún hoy —después de haberse publicado su opera omnia., incluyendo sus libros póstumos— es una obra clave para penetrar en el pensamiento guenoniano.
Desde ese momento, dediqué mis mayores afanes a la búsqueda de sus libros primero y de los números no agotados de la revista que dirigió hasta su muerte, Etudes Traditionnelles. Desaparecido Guénon en 1950, después de haber leído todas sus obras, adquirí sucesivamente los cinco libros póstumos, el último de los cuales apareció en 1966; en total, 23 tomos y más de trescientos artículos, muchos de ellos recogidos en la obra póstuma.
Al aparecer en 1952 Initiation et réalisation spirituelle, el primero de sus libros publicados después de su muerte, escribí en la revista Logos de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, un nuevo artículo titulado Teoría y práctica de la realización metafísica, que me dejó un sentimiento de frustración, no solo por la indiferencia de los supuestos lectores sino por experimentar la íntima convicción del carácter inacabado de mi tentativa de hacer conocer a Guénon en la Argentina. No sé si mi siempre postergado propósito de escribir un estudio completo sobre Guénon obedeció a las circunstancias de la vida académica argentina que a menudo nos lleva por caminos intelectuales distintos de los que íntimamente deseamos recorrer, o si —como reiteradamente ha advertido Guénon— es imposible sistematizar la metafísica sin desnaturalizarla fundamentalmente.
Dos años después (en 1954), apareció la versión castellana de El teosofismo. Historia de una pseudorreligión y, hace un par de años, La crisis del mundo moderno. Ninguno de los tres libros de Guénon publicados en la Argentina (los únicos traducidos a nuestra lengua) incluía la menor noticia acerca del autor y su obra. Esta omisión es tanto más grave desde que cada una de estas obras corresponde a un aspecto distinto de la producción guenoniana.
Esta ignorancia generalizada de la obra de Guénon en los medios cultos argentinos se extiende también a los niveles académicos y, lo que es más asombroso, incluso a nuestras facultades de filosofía. Esta insólita situación no es excepcional, sino, a lo sumo, un caso particular de un fenómeno muy general que se verifica en el mundo entero.

La conspiración del silencio
Mucho menos peligroso y comprometedor que enfrentar en el campo de la polémica a un adversario de la erudición y la penetrante inteligencia de Guénon, es correr sobre su nombre y su obra un velo de silencio. La consigna parece haber sido no discutirlo y, por supuesto, tampoco citarlo. Ésta ha sido la actitud más corriente de quienes tenían la obligación de expedirse acerca de una obra intelectual cumplida a lo largo de treinta años.
Múltiples son las razones de esta permanente hostilidad hacia el hombre y su obra y entre esas razones las hay de orden personal y general. Las primeras no pueden haber sido numerosas ni importantes, porque quienes le conocieron elogiaron sin reservas su natural bonhomía y su generosidad y, además, los veinte últimos años de su existencia transcurrieron en su voluntario exilio de El Cairo. Veamos algunas de las razones de orden general:
1) Su implacable crítica a la civilización occidental y, en particular, al mundo moderno, intolerable para los representantes del “modernismo”. A pesar de la resistencia pasiva de los orientalistas oficiales, las obras que consagró al análisis del mundo moderno influyeron en dos autores: Daniel Rops y Ananda Coomaraswamy; el primero escribió un libro cuyo título revela el influjo guenoniano, Un mundo sin alma, y el segundo un ensayo titulado Sabiduría oriental y conocimiento occidental, publicado originariamente en Isis XXIV, Part 4, 1943 y recogido después en el volumen titulado The Bugbear of Literacy (London, Dennis Dobson Ltd., 1947). En un trabajo inédito titulado La crisis del mundo moderno: Heidegger y Guénon, lanzamos la hipótesis de una influencia de Guénon sobre Heidegger, basándonos en las sorprendentes coincidencias entre las ideas enunciadas por el primero en sus libros ya mencionados y los conceptos del segundo formulados en La época de la imagen del mundo, trabajo incluido en la obra Holzwege.
2) Su denuncia del cientificismo de nuestro tiempo —al que llamó “el reino de la cantidad”— como resultante del carácter anormal (por “no decir monstruoso” —agregaba— ) de la civilización occidental.
3) Sus estudios sobre el neoespiritualismo contemporáneo, sobre todo sobre el teosofismo y el espiritismo.
4) Su aristocracia espiritual reflejada en la tesis de que la salvación de Occidente requiere la formación de una élite intelectual, que provocaría la reacción de quienes han sido fascinados por la industria, la tecnología y la divulgación científica con sus medios masivos de comunicación.
5) Su crítica al orientalismo oficial y a sus métodos (la erudición, el método histórico y la filología), considerados como deformadores del auténtico pensamiento de Oriente.
6) Sus estudios sobre la masonería tradicional (que perdió a partir del siglo XVIII su carácter operativo para convertirse en masonería especulativa) en los que criticó duramente el progresismo y el culto de la razón que priva en las modernas organizaciones masónicas.
7) Sus estudios sobre los aspectos esotéricos del cristianismo y su tesis de que la Iglesia católica podía constituirse en el medio adecuado para realizar en su seno el reencuentro de Occidente con los principios trascendentes tradicionales. Su prédica para que el catolicismo recupere su perdida dimensión metafísica (esotérica) suscitó reacciones en el modernismo católico hasta el punto de obligarle a interrumpir su labor en la revista católica Regnabit.
8) Sus estudios sobre el simbolismo tradicional de Oriente y Occidente —reunidos posteriormente en sus libros El simbolismo de la cruz y Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, incomprensibles para los hombres de una época que ha perdido la “mentalidad simbólica”.

Vida y muerte de un gurú
En un texto inédito de 1927, el surrealista René Daumal escribía: “René Guénon, nada sé de vuestra vida propiamente humana”. Era “uno de esos seres infinitamente raros que jamás dicen ‘yo’” —confesó su amigo González Truc—.
Creo que solo en 1951 —a través del artículo de Paul Chacornac La vie simple de René Guénon se conocieron algunas circunstancias de su vida que, hasta entonces, no habían trascendido el círculo de sus amigos. Sólo dos artículos se publicaron en “oscuras revistas” durante su existencia.
¿Quién fue René Guénon? No fue un orientalista, a pesar de que nadie como él conoció el pensamiento de Oriente, ni un historiador de las religiones, no obstante haber realizado un profundo análisis de la religión desde su primer libro y revelado en toda su obra un dominio inusitado de los temas hierológicos; tampoco fue un sociólogo ni un filósofo de la historia, como podría inferirse de los libros que dedicó al análisis del mundo moderno, ni siquiera un ocultista, como pretenden quienes lo han leído oblicuamente. Podríamos llamarlo metafísico, siempre que —como dice Chacornac y aclaró varias veces él mismo— no se asigne a esta denominación el sentido que tiene en los manuales de filosofía occidental. Mejor aún, puede afirmarse que fue un “gurú” —como dijo Coomaraswamy— o “un gran jñanin” como propuso llamarlo Marco Palis.
Servidor de la verdad, Guénon afirmó una y otra vez que, desde el punto de vista metafísico, las individualidades no cuentan y él fue fiel a este principio toda su vida: el hombre se retiraba para dejar paso a la obra, porque “sólo interesa el conocimiento”. G. Remond lo describe así: “Me encontré frente a un hombre frágil, muy delgado —magro como un arpa, hubiera dicho Saadi—, muy blanco, de ojos muy azules, vestido sencillamente con una túnica y calzado con babuchas, extremadamente refinado pero muy silencioso”.
La existencia de quien tomaría el nombre árabe de Abdel Wahed Yahia (que significa “el servidor del Único”) comenzó un 15 de noviembre de 1886. Sus padres, muy católicos, lo hicieron bautizar en la Iglesia de San Saturnino; el 7 de junio de 1897 tomó la primera comunión. Desde niño tuvo una salud delicada y, quizás por eso, su tía —maestra en una escuela de Blois— le enseñó las primeras letras. A los doce años ingresó a una escuela secundaria dirigida por sacerdotes, donde estudió durante tres años. En 1902 entró al Colegio Augustin-Thiéry como alumno de retórica. Varias veces premiado como el mejor estudiante de su curso, siendo alumno de filosofía —en 1903— la Sociedad de Ciencias y Letras de Blois le discernió un nuevo premio. Luchando siempre con su precaria salud, ese mismo año se graduó de bachiller. Al año siguiente, se inscribió en el curso de Matemáticas Especiales, mereciendo la más alta recompensa: la medalla otorgada por la Asociación de Ex Alumnos de la institución. Aconsejado por sus profesores se dirigió a París con la intención de obtener el título de Licenciado en Matemáticas, pero la fragilidad de su salud le impidió cursar regularmente los estudios universitarios, los que abandonó definitivamente en 1906.
Desde su llegada a París, y durante veinticinco años, Guénon vivió en un pequeño departamento, lejos del ruido y la multitud, en el 51 de la calle Saínt-Louis-en-L’Ile. Conducido por un amigo, ingresó en la Escuela Hermética, dirigida por el doctor Gérard Encausse, más conocido por el seudónimo de Papus. Desde ese año (1906) hasta 1909, recorrió las vías muertas de las diversas organizaciones neoespiritualistas. Al término de su experiencia, publicó un artículo en la revista La Gnose titulado La gnosis y las escuelas neoespirítualistas, cuyas conclusiones pueden sintetizarse en este lapidario juicio: el error del neoespiritualismo consiste en no trascender el nivel fenoménico y en trasladar a un plano pseudoespiritual los métodos y los principios materialistas de la ciencia ordinaria.
En su libro ya citado La vie simple de René Guénon (p. 36) refiere Chacornac que, después de su ruptura con el ocultismo, fue admitido en una logia masónica en la que permaneció hasta 1914. En 1909, había entrado a la Iglesia Gnóstica donde fue consagrado obispo con el nombre de “Palingenius” y, aproximadamente ese mismo año, conoció a dos hombres que habrían de desempeñar un papel importante en su formación intelectual: Léon Champrenaud y Albert de Pourvourville. El primero, conferenciante en la escuela de Papus, se alejó tempranamente de la Escuela Hermética y el segundo había recibido la iniciación taoísta con el nombre de Matgioi.
En esa época, Guénon fundó la revista La Gnose que, a partir del número 4, recibiría el apoyo de Champrenaud y Matgioi. En esta revista se publicó el que parece haber sido el primer trabajo de Guénon, El Demiurgo (muy posteriormente reeditado por la revista Etudes Traditionnelles, en su número de junio de 1951). Gran parte de sus libros El simbolismo de la cruz, El hombre y su devenir según el Vedanta y Los principios del cálculo infinitesimal fueron publicados previamente en forma de artículos en La Gnose, revista que dejó de aparecer en 1912.
¿Dónde había adquirido Guénon esos conocimientos que lo convirtieron a los veintitrés años en un gran metafísico? André Préau atribuyó su precoz formación metafísica a una enseñanza oral recibida directamente de maestros orientales, lo que confirmó Chacornac en su libro ya citado.
En 1912 se producen en su vida dos hechos fundamentales: contrae matrimonio y recibe la iniciación islámica. El testimonio de esta conversión ha quedado impreso en la dedicatoria de su libro El simbolismo de la cruz: “A la memoria venerada de ESH-SHEIKH ABD-ER-RAHMÁN ELISH EL-KEBIR El-Alim El-Malkí El-Maghribí, a quien debo la primera idea de este libro” (el libro fue publicado en 1931, pero, por una carta, se conoce la fecha de su iniciación).
De familia tradicionalmente católica, él mismo integrado en esa religión y habiendo manifestado que la Iglesia católica es la única institución religiosa de Occidente que podría servir de base para una recuperación espiritual del Occidente, cabe preguntarse por qué se convirtió al islamismo. Por otra parte, su obra se basa en la Tradición unánime e intemporal, pero cuando tuvo que recurrir a datos tradicionales específicos abrevó con mayor frecuencia en la tradición hindú que en las otras. ¿Por qué, entonces, no eligió el hinduismo?
Las motivaciones de su decisión —como las de tantas otras actitudes de su vida —han permanecido en la sombra. Chacornac y Sérant han pensado que el islamismo estaba más próximo a Guénon que el taoísmo o el hinduismo y que significó para él una especie de término medio entre la blandura occidental y el rigor del Oriente. Por lo demás, un insalvable escollo para su conversión al hinduismo puede haber sido la institución de las castas.
Obligado a ganarse la vida, durante los años 1914 y 1919 ejerció la docencia en diversas instituciones, desempeñándose principalmente como profesor de filosofía. En 1922 —ya había publicado dos libros, la Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes y El Teosofismo— conoce a Paul Chacornac, quien relató así sus impresiones: “Uña mañana vimos entrar a nuestro negocio de Quai-Saint Michel a un hombre muy alto, delgado, moreno, que aparentaba unos 30 años, vestido de negro, con el clásico aspecto del universitario francés Su rostro alargado, subrayado por un fino mostacho, era aclarado por los ojos singularmente azules y penetrantes, que daban la impresión de ver más allá de las apariencias.” (Obra citada, pág. 63-64).
Cuando Chacornac acudió a la casa de Guénon para adquirir libros y folletos neoespiritualistas de los que Guénon quería deshacerse, lo describió así: “El interior era de una simplicidad extrema, que concordaba perfectamente con la sencillez del hombre mismo.” En una de las paredes había un cuadro de una mujer hindú y, sobre la chimenea, un extraño reloj masónico; completaban la decoración un piano y una gran biblioteca colmada de libros.
De la misma época es la imagen que ha conservado González Truc: “sentado en un puf frente a la chimenea, su alta talla y su largo rostro le daban un aire oriental perfectamente apropiado a su filosofía”. Su conversación era seria, sin ser nunca aburrida, antes al contrario, resultaba apasionante; Guénon la matizaba con una grave ironía o un entusiasmo contenido. Estando en su compañía, “insensiblemente se abandonaba este mundo para entrar en el mundo verdadero, pasando de la representación al principio”.
Desde 1924 hasta 1929, Guénon vivió de sus lecciones de filosofía. En 1925, el arqueólogo y simbolista cristiano Louis Charbonneau-Lassay lo introdujo en la revista Regnabit que dirigía el R. P. Anizan. Ese mismo año, pronunció su primera y única conferencia en la Sorbona sobre La metafísica oriental, cuyo texto se publicaría sólo en 1939.
Desde 1928 data su colaboración regular en la revista Voile d’Isis, editada por Chacornac, la que, a partir de 1933, cambiaría su nombre por el de Etudes Traditionnelles que ha conservado hasta hoy, publicándose sin interrupción. Voile d’Isis se definía a sí misma como “revista mensual de alta ciencia” cuya finalidad era “el estudio de la Tradición y de los movimientos espiritualistas antiguos y modernos”; Etudes Traditionnelles definió su objetivo como “el estudio de la Tradición Perpetua y Unánime revelado tanto por los dogmas y los ritos de las religiones ortodoxas como por la lengua universal de los símbolos iniciáticos”.
En 1930 parte hacia Egipto con la misión de buscar textos sufíes; habiéndose adaptado a los usos y costumbres de su nueva patria y hablando el árabe a la perfección, todos lo conocían por su nuevo nombre Sheik Abdel Wahed Yahia. En El Cairo publicó artículos en la revista El Marifah (El Conocimiento), redactados por él en lengua árabe. En 1928 había enviudado; en 1934 volvió a contraer matrimonio, esta vez con la hija mayor del Sheikh Mohámmed Ibrahim. Desde la blanca casa donde vivía —cuenta Chacornac— se divisaban las grandes pirámides; en su gabinete de trabajo se leía esta frase en árabe “Allah es Allah y Mohámmed es su Profeta”. La pequeña pieza que le servía de oratorio estaba orientada hacia La Meca.
El doctor Abdel Halim Mahmoud relata en su libro, escrito en árabe, El filósofo musulmán René Guénon o Abdel Wahed Yahia, su encuentro con Guénon en una mezquita: “Comenzó a murmurar como para sí y a sacudirse; poco a poco, sus palabras se hicieron audibles y sus movimientos se intensificaron. Finalmente, se fue hundiendo, hasta abismarse, en el ‘dhikr’. Tuve que despertarlo; entonces, lo sacudió violentamente un escalofrío. Pensé que regresaba de lejanas e ignotas regiones.” (y. Chacornac, op. cit., p. 108.)
En 1948 obtuvo, a su pedido, la nacionalidad egipcia y un año después tuvo la alegría de ver nacer a su primer hijo varón (tenía ya dos hijas mujeres). En diciembre de 1950 el doctor Katz, su médico y amigo, lo asistió de unas ulceraciones en la pierna derecha. Superado ese problema se presentaron síntomas de afasia y apraxia y, a los pocos días, graves trastornos cardíacos. El 7 de enero de 1951, a la hora 23, después de haber repetido varias veces “En-nafs jalas” (¡E1 alma se va!), murió Guénon; sus últimas palabras fueron: ¡Alláh, Alláh!
El doctor Katz no supo explicar de qué había muerto pues ningún órgano estaba especialmente enfermo. “El alma partió misteriosamente” —dijo—. Lejos de su Francia natal, de sus amigos de París, en un medio intelectual que no parece haberlo comprendido mucho, muere este cristiano convertido al islamismo, en El Cairo, donde transcurrieron los veinte últimos años de su existencia. En el cementerio de Darassa (en la bóveda de su suegro) yace el cuerpo de Guénon sobre la arena, “con el rostro vuelto hacia La Meca”.

Los signos de los tiempos
Guénon acostumbraba decir que él no existía; tan grande era su deseo de desvanecerse detrás de su obra, que no consideraba propia más que en la medida en que vehiculizaba ideas metafísicas universales. En una carta dirigida a Schuon, le decía humildemente: “No tengo otro mérito que el de haber expresado, lo mejor que pude, algunas ideas tradicionales”.
Si bien la elección y el desarrollo de sus temas tuvieron siempre una intención metafísica, creo que el orden de su publicación obedeció a las condiciones cíclicas que fue detectando lúcidamente durante su vida. Por eso, si examinamos los temas de sus libros y sus artículos desde una perspectiva metafísica, advertiremos tras la apariencia circunstancial de los títulos un hilo secreto que los une misteriosa pero firmemente. Desde este punto de vista, pueden descubrirse en la obra guenoniana tres grandes temas: 1) la crítica del mundo moderno; 2) la doctrina metafísica y 3) los estudios simbólicos.
Comenzaremos por el primero, que hemos titulado “los signos de los tiempos” recogiendo una expresión que aparece en el título de uno de sus libros. A pesar de que el historiador y crítico literario González Truc se atribuyó la paternidad de la idea matriz del libro La crisis del mundo moderno, creo que el germen de las obras en las cuales llevó a cabo su tremenda crítica de la edad contemporánea ya estaba implícito en la Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes. Incluso, en la conclusión de este libro, formula una seria advertencia al Occidente acerca del inminente riesgo de autoaniquilación al que está cada vez más expuesto, mostrando cuáles son los caminos posibles para su salvación: 1) que Occidente retorne a las fuentes metafísicas de su propia tradición; 2) que Oriente, para salvarlo, lo asimile de grado o por fuerza. La tercera posibilidad es que Occidente desaparezca sumido en la peor barbarie.
La voz de Guénon no fue la única que se dejó oír para anatematizar la civilización occidental, pero no creo que nadie como él haya descubierto las raíces cosmológicas y metafísicas de la crisis del mundo moderno. Su análisis tiene en cuenta los dos aspectos esenciales del problema; 1º) el examen de los caracteres de la modernidad y de las causas de la decadencia; 2º) el análisis y la critica del neoespiritualismo contemporáneo. El primer aspecto es estudiado en La crisis del mundo moderno, Oriente y Occidente y el Reino de la cantidad y los signos de los tiempos; el segundo en El teosofismo y El error espirita.
Para descubrir esas causas —dice— hay que remontarse al siglo XIV: con la destrucción de la Orden del Temple se perdió el nexo que conectaba al Occidente con el Oriente tradicional. Occidente no es solo un apéndice geográfico de Asia sino que lo es ontológica y cosmológicamente. Oriente es el tronco y el Occidente moderno una rama que se ha ido alejando más y más de aquél.
Oriente (se entiende siempre el Oriente tradicional y no el occidentalizado) es unidad doctrinaria, tradición, intelectualidad; Occidente (el Occidente moderno, no el medieval) es dispersión, racionalismo, sentimentalismo. En su libro Oriente y Occidente (ya citado) —publicado en 1924— empieza por analizar los métodos caros al Occidente, la erudición y la filología, mostrando sus limitaciones y los errores y falacias que implica su aplicación: la superstición de la vida y las ideas de evolución y progreso continuo. La segunda parte de esta obra está dedicada a presentar las soluciones que culminan en la hipótesis, ya mencionada, de la constitución de una élite occidental. La 2ª edición incluye un Addendum en el que Guénon advierte que la crisis está próxima a su culminación.
Tres años después, retorna el tema de la crisis de la civilización occidental en la obra ya mencionada La crisis del mundo moderno. Aplica su conocimiento de la teoría de los ciclos cósmicos, identificando nuestra época como la edad sombría o Káli-Yuga llamada también edad de hierro, correspondiente a la cuarta etapa de un ciclo completo de vida humana o Manvántara (esta expresión está tomada del Atharva Veda). Tsong-Khaya, fundador de la orden de los “Bonetes amarillos” (Gélougpa) —a la que pertenece el Dalai Lama— distinguía en el seno mismo del Káli-Yuga una quinta etapa cíclica que denominó “Edad de la creciente corrupción”, correspondiente a la última fase de la edad sombría, es decir, a la edad contemporánea, según la opinión de Guénon.
El origen histórico del Káli-Yuga coincide con la producción de grandes cambios en casi todos los pueblos, los que tienen lugar aproximadamente en el siglo VI a. C.: en China, se quiebra la unidad metafísica del taoísmo —que es la doctrina metafísica pura— y aparece el confucianismo, que es su expresión exotérica; en Persia, tiene lugar una readaptación del mazdeísmo; en la India nace el budismo que, en algunas de sus ramas, es una rebelión contra los principios metafísicos del hinduismo y, en Grecia, empieza la filosofía que coincide con la muerte del orfismo y la readaptación de los misterios tradicionales de naturaleza originariamente esotérica y metafísica.
Desde ese momento histórico —el siglo VI a. C.—, prosigue el proceso de decadencia continua caracterizado por un alejamiento cada vez mayor de los principios metafísicos y traducido en signos cada vez más numerosos y elocuentes de la degradación cosmológica. Sin embargo, si bien no es posible cambiar el signo de los tiempos, cabe retardar la velocidad de la “caída”. Y esto es lo que parece haber ocurrido en la Edad Media occidental (la que se extiende desde el reinado de Carlomagno hasta el origen del siglo XIV), único período normal —en el sentido cosmológico y metafísico del término— de Occidente. Esta unidad tradicional se quebrará con el Renacimiento y la Reforma. El primero exalta el humanismo y en éste ya está implícito uno de los caracteres más notables de nuestro tiempo: el laicismo.
Una civilización normal implica el equilibrio entre el conocimiento y la acción y la dependencia de ésta con respecto a aquél. El mundo moderno muestra la acción por la acción misma y un desprecio creciente por el conocimiento, sin comprender que sin éste ni la acción es posible porque el conocimiento opera como el “motor inmóvil” de Aristóteles. Estos conceptos serían desarrollados en un libro que publicó dos años más tarde: Autoridad espiritual y poder temporal. En la conclusión de La crisis… retoma una vez más su acariciado anhelo de la constitución de una élite intelectual en Occidente pero, esta vez, piensa que, sin ser imprescindible, sería conveniente que la élite contara con un apoyo institucional. Solo hay una institución tradicional en Occidente, que puede cumplir esta misión —dice— y ésta es la Iglesia católica.
Para que la Iglesia lleve a cabo la misión a la que está destinada deberá restituir a la doctrina el sentido esotérico y metafísico que ella posee, sin cambiar en absoluto la forma religiosa. En su libro Aperçus sur l’Initiation llegó a afirmar que es posible que aún sobrevivan en Occidente algunos grupos del hermetismo medieval.
En El reino de la cantidad y los signos de los tiempos se describen minuciosamente las categorías cosmológicas del Káli-Yuga, como un reflejo de las leyes cíclicas del último período de nuestro Manvatara. De este modo se desarrolla y completa el tema planteado en los libros anteriores.

El mico de Dios
En un trabajo inédito, que expuse el año pasado en el Instituto Goethe de Buenos Aires, titulado La crisis del mundo moderno: Heidegger y Guénon, califiqué los estudios guenonianos sobre el mundo moderno como una metafísica de la historia. En mi libro Fundamentos de la filosofía de la ciencia me he ocupado de los niveles teóricos de la historia: 1) historiografía; 2) epistemología de la historia; 3) filosofía de la historia; 4) teología de la historia y 5) metafísica de fa historia. Pero, para tener una visión completa del “modernismo”, la imagen de un mundo en disolución debe ser integrada con el estudio de uno de los signos más siniestros de nuestro tiempo: la pseudorreligiosidad. Esa tarea es cumplida por Guénon a través de dos libros: El teosofismo y El error espirita (ya citados).
En la 4ª parte de su libro Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes —libro que es como un programa de la producción bibliográfica guenoniana— se ocupó del teosofismo llamándolo “pseudorreligión”. En la última de las notas adicionales redactadas para la segunda edición de El teosofismo, su autor declara que la idea de publicar ese libro le había sido sugerida por hindúes, quienes, además, le proporcionaron gran parte de la documentación que utilizó en la preparación de la obra.
El germen del libro fue una serie de artículos que aparecieron en la Revue de Philosophie (el propio Guénon aclara que no se trata de la revista académica Revue Philosophique). Chacornac (véase, su obra ya citada, p. 53) opina que, la rica información usada para la redacción de El teosofismo fue reunida por un enigmático personaje llamado Hiran Singh, que firmaba con el seudónimo de “Swami Narad Mani”. Singh había escrito una serie de violentos artículos contra la Sociedad Teosófica.
La intención de El teosofismo —una de las pocas obras en la que Guénon usa el método histórico— es demostrar, con el apoyo de una documentación irrebatible, que las doctrinas propagadas por la Sociedad Teosófica son invenciones occidentales, expresadas en un lenguaje mechado de palabras hindúes mal traducidas y peor comprendidas. Introduce la expresión “teosofismo” para distinguir la pseudorreligión inventada por Madame Blavatsky de la teosofía tradicional constituida por las doctrinas religiosas, místicas y esotéricas de base cristiana (Boehme, Gichtel, William Law, Swedenborg, Claude de Saint-Martin).
Las ideas básicas del teosofismo son nociones corrientes en el mundo moderno: evolución, progreso, materialismo. El lenguaje teosófico contiene expresiones extraídas del hinduismo y deformadas semánticamente. El concepto hindú de karma, por ejemplo, es llamado por Blavatsky “ley de retribución” y por el teosofista Sinnet “ley de causalidad ética” y entendida por ambos como una especie de justicia inmanente, interpretación que, por supuesto, nada tiene que ver con la concepción hindú. Más aún, los teosofistas ligan la idea de karma con la reencarnación, con lo que tampoco nada tiene que ver: karma significa, en sánscrito, acción y, por extensión, acción ritual.
Inicialmente espiritista (fue medium en El Cairo durante los años 1870-72) y apóstata luego del espiritismo, Madame Blavatsky vivió rodeada del fraude y la mentira, empezando por sus viajes a la India y el Tibet, puramente imaginarios, y siguiendo por la leyenda de los “Mahatmas” tibetanos a quienes atribuía la producción de inexistentes fenómenos paranormales. Esta desconcertante mujer, cuya vida estaba signada por la paradoja, se encargó de confesar más tarde la superchería, escribiendo a Solovioff (que la sorprendió más de una vez en fraude): “Diré y publicaré en el Times y en todos los diarios que el Maestro (Morya) y el “Mahatma Koot Hoomi” son tan solo producto de mi propia imaginación, que yo los inventé.” Por su parte, el doctor Charles Richet la desenmascaró en una carta dirigida a Solovioff en la que le decía que no era más que una “embaucadora y una hábil prestidigitadora”.
El teosofismo mal esconde, tras una apariencia religiosa, una actitud fundamentalmente anticristiana y antijudía, actitud que era compartida por el orientalista Burnouf, aliado de los teósofos y considerado por éstos “una brillante inteligencia”.
En 1893 tuvo lugar en Chicago el Parlamento de las Religiones, en el que, además de los teósofos, participó Vivekananda, quien desnaturalizó el Vedanta (fue un discípulo infiel de Ramakrishna) llevado por su intención de adaptarlo a la mentalidad occidental. Surgió, así una nueva forma de pseudorreligión: el vedanta occidentalizado, con templos, misiones y adeptos en todo el mundo, incluso en nuestro país. Por otra parte, como se publicaban y aún se publican libros teosóficos en la India (donde el teosofismo ha instalado “sucursales”), se produce una extraña mezcla de orientalismo-teosofismo-vedanta occidentalizado.
Mme Besant, continuadora de la Blavatsky, se constituyó en tutora de un joven hindú a quien elevó a la categoría de Buda en potencia y rebautizó Alción o Nizar, cuyo verdadero nombre era Krishnamurti. Hijo de un teosofista, Krishnamurti escribió a los diecisiete años un libro titulado A los pies del maestro, objeto de gran admiración por sus adeptos pero que —a juicio de Guénon, que nosotros compartimos plenamente— es una simple colección de preceptos morales sin gran originalidad. Presentado como “el segundo Cristo” (sic), finalmente su padre, harto de tanto fraude y escándalo, reclamó ante la justicia su devolución.
Hay dos maneras de negar la religión, una pasiva y otra activa; la primera consiste en la decadencia de la religiosidad y la segunda en su perversión. La decadencia de la religión es un debilitamiento; por ejemplo, una reducción del número de fieles y una disminución de la influencia de aquélla sobre el mundo y los hombres. La perversión es la inversión total de la intención y el sentido. Lord Northbourne concluye que la decadencia implica pérdida de poder y la perversión abuso de poder.
Las pseudorreligiones son caricaturas siniestras de las religiones; el teosofismo y el espiritismo son perversiones de la religión, favorecidas por la decadencia religiosa que les ha- preparado el camino. Se parecen a sus modelos, como un simio se asemeja al hombre o como el Diablo a Dios: son su imagen invertida. Por eso son difíciles de desenmascarar, por su caricaturesca semejanza con el original.
En su libro El reino de la cantidad y los signos de los tiempos (op. cit.), Guénon dice que las pseudorreligiones ofrecen la ilusión de una “espiritualidad al revés”. A ellas se llega insensiblemente, porque la desviación es una cuestión de grado: del humanismo y el racionalismo al mecanicismo y de éste al materialismo. Una degradación continua cuyo término es la subversión. Por eso, Guénon destaca que las pseudorreligiones son trágicas parodias de la espiritualidad en la que se descubre la huella indeleble de Satán, el mico de Dios, es decir el espíritu de negación y de mentira.
Dos importantes motivos impulsaron a Guénon a escribir El error espirita. 1º) la gran difusión del espiritismo y 2º) el peligro de las prácticas a las que se entregan sus adeptos. El espiritismo nació en 1848, en Hydesville, Estado de Nueva York, en una casa donde acababa de instalarse la familia Fox y en la que comenzaron a producirse extraños fenómenos: misteriosos ruidos e inexplicables desplazamientos de objetos, como los que ocurren en las “casas encantadas”. Atribuyendo la producción de estos fenómenos a un “espíritu”, construyeron un código convencional —llamado “telégrafo espiritual”— mediante golpes que simbolizaban palabras. Estas prácticas, consistentes en “diálogos” con los “espíritus”, fueron denominadas “Modern Spiritualism”, primero, y “Spiritualism”, después; la denominación “espiritismo” fue inventada en Francia.
El espiritualismo, espiritismo o doctrina espiritista, nació, en cierto modo, como una reacción ante el materialismo del siglo XIX, pero, además de “combatir un error con otro error” —como dice Guénon— es, en su esencia, un materialismo transpuesto. Una de las ideas básicas del espiritismo —cuya doctrina fue codificada por Allan Kardec— es la de reencarnación. La hipótesis reencarnacionista fue formulada por primera vez por Lessing en el siglo XVIII. La reencarnación, que no fue enseñada jamás en la India tradicional ni en ningún país del Oriente, es una invención occidental. Nada tiene que ver ni con la teoría oriental de la transmigración ni con la noción órfico-pitagórica de metempsicosis.
Los postulados del espiritismo son: la posibilidad de comunicarse con los “espíritus” de los muertos por medios naturales y la aceptación de una acción de los “espíritus” sobre la materia produciendo fenómenos físicos, como golpes, ruidos variados y desplazamientos de objetos. La acción se produce por intermedio de una persona viviente, poseedora de facultades especiales para oficiar de intermediario; por eso, se la llama “médium”. En la jerga espiritista de nuestro país, se los denomina “máquinas”.
Los mediums son, con harta frecuencia, simuladores (que a veces llegan a convencerse de la realidad de esos poderes que empezaron simulando), cuando no se trata de neuróticos, histéricos, psicóticos y epilépticos. Casi todos son enfermos, anormales y desequilibrados. Las prácticas espiritas, lejos de curar sus males, los agravan y los difunden favoreciendo por contagio psíquico el desequilibrio de otras personas proclives a trastornos de la personalidad. La mayoría de los mediums termina, con la salud quebrantada, en asilos de enfermos mentales. (Hace algunos años, mientras realizábamos un estudio sobre las afasias en el viejo Hospicio de las Mercedes, comprobamos que varios alienados habían concurrido a centros espiritistas y realizado las consabidas prácticas.)
En El error espirita son esclarecidos cuatro aspectos fundamentales del espiritismo: 1°) el problema de la comunicación con los muertos; 2º) la doctrina de la reencarnación; 3º) la cuestión del satanismo y 4º) la explicación de los fenómenos. El primer problema es inexistente porque los espíritus carecen de cuerpo y, en consecuencia, de órganos apropiados para la comunicación, como los sentidos, por ejemplo; el segundo es una deformación de los conceptos de metempsicosis y transmigración; el tercero es un problema que ocupó varias veces a Guénon (verbigracia en El reino de la cantidad y los signos de los tiempos) y en el que hay que distinguir a) un satanismo consciente y b) un satanismo inconsciente. Este último es el más frecuente, tanto entre los adeptos cuanto entre los dirigentes de los centros espiritistas. El diablo —dice— no solo es terrible, también es grotesco y pueril; y pueril y grotesco es el espiritismo. Por algo Baudelaire decía que la mayor habilidad del diablo consiste en hacernos creer que no existe. Finalmente, la explicación de los fenómenos —cuando no obedecen al fraude o a la patología mental— debe hacerse teniendo en cuenta el plano correspondiente: psicológico, psicopatológico, parasicológico o mágico.

Philosophia perennis et universalis
No es fácil exponer sistemáticamente el contenido de una producción como la de Guénon porque, a pesar del rigor de su método y de la precisión casi matemática de su expresión, ha sido elaborada al margen de todo espíritu de sistema. Y ello obedece al convencimiento de su autor de que sistematizar la metafísica equivale a desnaturalizarla. Schuon ha afirmado que se pueden estudiar cuatro grandes temas en su obra: la doctrina metafísica, los principios tradicionales, el simbolismo y la crítica del mundo moderno. Esta clasificación es aceptable siempre que se destaque que en la producción guenoniana hay un solo “protagonista”: la metafísica.
A pesar de los equívocos semánticos que ha suscitado un uso no siempre riguroso de la palabra “metafísica”, Guénon se decide a aceptarla restituyéndole su significación primitiva y etimológica: más allá de la física, y entendiendo la “física” tal como la interpretaban los antiguos, es decir, “ciencia de la naturaleza”. Desecha la palabra “Conocimiento”, de uso corriente en la India en lugar de “metafísica”, porque su empleo en Occidente induciría fácilmente a error.
Adoptado el término, se presenta un segundo problema, el de su definición. La dificultad se origina, ante todo, en que solo por analogía se puede hablar de un “objeto” metafísico. La metafísica —en el sentido guenoniano, que es el tradicional— se ocupa de lo universal, del conocimiento de los principios eternos y universales. Solo se puede definir lo que es limitado, ¿cómo definir, pues, lo esencialmente ilimitado? Una definición de la metafísica sería cada vez más inexacta a medida que nos esforzáramos por hacerla más precisa.
Por eso, la infinitud de su objeto analógico aconseja recurrir a términos de forma negativa, pues solo una doble negación puede sugerir la infinitud primordial, pues negar la finitud equivale a negar la negación de la infinitud.
Con respecto al origen de la metafísica, Guénon dirá lo que se afirma de los libros metafísicos del Vedanta: es de origen no-humano (apaurusheya). El modo de conocimiento es distinto del científico; éste es racional, discursivo, y siempre indirecto; aquél, en cambio es suprarracional, intuitivo e inmediato. Ahora bien, hay diversas formas de intuición, por ejemplo, hay una intuición sensible y una intuición intelectual. El órgano de conocimiento metafísico es la intuición intelectual pura.
La comunicación del conocimiento metafísico puede solo hacerse por medio de símbolos que sirven de apoyo a la intuición de los que meditan sobre ellos. No es por la razón (ratio), órgano limitado de conocimiento, sino por el intelecto puro (análogo al intelecto agente de Aristóteles) como se puede alcanzar lo universal.
El conocimiento metafísico es inexperimentable por estar “más allá del mundo físico”, pero tampoco es demostrable porque la universalidad de su “objeto” escapa a la razón individual. Hay un medio de prueba excepcional, único e intransferible: la realización metafísica, y un solo modo necesario para prepararse para ella: el conocimiento teórico y la concentración.
Pero la teoría es simbólica y virtual: solo la realización efectiva del conocimiento proporciona la certidumbre final. Ésta es la realización metafísica cuyo principio es la identificación por el conocimiento; como dice Guénon, un ser es todo lo que el ser conoce: “consiste en la toma de conciencia de lo que es de una manera permanente e inmutable, fuera de toda sucesión temporal o de cualquier otra naturaleza”.
La primera etapa de la realización metafísica consiste en la transmutación del individuo en el hombre verdadero, es decir en alcanzar, mediante el desarrollo de la individualidad integral, la restauración del estado primordial. El hombre verdadero adquiere el sentido de la eternidad; para él, la sucesión (aparente) de las cosas se ha transmutado en simultaneidad (real).
El estado primordial corresponde todavía al individuo humano; la segunda etapa de la realización se refiere a los estados suprahumanos (supra-individuales). El ser humano abandona el mundo de las formas, después de haber pasado por varios estados intermedios; el último de ellos es el ser puro o principio de la manifestación.
No se ha cumplido aún el objetivo final que es trascender el ser hasta alcanzar el estado absolutamente incondicionado, que implica la negación de la existencia relativa. Puede decirse que el ser está más allá de todos los estados, o también que los contiene a todos, o que ha alcanzado la liberación de todo condicionamiento: la unión con el Principio supremo.
En la Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes decía Guénon que el ser no es el más universal de todos los principios, por eso la metafísica aristotélica en la medida que estudia el ser en cuanto ser, no trasciende el plano ontológico. El ser, aun entendido como principio de la manifestación, no es infinito porque no coincide con la posibilidad total: fuera del ser, mejor dicho, más allá del ser, todavía hay las posibilidades de no-manifestación; el ser es, pues, la primera determinación. En El simbolismo de la cruz, en El hombre y su devenir según el Vedanta y principalmente en Los estados múltiples del ser, Guénon expone la teoría de los estados múltiples del ser.
Más allá del ser —en la no-manifestación— está el no-ser. El ser mismo, en la medida en que es el principio de la manifestación, no puede pertenecer a la manifestación, es decir, está en la no-manifestación. Además, hay en la no-manifestación lo manifestable antes de su manifestación y, por supuesto, lo no-manifestable, es decir, el no-ser, que es como el Supra-Ser, porque contiene al principio mismo del ser.
Aun cuando, usando una analogía, podríamos afirmar que el no-ser está más cerca del infinito que el ser, el infinito es el conjunto del ser y el no-ser. Ser y no-ser, considerados independientemente, no pueden ser infinitos porque se limitan mutuamente, es decir, se “finitizan” entre sí. La Posibilidad Universal, ilimitada, absolutamente incondicionada, es el infinito mismo.
En Los estados múltiples del ser se establece una analogía entre las relaciones no-ser-ser y silencio-palabra: así como el no-ser (lo no-manifestado) es el principio del ser (lo manifestado), el silencio es el principio de la palabra. Dicho de otro modo, el ser o la unidad no es sino el no-ser, o cero metafísico, afirmado; la palabra es el silencio expresado. Pero así como el no-ser es algo más —infinitamente más— que la unidad no-afirmada, análogamente, el silencio es algo más —infinitamente más— que la palabra no-expresada: es lo inexpresable.
Esta concepción de la metafísica como el conocimiento supremo, como una sabiduría no humana, eterna, inmutable e infinita (ilimitada) ha sido denominada por Ananda Coomaraswamy philosophia perennis et universalis porque es la herencia común de toda la humanidad sin excepción. Schuon prefiere la expresión religio perennis para evitar toda confusión posible con un sistema filosófico entendido como una mera “elaboración mental”.

La clave simbólica
Si la metafísica tiene por “objeto” el no-ser y, por eso, es el conocimiento de lo inexpresable, ¿cómo eludir la aporía de “expresar lo inexpresable”? No hay más que dos posibilidades, el uso de términos de forma negativa o el recurso al lenguaje de los símbolos. Encontramos al simbolismo como expresión del conocimiento metafísico —aunque esporádicamente— en la filosofía occidental; Platón, en los Diálogos, recurre con frecuencia a símbolos y mitos cuando intenta expresar ideas metafísicas y en dos de sus epístolas (la segunda y la séptima, sobre todo en esta última) alude directamente a la necesidad del lenguaje simbólico. Lo mismo hace Clemente en Stromata I.
En el capítulo VII de la 2ª parte de la Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, se echan las bases de una teoría del simbolismo metafísico, que se presenta profundizada y desarrollada en El simbolismo de la cruz y en Aperçus sur l‘initiation. El símbolo es la representación sensible de una idea; las palabras son también símbolos, por eso el lenguaje es un caso particular del simbolismo. El principio del simbolismo es la existencia de una relación de analogía entre la idea y la imagen que la representa. El símbolo sugiere, no expresa, por ello es el lenguaje electivo de la metafísica tradicional.
Su origen es no-humano y se basa en la correspondencia entre dos órdenes de realidades; tiene su fundamento en la naturaleza misma de los seres y las cosas, por eso —dice Guénon— la naturaleza toda es un símbolo. Símbolos y mitos no son simples recursos estilísticos sino, al contrario, formas indirectas, pero absolutamente auténticas, de traducción de la realidad última. La expresión griega paramythía designa etimológicamente a una prueba superior por medio de un mito, es decir, que el lenguaje mítico, como el simbólico, no es solo designativo sino también probatorio.
El símbolo no expresa ni explica, solo sirve de soporte para elevarse, mediante la meditación, al conocimiento de las verdades metafísicas. Su ambigüedad vela y revela la realidad y su carácter polisémico posibilita su interpretación en diversos órdenes o planos de la realidad. Por eso, cada ser humano penetra según sus aptitudes (calificación intelectual) en la intimidad del símbolo. La polisemia es el reflejo sensible universal de la unidad esencial del símbolo.
La pluralidad de sentidos incluida en cada símbolo se basa en la ley de correspondencia (analogía): una imagen sirve para representar realidades de diversos órdenes o niveles, desde las verdades metafísicas hasta las que son como “causas segundas” con respecto a aquéllas. Los diversos sentidos del símbolo no se excluyen, cada uno es válido en su orden y todos se completan y corroboran, integrándose en la armonía de la síntesis total.
Se suele sostener que la admisión del sentido simbólico de un texto equivale al rechazo de su significación histórica o literal. Este erróneo criterio obedece a ignorar el principio del simbolismo: la ley de correspondencia o analogía. Como se ha visto, cada cosa traduce, en su orden de existencia y según su modo propio, el principio metafísico que es su profunda razón de ser. Por ejemplo, la interpretación metafísica de un símbolo no excluye su significación histórica, más aún, ésta es una consecuencia de aquélla, pero esa relación de dependencia no la priva de su grado de realidad (el que corresponde a su orden).
Si —como se ha dicho— el lenguaje es un caso particular del simbolismo, ¿por qué usar símbolos especiales como expresión del conocimiento metafísico y no recurrir sencillamente al lenguaje filosófico? En primer lugar, el símbolo es la forma más adecuada para transmitir significados no conceptuales y, en segundo término, es sintético, en cambio el lenguaje es analítico. El simbolismo es intelectual (espiritual), el lenguaje es racional. Los símbolos no deben ser explicados sino comprendidos, hay que meditar sobre ellos para intuir espiritualmente el orden de realidad a la que aluden indirectamente: sugieren antes que expresan.
El oscurecimiento de los símbolos que caracteriza a nuestra época es el resultado de la pérdida de la mentalidad simbólica, que se refleja en dos tipos de incomprensión, denominados por Guénon incomprensión de primero y segundo grado. El primer grado de incomprensión corresponde a la degradación del sentido de los símbolos (everismo, naturalismo, materialismo); el segundo grado consiste en el estudio exterior de los símbolos.
La filosofía profana emplea un lenguaje analítico y racional, la metafísica, ciencia sagrada, usa un lenguaje sintético y espiritual: el simbolismo.

Si la semilla no muere…
Hay motivos para suponer que Guénon fue elegido por una organización iniciática oriental como representante occidental más calificado para recibir y transmitir el acervo metafísico tradicional del Oriente. Él mismo confesó a Chacornac que su conocimiento de las doctrinas y las lenguas orientales no era de origen libresco, y P. Sérant (véase su obra citada, p. 10) afirma que es casi seguro que a la edad de 21 años Guénon haya recibido directamente de representantes de las doctrinas islámicas, hindú y china “los elementos necesarios para la elaboración de su síntesis tradicional”. Préau, en el artículo ya citado, sostuvo que Guénon conoció directamente las doctrinas orientales a través de una enseñanza oral, que admite también Chacornac aunque sin poder determinar la identidad de sus maestros hindúes. Lo único que se atreve a asegurar es que pertenecían a la escuela del Vedanta adwaita (no-dualista) y que este contacto fue posterior a los años 1908-1909.
Su relación con el islamismo es mejor conocida: tuvo lugar en 1909 a través de Abdul-Hadi, cuyo nombre profano era John Gustaf Agelii (pp. 43-46 del libro de Chacornac). Como es sabido, la incorporación definitiva de Guénon a la tradición islámica se realizó en 1912, dato que figura en una de las cartas que le escribió a Chacornac (obra citada, p. 47).
El Sheik egipcio El-Kebir pertenecía a una rama shadhilí y, al mismo tiempo, era también una autoridad en el orden exotérico. La expresión “rama shadhilí” indica una organización iniciática (esotérica). Según estas informaciones —que hemos tomado de M. Válsan —el maestro de Guénon reunía en sí las dos autoridades requeridas en los dominios exotérico y esotérico de la tradición.
En la revista árabe-italiana An-Nadi = Il Convito, que se publicaba en El Cairo en la primera década de este siglo, Abdul Hadi, que mantenía relaciones personales con el Sheik Elish, publicó un trabajo con preciosas informaciones sobre este maestro espiritual: sabio profundo, respetado por todos —uno de los hombres más célebres del Islam—, autoridad indiscutida tanto en el aspecto exotérico como en el esotérico.
Según Vâlsan la obra de Guénon “se inscribe en una perspectiva cíclica que había enunciado explícitamente su maestro”. Su doctrina no es el producto de un pensamiento original, sino el desarrollo de algunas ideas fundamentales “cuyos órganos de expresión y de aplicación fueron múltiples y lo serán aún ciertamente hasta que la finalidad prevista sea alcanzada en la medida en que debe serlo” (obra citada, pp. 45-46).
Poseemos importantes testimonios acerca de la ortodoxia metafísica de las doctrinas hindúes expuestas en la producción guenoniana. Uno de ellos es el de Ananda Coomaraswamy que, cuando conoció su obra, se convirtió en su discípulo. A su vez, Marco Pallis ha afirmado que la expresión guenoniana de la metafísica tradicional ha sido reconocida por eminentes lamas como una formulación fiel de los principios metafísicos del Tibet. El mismo Pallis ha publicado en lengua tibetana una traducción-adaptación de dos libros de Guénon (La crisis del mundo moderno y El reino de la cantidad y los signos de los tiempos) bajo el título El Kali-Yuga y sus peligros; los tibetanos que han leído esta obra la consideran estrictamente ortodoxa y escrita por “un gran lama”.
En un artículo publicado en uno de los últimos números de Etudes Traditionnelles, Michel Vâlsan se ocupa de la repercusión de la obra de Guénon en Oriente. Hace 10 años —dice— el doctor Abdel-Halim Mahmud, profesor de la Universidad de Al-Azhar, de El Cairo, publicó un trabajo sobre Guénon en lengua árabe, con una selección de textos de sus obras; un estudiante de El Cairo prepara una tesis sobre René Guénon y el Islam, que deberá defender próximamente en la Sorbona.
Entre los eminentes pensadores que hoy lo citan, recordamos los siguientes: E. Dermenghem, Jean Hebert, Henri Corbin, Georges Vallin, R. C. Zaehner, Mircea Eliade, Leopoldo Ziegler, René Grousset, Jean Danielou, Ananda Coomaraswamy y Luc Benoist.
Después de haber leído a Guénon, más de un católico decepcionado del catolicismo retornó a él. P. Sérant (obra citada) menciona en su libro una declaración de Henri Bosco, quien encontró en los libros de Guénon “nuevas razones para creer católicamente”. André Gide tuvo el valor de confesar: “Si Guénon tiene razón, toda mi obra cae” y algunas líneas más abajo, agregó: “Nada puedo objetar a lo que ha escrito Guénon. Es irrebatible”.
Es difícil saber qué grado de desarrollo espiritual había alcanzado Guénon, y aunque existen razones para sospechar que formó parte de una cadena iniciática, nada podemos asegurar. Él mismo siempre se negó a hacer la menor alusión a su vida espiritual íntima. No es posible, pues, hablar de una escuela iniciática guenoniana si ni siquiera sabemos si él mismo perteneció a alguna organización esotérica tradicional.
El 30 de agosto de 1950, ante la eventualidad nada improbable de su próxima muerte, escribió a Jean Reyor: “En lo que se refiere a la revista (Etudes Traditionnelles), creo que sería bueno continuar con ella, si fuera posible”. El nº 289 de Etudes Traditionnelles, publicado en enero de 1951, incluía una noticia firmada por Chacornac y Reyor en la que anunciaban a los lectores que, conforme a los deseos de Guénon, proseguirían la obra a la que él había consagrado toda su vida. Ese mismo año apareció el número triple (293-294-295), consagrado a Guénon, que hemos citado varias veces en este trabajo.
La revista ha seguido publicándose regularmente hasta hoy (1969) y en ella han aparecido traducciones de textos tradicionales y artículos de viejos y nuevos colaboradores, conservando la estructura y la orientación que le imprimió Guénon desde su iniciación. Algunos de los nombres que figuran como colaboradores de Etudes Traditionnelles escriben también en una revista inglesa cuyo espíritu es similar al de la publicación francesa de referencia, titulada Studies in Cornparative Religions (antes llamada To Morrow. Studies in the Sacred Traditions of East and West).
Estamos convencidos de la significación providencial de la obra de Guénon, pero, al pensar en la incomprensión que aún persiste en torno de sus libros, no podemos evitar recordar con tristeza las palabras de Platón (7 Epístola): “todos aquellos que han escrito —o escribirán— pretendiendo saber cuál es el objeto de mis afanes, nada han entendido”. Si, como sospechamos, Guénon no tuvo realmente discípulos, fue el último metafísico de Occidente.

ARMANDO ASTI VERA

Guénon, el ultimo metafísico de occidente

El presente volumen reúne todos los artículos de René Guénon que tratan especialmente sobre símbolos tradicionales y que no han sido retomados —o por lo menos no exhaustivamente— con ulterioridad en sus propias obras. Estos textos, así como la mayoría de los que aún falta agrupar en torno de algunas otras ideas de conjunto, fueron publicados en periódicos entre 1925 y 1950 principalmente en Regnabit y en Le Voile d’Isis, titulado desde 1936 Études Traditionnelles.

La forma un tanto particular de los artículos aparecidos en la primera de las publicaciones mencionadas exige algunas explicaciones, que serán útiles además para la biografía de René Guénon. Regnabit era una revista mensual católica fundada en 1921 por el R. P. Félix Anizan, de los Oblatos de María Inmaculada; inicialmente, llevaba en subtítulo la mención: “Revue universelle du Sacré-Coeur”, y había dado origen a una “Sociedad de la Irradiación intelectual del Sagrado Corazón”, que estaba “patrocinada por quince cardenales, arzobispos u obispos” y cuyo secretario general era el padre Anizan mismo. Entre sus colaboradores regulares figuraban Louis Charbonneau-Lassay, grabador y heraldista, cuyos trabajos sobre la iconografía y la emblemática cristianas aparecerían pronto como una de las más importantes contribuciones a la revivificación contemporánea de la intelectualidad tradicional en Occidente Por mediación de Charbonneau-Lassay, René Guénon entró a colaborar en la revista en 1925, es decir, en una fecha en que ya había publicado la Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, Le Théosophisme, L’Erreur Spirite, Orient et Occident, L’Homme et son devenir selon le Védánta y L’Ésoterisme de Dante, trabajos que habían desarrollado los temas fundamentales de su obra, inspirada en las enseñanzas orientales, y en que había situado netamente su posición intelectual de carácter abiertamente universal. Empero, en el cuadro harto particular de Regnabit, Guénon debía colocarse, como lo diría él mismo más tarde, “más especialmente en la ‘perspectiva’ de la tradición cristiana, con la intención de mostrar su perfecto acuerdo con las demás formas de la tradición universa Comenzó, en el número de abril-septiembre de 1925, con un artículo intitulado “Le Sacré-Coeur et la légende du Saint Graal”, y luego, desde el número de noviembre, entregó regularmente estudios concernientes sobre todo al simbolismo del Corazón y del Centro del Mundo, es decir, en suma, a los dos aspectos, microcósmico y macrocósmico, del centro del ser. Las ideas, tan poco habituales, de la enseñanza de Guénon hallaron empero un favor indudable en el R. P. Anizan y preciosos puntos de apoyo documentales en las investigaciones de Charbonneau-Lassay: estos dos autores gustaban remitirse, en ocasiones dadas, a la autoridad intelectual y el saber de René Guénon. Así, a poco de estos comienzos en Regnabit, se advierte que la revista trata de orientarse en un sentido deliberadamente más intelectual, y manifiesta incluso, cierta apertura a la idea de universalidad tradicional, todo ello, naturalmente, rodeado de gran número de precauciones doctrinales y terminológicas. A comienzos de 1926, la “Sociedad de la Irradiación intelectual del Sagrado Corazón” sigue ella misma esa orientación nueva y se reorganiza para mejor corresponder a su objetivo, que se precisaba como un trabajo de orden doctrinal, “en el orden del pensamiento”. Un Llamado dirigido a los escritores y artistas, redactado, por el padre Anizan pero firmado, entre otros, por L. Charbonneau-Lassay y el mismo Guénon, declaraba (el subrayado es el del autor del texto):
“Mientras que en el mundo católico, por una aberración inverosímil pero harto real, todo cuanto es Sagrado Corazón se cataloga ipso facto como simple devoción, nosotros, por nuestra parte, estamos persuadidos de que el Sagrado Corazón aporta al pensamiento humano la palabra salvífica, la palabra que deseamos repetir infatigablemente, la última palabra del Evangelio… De la Revelación del Sagrado Corazón —que no datamos en modo alguno en el siglo XVII— tenemos una idea muy vasta, que consideramos muy exacta. Siguiendo a Bossuet, quien veía en el Corazón de Cristo «el resumen de todos los misterios del cristianismo, misterio de caridad cuyo origen está en el corazón», pensamos que la Revelación del Sagrado Corazón es la totalidad de la idea cristiana manifestada en su punto esencial y en el aspecto que el pensamiento humano es más capaz de captar. Lejos de nosotros la opinión, tan errónea como difundida, de que la Revelación del Sagrado Corazón es únicamente el principio de una devoción. Por cierto, la devoción al Sagrado Corazón es bella entre todas y, bien comprendida, debe irradiar en toda la vida cristiana. Pero la Revelación del Sagrado Corazón desborda con mucho el marco de una devoción, por bella e irradiante que se la suponga. Directamente y por su naturaleza misma, esa Revelación se dirige al espíritu, para ubicarlo o reubicarlo en el sentido del Evangelio. Puesto que el símbolo es esencialmente una ayuda del pensamiento —ya que lo fija y lo conduce Cristo, al mostrarse en un símbolo real que, aun a los pueblos antiguos, ha aparecido como una fuente de inspiración y un foco de luz, se dirige al pensamiento. Llamado de su amor y llamado de su amor bajo el símbolo de su Corazón: he aquí algo que pertenece al orden del espíritu, he ahí algo que nos reconduce directamente «por la pista del Evangelio». Y por esta causa, estimamos que la Revelación del Sagrado Corazón será siempre de una importancia capital… No creemos que el Sagrado Corazón sea la salvación del mundo únicamente por la devoción de que es objeto. El mal es de otra esencia. Es el pensamiento mismo el que se descristianiza. Llevando nuestra afirmación a la zona del pensamiento, tenemos conciencia de situarla en el punto vital…” (número de enero de 1926).
Entre tanto, Regnabit se había convertido en el órgano de la Sociedad a la que había dado origen, y con el número de marzo de 1926 la publicación adoptaba, efectivamente, este subtítulo: “Revue universelle du Sacré-Coeur et organe de la Société du Rayonnement intellectuel du Sacré-Coeur”. Pero, por otra parte, comenzaban a manifestarse ciertas reacciones, que, por lo demás, se referían, curiosamente, al objeto mismo de la revista y de la Sociedad, y más precisamente contra la idea de una Revelación del Sagrado Corazón. Los diversos colaboradores hubieron así de justificar, de diferentes maneras, pero infatigablemente, su objetivo y su programa. En cuanto a René Guénon, que, en sus estudios, citaba a menudo los datos de otras formas tradicionales de Occidente y de Oriente, y en particular del hinduismo, su situación aparecía, según es fácil comprenderlo en tales condiciones, como la más crítica. Esto explica, por lo demás, el hecho, sin embargo sorprendente, de que no hiciera jamás referencia a sus propias obras dedicadas a las doctrinas hindúes, mientras que de modo general su enseñanza se apoyaba principalmente en esas doctrinas. Llevado entonces a explicar él mismo su método, lo hizo en los siguientes términos, en un post scriptum a su artículo de febrero de 1927 (“A propos du Poisson” [‘Acerca del Pez’]), texto que citamos aquí íntegramente en vista de su interés, inclusive en otros respectos, y tanto más por cuanto difícilmente encontraría en otro lugar un sitio apropiado:
“Algunos se asombrarán quizá, sea con motivo de las consideraciones que acabamos de exponer, sea con motivo de las que hemos dado en otros artículos o que daremos ulteriormente, del lugar preponderante (aunque, por supuesto, de ningún modo exclusivo) que entre las diferentes tradiciones antiguas adjudicamos a la de la India; y tal asombro, en suma, sería harto comprensible, dada la ignorancia completa en que se está generalmente, en el mundo occidental, acerca de la verdadera significación de las doctrinas de que se trata. Podríamos limitarnos a hacer notar que, habiendo tenido ocasión de estudiar más particularmente las doctrinas hindúes, podemos legítimamente tomarlas como término de comparación; pero creemos preferible declarar netamente que hay para ello, otras razones, más profundas y de alcance enteramente general. A quienes estarían tentados de ponerlo en duda, aconsejaremos vivamente leer el interesantísimo libro del R. P. William Wallace, S. J., titulado De l’Évangélisme au Catholicisme par la route des, Indes (traducción francesa del R. P. Humblet S. J., librería Albert Dewit, Bruselas, 1921), el cual constituye a este respecto un testimonio de gran valor. Es una autobiografía del autor, quien, habiendo ido a la India como misionero anglicano, se convirtió al catolicismo por el estudio directo que hizo de las doctrinas hindúes; y en los lineamientos que de ellas ofrece, da pruebas de una comprensión que, sin ser absolutamente completa en todos los puntos, va incomparablemente más lejos que todo cuanto hemos encontrado en otras obras occidentales, inclusive las de los ‘especialistas’. Ahora bien: el R. P. Wallace declara. formalmente, entre otras cosas, que «el Sánátana Dharma de los sabios hindúes (lo que podría traducirse con bastante exactitud por Lex perennis: es el fondo inmutable de la doctrina) procede exactamente del mismo principio que la religión cristiana», que «el uno y la otra encaran el mismo objetivo y ofrecen los mismos medios esenciales de alcanzarlo» (pág. 218 de la traducción francesa), que «Jesucristo aparece como el Consumador del Sanátana Dharma de los hindúes, ese sacrificio a los pies del Supremo, tan evidentemente como el Consumador de la religión típica y profética de los judíos y de la Ley de Moisés» (pág. 217), y que la doctrina hindú es «el natural pedagogo que conduce a Cristo» (Pág. 142). ¿No justifica esto ampliamente la importancia que atribuimos aquí a esta tradición, cuya profunda, armonía con el cristianismo no podría escapar, a quienquiera la estudie, como lo ha hecho el R. P. Wallace, sin ideas preconcebidas? Nos consideraremos felices si logramos hacer sentir un poco esa armonía en los puntos que tenemos ocasión de tratar, y hacer comprender al mismo tiempo que la razón de ello ha de buscarse en el vínculo directo que une la doctrina hindú a la gran Tradición primordial”.
Entre tanto, los trabajos sobre el símbolo del Sagrado Corazón, que era el tema propio de la revista, atañían a la cuestión del simbolismo cristiano y universal. El R. P. Anizan realizaba una investigación muy a fondo, más especialmente en los textos del Doctor de la Iglesia por excelencia, santo Tomás de Aquino, con el fin de mostrar la razón e importancia de los estudios sobre el simbolismo sagrado y de apuntalar doctrinalmente la actividad de Regnabit y de la “Sociedad de la Irradiación intelectual del Sagrado Corazón”. Así, juzgaba oportuno legitimar los trabajos de sus colaboradores más amenazados; como conclusión de uno de sus estudios, en marzo de 1927, escribía:
“La naturaleza misma de la Revelación del Sagrado Corazón y el ejemplo de santo Tomás de Aquino dan razón a nuestros estudios —de largo alcance— sobre el simbolismo. A la luz de los símbolos primitivos, M. René Guénon nos hace seguir el hilo de las verdades tradicionales que nos vinculan, por su origen, al Verbo revelador, y, por su término, al Verbo encarnado consumador. Artífice de la simbólica de Cristo, M. Charbonneau-Lassay da a los diamantes que talla reflejos tales, que nuestros ojos no podrán ya mirar los seres que nos rodean sin percibir en ellos las claridades del Verbo. ¿Por qué los esfuerzos de ellos? ¿Simple juego de altas inteligencias? En absoluto. Sino, ante todo, necesidad de hacer irradiar, en forma bellísima, enseñanzas magníficas (en sentido exacto, hacer grandeza: magnum facere); y, además, deseo de rehabituar un poco el pensamiento humano a las bienhechoras luces del simbolismo, para mejor adaptar las almas a esa manifestación del Sagrado Corazón que es el llamado simbólico del Amor vivo síntesis de toda verdad”.
Empero, René Guénon se vio bien pronto obligado a suspender su colaboración, lo que explicó más tarde por “la hostilidad de ciertos medios neoescolásticos”. Su último artículo, que trataba sobre “Le Centre du Monde dans les traditions extréme-orientales”, es de mayo de 1927. Empero, diecinueve artículos suyos habían sido publicados ya en Regnabit, de los cuales damos la lista por orden cronológico en el Anexo I del presente volumen.
Además, otros dos artículos redactados para la misma publicación permanecieron largo tiempo inéditos y no vieron la luz sino unos veinte años más tarde –aunque, en suma, en su forma inicial, como el autor lo ha indicado—, en Études Traditionnelles, números de enero-febrero de 1949: “La grain de sénevé” [‘El grano de mostaza’], y de marzo-abril del mismo año: “L’Ether dans le coeur” [‘El Éter en el corazón’], de donde los hemos tomado para constituir, respectivamente, los capítulos LXXIII y LXXIV.
De esos artículos, que, en suma, tratan todos de símbolos y de la cuestión del simbolismo tradicional, algunos fueron retomados por el autor sea en cuanto al tema, sea en cuanto al texto mismo, en una perspectiva desprendida de las primeras contingencias, e incorporados, de diferentes maneras, en obras de temas muy variados, especialmente en Le Roi du Monde (1927), Le Symbolisme de la Croix (1931) y Aperçus sur l’Initiation (1946). Otros fueron reescritos como artículos y publicados, con títulos generalmente nuevos, en Le Voile d’Isis-Études Traditionnelles, de donde los hemos tomado aquí en su forma nueva. Así, pues, a la muerte de René Guénon, solo algunos de sus estudios escritos para Regnabit conservaban aún interés propio y podían incluirse en su forma inicial en una compilación de conjunto sobre el simbolismo, Empero, entre esos mismos textos, algunos se superponían a veces con reelaboraciones parciales, de forma e importancia variadas, realizadas en el curso de estudios —libros o artículos— referidos a otros temas; y si hemos decidido reproducirlos aquí casi íntegramente, se debe a razones que no nos parecen desdeñables. En primer lugar, las partes que han permanecido intactas, si. hubiesen sido arrancadas de su contexto y publicadas separadamente, habrían menoscabado su interés; por otro lado, sus temas y referencias están a menudo insertos en exposiciones que les confieren cierto valor circunstancial suplementario, en razón de esa misma perspectiva especialmente cristiana que hemos mencionado. Por último, en la formación de una compilación donde tratamos de organizar materias de que no podemos disponer con la libertad del autor, nos ha parecido preferible corroborar la configuración del conjunto por medio de todos los textos que, no aprovechados luego de modo integral en cuanto a su sustancia, podían hacer resaltar mejor aquí mismo a la vez los puntos característicos tratados o encarados en ellos y la extensión de los trabajos de René Guénon en el dominio de los símbolos. Empero, para ésos como para los demás textos, hemos reorganizado y completado las referencias, teniendo en cuenta tanto el lugar asignado a cada uno en este volumen como su situación con respecto al resto de la obra. Además, de la materia de los artículos prácticamente aprovechados de modo íntegro en reelaboraciones ulteriores, hemos podido recoger algunos pasajes cuyo interés se mantenía, y los hemos introducido en notas en los lugares apropiados de los demás capítulos. Se encontrará, por lo demás, en el Anexo II de este volumen, el detalle completo de la reutilización, aquí o en otra parte, por el autor o por nosotros mismos, de toda la serie de textos provenientes de Regnabit. Aquí diremos solamente que del conjunto de esos diecinueve textos, hemos podido retomar finalmente seis, de modo aproximadamente integral. A este grupo pueden vincularse los dos artículos antes mencionados, originariamente destinados a Regnabit pero no salidos a la luz sino en Études, Traditionnelles.
Los demás estudios reunidos en este volumen —aparte de “Sayfu-l-Islâm”, aparecido en los Cahiers du Sud— fueron todos publicados en Le Voile d’Isis-Études Traditionnelles, en el curso de una larga colaboración que, después de algunos comienzos esporádicos, desde 1929 se hizo regular y de gran amplitud y variedad (exposiciones doctrinales, estudios de simbolismo y de historia tradicional, ,reseñas de libros y revistas), y se extendió hasta la muerte del autor, lo cual, habida cuenta de la interrupción determinada por los años de guerra, significa cerca de veinte años de aparición efectiva. Se encontrará la lista de estos estudios en el Anexo III del presente volumen.
Le Voile d’Isis, que al comienzo de esta colaboración se calificaba de “revista mensual de Alta Ciencia” y se daba como objetivo “el estudio de la Tradición y de los diversos movimientos del espiritualismo antiguo y moderno”, se transformó progresivamente, por influjo de René Guénon, y a partir de 1932 se presentó en su programa como “la única revista de lengua francesa que tiene por objeto el estudio de las doctrinas tradicionales tanto orientales como occidentales, así como de las ciencias a ellas vinculadas”; el mismo texto agregaba que “su programa abraza, pues, las diferentes formas que en el curso del tiempo ha revestido lo que con justeza se ha llamado: LA TRADICIÓN PERPETUA Y UNÁNIME, revelada tanto por los dogmas y los ritos de las religiones ortodoxas como por la lengua universal de los símbolos iniciáticos”.
En el marco de Le Voile d’Isis, después de cierto tiempo de adaptación, Guénon pudo, pues, exponer libremente sus tesis de universalidad tradicional, hacer cada vez más referencia a las doctrinas orientales, hacer resaltar durante cierto tiempo, e inclusive con alguna insistencia, los signos de su integración personal al Islam, y tratar todos los temas de interés tradicional e intelectual con los medios que empleaba para sus libros. Pero cuando se observa que la simbólica iniciática aparece en el programa mismo de dicha revista, puede decirse que el trabajo de Guénon en materia de simbolismo había encontrado una tierra de elección. Es de creer, por lo demás, que el hecho de tener que publicar regularmente (por mucho tiempo ello debía ser mensual) reseñas de libros y de revistas que contenían algún dato tradicional, y redactar además breves textos de cinco a seis páginas, favorecía particularmente las notaciones sucintas sobre símbolos, como temas distintos, en el curso del examen de una documentación periódica. El aspecto documental, e inclusive de cierto pintoresquismo intelectual, que presentaban los temas así tratados, aseguraba, por lo demás, a los escritos de Guénon en ese dominio una acogida mucho más atenta y extensa que la obtenida por sus exposiciones de pura doctrina o sus consideraciones sobre hechos tradicionales en general. El carácter de ciencia exacta que se desprende normalmente de los escritos de Guénon se afirmaba en ellos de modo mucho más evidente: apoyadas sobre lo sensible, las definiciones son más evidentes, las demostraciones más verificables, las conclusiones más rigurosas. Y empero el incomparable arte intelectual del estilo guenoniano aseguraba más particularmente a esos textos la presencia discreta de ese elemento indefinible de misterio, de majestad profunda de las realidades, de belleza inefable de las significaciones y de perfección indudable de los fines, que es propio de los datos de la verdadera ciencia, aquella que él mismo ha enunciado y designado, precisamente con motivo de estudios. de simbolismo, como la “ciencia sagrada”.
Acerca de este grupo de textos, se destacará un punto cuya significación no es desdeñable. En las referencias bibliográficas y doctrinales del autor posteriores a 1936, aparece a menudo un nombre: el del doctor Coomaraswamy, sabio orientalista y a la vez excelente conocedor de las tradiciones occidentales, sobre el espíritu del cual la obra doctrinal de Guénon había ejercido un influjo de los más felices. Podría decirse que, en lo que concierne a los estudios de simbolismo, asunto que aquí nos ocupa, entre los contemporáneos de la generación de Guénon propiamente dicha, y en un esfuerzo conjugado con el suyo, Coomaraswamy debía cumplir en el dominio del hinduismo, y aun, de modo más general, en el de Oriente, lo que fue por otra parte el trabajo de Charbonneau-Lassay en el dominio del cristianismo.
La presentación en volumen de estos textos que tratan temas muy variados y pertenecen a épocas diferentes exigía una idea organizadora del conjunto, y era deseable, naturalmente, acercarse lo más posible a lo que podían ser los proyectos del mismo Guénon en esta materia. A tal respecto, algunas indicaciones primeras resultan del encadenamiento lógico y aun de la continuidad de redacción existente entre algunos de esos estudios, que se presentan de hecho a veces en pequeñas series cronológicamente ordenadas. Además, puede encontrarse también, de pluma del autor, el enunciado de algún proyecto de estudio en relación con los textos ya existentes. Tal, por ejemplo, la mención, al comienzo de uno de sus artículos más antiguos, “Quelques aspects du symbolisme de Janus” . [‘Algunos aspectos del simbolismo de Jano’] (Le Voile d’Isis, julio de 1929, aquí cap. XVIII), de su intención de escribir, “algún día”, “todo un volumen” sobre Jano. Y, de hecho, se verifica que un número considerable de sus artículos se sitúan en adelante en la perspectiva de un trabajo sobre tal tema general: es notable a este respecto la serie continua que trata de la Montaña y de la Caverna y de otros símbolos análogos, y que, transponiéndose regularmente, en el orden macrocósmico, a la Caverna cósmica, desemboca en el simbolismo solsticial de Jano y sus correspondencias con los dos San Juan. Por otra parte, ese mismo grupo de estudios puede ponerse fácilmente en relación con los artículos relativos al Simbolismo constructivo, que se presentan en varias series bastante homogéneas y se continúan lógicamente en el simbolismo axial y de pasaje. En esta perspectiva primera, la ordenación de los estudios vincula más o menos directamente la mayoría de los textos existentes, y, por reacción, determinará la ubicación correspondiente al material restante en el cuadro de un mismo sumario.
Así, se situarán necesariamente a la cabeza de la compilación los artículos que contienen exposiciones sustanciales de doctrina simbólica general, aun cuando se hayan formulado con motivo del estudio de una simbólica determinada, por ejemplo la del Graal o la de la escritura sagrada. Ciertos otros artículos de épocas bastante diversas pueden entonces organizarse bastante bien en torno a la idea del Centro y de la geografía sagrada, sobre lo cual, por lo demás, Guénon hubo de tratar a menudo, en algún aspecto y medida, en sus libros mismos, pues esas nociones están simbólicamente vinculadas con los temas del Centro supremo y de la Tradición primordial, que dominan el orden tradicional total. El grupo de estos artículos, por el carácter muy general de su simbólica, puede seguir adecuadamente al de los artículos iniciales y, por otra parte, introducir de alguna manera el grupo, menos unitario, de estudios concernientes a la manifestación cíclica, el cual a su vez deberá situarse, al igual que el grupo particular de las armas simbólicas, antes de las series continuas cosmológicas, constructivas y axiales que hemos ya mencionado como las constituyentes de la armazón del conjunto. Al contrario, los artículos que tratan especialmente el simbolismo del corazón y que aparecen como la culminación lógica de una transposición al orden microcósmico e iniciático de todos los estudios de simbolismo geográfico, macrocósmico y constructivo, deberán situarse al final del sumario, y para ello suceder, pues, a los artículos de simbolismo axial y de pasaje.
En el detalle, las referencias cruzadas entre los textos podrán a veces trastornar la sucesión lineal de los textos por materias e imponer alguna intercalación heterogénea; pero, de todos modos, la autonomía relativa proporcionada a estos estudios por el hecho de estar cada uno dedicado a un tema o a un aspecto determinado de un tema simbólico no perturba nunca el paso de un capítulo a otro. El único inconveniente de esta ordenación puede provenir de que el autor a veces ha anunciado o previsto una serie que jamás apareció: en tal caso, hemos señalado cada vez el estado de cosas.
Tal ha sido, en líneas simplificadas, nuestro método para llegar a ordenar primero y luego organizar todo ese material, según un sumario, pese a todo, coherente y conclusivo.
Es seguro que el volumen, constituido según esta fórmula o cualquier otra que se hubiese considerado ventajosa, no puede dejar de hacer sentir que se trata siempre de una compilación improvisada y más o menos artificial. El autor tenía ciertamente aquí la materia prima textual para componer por lo menos dos obras de simbolismo, y para delimitar netamente los contornos y agotar los temas circunscriptos, hubiera debido empero escribir cierto número de capítulos nuevos y de pasajes complementarios, con el fin de llenar las lagunas y vincular de manera normal los diferentes grupos y, en el interior de los grupos, los textos constitutivos. Igualmente, habría descartado cierto número de páginas, que, aun aportando algunos pasajes “inéditos” con respecto a sus libros, recuerdan demasiadamente otros pasajes de ellos. Nosotros mismos, en rigor, hubiésemos podido escoger en todo ese material y organizar aparte aquellos estudios que se refieren a uno o dos temas más generales, y que no se superponen con los otros textos incorporados a los libros constituidos por el autor; pero ello hubiera condenado a una diversidad enteramente inorgánica y a una vinculación harto débil al resto de los textos, cuya edición se habría hecho así sumamente dificultosa. Por lo demás, la ventaja de tal agrupamiento especial no está tampoco negada al investigador en la presentación elegida, pues los grupos de carácter más o menos necesario figuran en ella de manera claramente distinta. En cambio, la publicación en una compilación única de todos los artículos sobre simbolismo que Guénon nos ha dejado ofrece en una visión conjunta la totalidad de un tesoro intelectual de excepcional riqueza, ninguno de cuyos elementos es indiferente.
Además, los temas simbólicos que dominan este conjunto, así como los temas particulares que abundan en el texto principal o en las notas, asumen dimensiones nuevas en el orden de las significaciones, pues el cuadro general dentro del cual han encontrado sitio atrae, en cierto modo, los símbolos mencionados a nuevas relaciones recíprocas, que pueden ser reveladoras de aspectos y funciones no expresados todavía; las remisiones, puestas por el autor o agregadas por nosotros, no son sino un débil indicio de las posibilidades existentes en esta dirección. El interés y la atención del lector se verán a menudo recompensados por alguna verificación inesperada o por alguna captación nueva, con motivo de mutuas referencias entre datos distintos o de transposiciones que él mismo efectuará. Se producirán así, por parte del lector, cosas comparables a las que se han producido corrientemente por parte del autor, o sea que un dato simbólico cualquiera, secundario al comienzo, se encontrará súbitamente iluminado por una nueva luz, destacado y realzado, de modo que finalmente podrá alcanzar las más elevadas significaciones. Por eso el título que hemos puesto al conjunto de estos trabajos sobre simbolismo se encuentra, podría decirse, doblemente justificado: en primer lugar, por la importancia doctrinal e institucional de la mayoría de los símbolos estudiados según la elección temática del autor, y además, a causa de la universalización indefinida, ofrecida incluso a símbolos de importancia práctica menor, de alcanzar, por la técnica de las analogías y las transposiciones, el grado de significación de los símbolos fundamentales.
Debemos ahora proporcionar algunas precisiones más en cuanto a la forma exacta en que aparecen aquí los artículos compilados. Para aproximarnos lo más posible a la forma de capítulos de un libro, hemos debido proceder a la acomodación de ciertas frases, sobre todo al comienzo o al final de los artículos, cuando éstos llevaban, inútilmente ahora, la huella de sus contingencias iniciales. Empero, hemos asegurado al lector la posibilidad de conocer en cada instante, aun sin remitirse a las indicaciones bibliográficas de los anexos y del sumario, al origen del texto que lee: la primera nota al pie de página, en cada capítulo, indica el nombre de la revista y la fecha de publicación.
Por otra parte, con el objeto de reforzar la cohesión entre los textos aquí reunidos y hacerlos además en mayor grado solidarios con el conjunto de la obra del autor, hemos puesto en nuevas notas las referencias que nos han parecido más útiles. Como las ediciones de las obras de Guénon se han multiplicado y las paginaciones varían con las ediciones, hemos uniformado en lo posible las remisiones, estableciéndolas con referencia solo a los capítulos de las obras ,citadas, sin mención de página.
Todas las notas o los pasajes de notas agregados por nosotros se encuentran entre corchetes

MICHEL VALSAN