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Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y el Orden Militar – Mario Enrique Sacchi

156 páginas
Editorial Cruz y Fierro
1982

Encuadernación rústica
Precio para Argentina: 35 pesos
Precio internacional: 10 euros

Este texto contiene tres ensayos sobre las teorías castrenses de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino. El tercero es una visión personal del autor tomada de las enseñanzas de estos maestros y adaptada a algu­nos problemas militares de reciente data que guardar estrecha relación con la vida política.
Tanto Aristóteles como el Doctor Angélico desenvol­vieron sus opiniones sobre la temática militar dentro de sus respectivas concepciones políticas. En ambos casos, el orden castrense es estudiado en el marco de la ciencia de la ciudad o estado, ya que los dos admitían que la estrategia, lejos de ser un saber autárquico, solamente se llega a comprender en cuanto parte de la filosofía práctica que versa sobre los actos del ciudadano.
Uno y otro han insistido constantemente en que el orden militar es esencial al bien común de las repúblicas y que no tiene justificativo ponerlo al margen de ese fin, pues todas las operaciones del hombre de armas, o se vinculan Inmediatamente a dicho bien —que Santo Tomás califica de divinísimo—, o pasan a un plano de abierta ilicitud. Ni el Estagiríta ni el Aquinantense podían aceptar que los ejércitos de la ciudad constituyeran esta­mentos apolíticos, en el sentido de que no fuesen ver­daderas instituciones de la polis, ya que toda su razón de ser no es otra que la de servir a la comunidad civil con su terrible poder de disuaden y de destrucción, con la seguridad que proveen al cuerpo político y con el despliegue de las virtudes propias del miembro de esas tropas.
En su conclusión, el autor sugiere una revisión de los criterios contemporáneos acerca del papel que actual­mente se hace jugar a las fuerzas armadas en distintos regímenes jurídicos, para lo cual propone un regreso, con las debidas adecuaciones, a los principios estraté­gicos sostenidos por Aristóteles y Tomás de Aquino.

INDEX SYSTEMATICVS

Prólogo                   7
Capítulo I: ARISTÓTELES Y LA ESTRATEGIA ..          15
El interés de Aristóteles en los asuntos militares . .   15
Las fuerzas armadas                       20
El estamento militar                         29
El poder militar y el orden político               40
La esencia de la estrategia               50
El orden militar y la felicidad social              60
Capítulo II: LAS DOCTRINAS MILITARES DE SANTO TOMÁS DE AQUINO                    63
La visión teológica de la estrategia              63
La politicidad del orden militar                    68
La necesidad política de las fuerzas armadas …       79
Las virtudes militares                       85
La guerra y la paz               96
Las fuerzas armadas, el ocio y la bienaventuranza política               112
Capítulo III: HACIA UNA SÍNTESIS ARISTOTÉLICO-TOMISTA EN TORNO AL ORDEN MILITAR                   121
La estrategia, el orden político y las fuerzas armadas                       122
Las fuerzas armadas y la autoridad civil                   127
El problema bélico                          132

LA OBRA

Este texto contiene tres ensayos sobre las teorías castrenses de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino. El tercero es una visión personal del autor tomada de las enseñanzas de estos maestros y adaptada a algu­nos problemas militares de reciente data que guardar estrecha relación con la vida política.
Tanto Aristóteles como el Doctor Angélico desenvol­vieron sus opiniones sobre la temática militar dentro de sus respectivas concepciones políticas. En ambos casos, el orden castrense es estudiado en el marco de la ciencia de la ciudad o estado, ya que los dos admitían que la estrategia, lejos de ser un saber autárquico, solamente se llega a comprender en cuanto parte de la filosofía práctica que versa sobre los actos del ciudadano.
Uno y otro han insistido constantemente en que el orden militar es esencial al bien común de las repúblicas y que no tiene justificativo ponerlo al margen de ese fin, pues todas las operaciones del hombre de armas, o se vinculan Inmediatamente a dicho bien —que Santo Tomás califica de divinísimo—, o pasan a un plano de abierta ilicitud. Ni el Estagiríta ni el Aquinantense podían aceptar que los ejércitos de la ciudad constituyeran esta­mentos apolíticos, en el sentido de que no fuesen ver­daderas instituciones de la polis, ya que toda su razón de ser no es otra que la de servir a la comunidad civil con su terrible poder de disuaden y de destrucción, con la seguridad que proveen al cuerpo político y con el despliegue de las virtudes propias del miembro de esas tropas.
En su conclusión, el autor sugiere una revisión de los criterios contemporáneos acerca del papel que actual­mente se hace jugar a las fuerzas armadas en distintos regímenes jurídicos, para lo cual propone un regreso, con las debidas adecuaciones, a los principios estraté­gicos sostenidos por Aristóteles y Tomás de Aquino.
La doctrina militar aristotélico-tomista se orienta prin­cipalmente a destacar una serie de datos claves de la vida castrense. Entre ellos, merecen especial mención la condición de las fuerzas armadas como integrantes del estamento político del estado, las relaciones entre los cuadros militares y la autoridad del cuerpo civil, la con­dición moral de la guerra y las virtudes de los hombres de armas. Pero el rasgo descollante de esa doctrina radi­ca en la permanente referencia al fin de los actos cas­trenses: la victoria en el combate. Este fin, sin embargo, es un medio con respecto a otro fin ulterior: la victoria en el combate se ordena a proveer la seguridad de la nación para que ésta, afianzada en su solidez política, se aboque al cultivo de las cosas más nobles y más prove­chosas, entre las cuales resalta la especulación de la verdad en la paz del ocio y de la quietud elevante donde el alma humana encuentra su sereno reposo y edificación.

EL AUTOR

MARIO ENRIQUE SACCHI nació en Buenos Aires en 1945. Ha enseñado en la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires y de la Uni­versidad del Norte Santo Tomás de Aquino, habiendo impartido en estas instituciones y en otros centros acadé­micos la docencia de todas las disciplinas sistemáticas e historiográficas de la filosofía. A partir de 1969 ha venido publicando regularmente una serie de estudios en diversas revistas y volúmenes colectivos editados en la Argentina y en Europa. Entre los repertorios biblio­gráficos que han contado con su colaboración cabe des­tacar los periódicos de Buenos Aires Cuadernos del Sur, Universitas, Sapíentia, Ethos, Verbo, Psychologica, a los que se deben agregar Mikael (Paraná), Filosofar Cristiano (Córdoba), Aquinas y Doctor Communis (Roma) y Divus Thomas (Piacenza). En 1974 figuró entre los redactores de! homenaje literario a Santo Tomás de Aquino organi­zado por la Academia de San Alberto Magno de Walber-berg (Thomas von Aquino, Interpretaron und Rezeption. Studien und Texte, hrsg, von W. P. Eckert O. P., Malnz 1974). Otros- aportes suyos fueron igualmente incluidos en las actas conmemorativas del centenario de la encí­clica Aeterni Patris de León XIII publicadas por la Socie­dad Católica Argentina de Filosofía, Córdoba 1980, y por la Pontificia Academia Romana de Santo Tomás de Aquino y de la Religión Católica (Roma 1981 ss.)
El autor se enrola en la escuela tomista argentina. Sus principales intereses se vuelcan hacia la metafísica, ha­biendo hecho especial hincapié en la gnoseologfa, en la teoría de la causalidad y en el desarrollo de la doctrina de la participación del ser increado en el ente compuesto. En este aspecto, junto con la mayor parte de los teólogos y filósofos neotomistas de los últimos lustros, Sacchl acusa en su obra el influjo de la dirección especulativa encabezada por Norberto del Prado (1852-1918) y coro­nada con éxito en ios trabajos de E. Gilson, A. Forest, J. – H. Nicolás, M. – D. Philippe y C. Fabro. Esta postura ostensiva es acompañada de una enérgica oposición al inmanentismo en las lineas preponderantes del pensa­miento moderno, sobre todo por lo que toca a la crisis de la filosofía primera y a la ingerencia del criticismo trascendental de Kant y de Heidegger en la teología cató­lica contemporánea.

PRÓLOGO

El estudio de las cuestiones militares se ha in­crementado notablemente en nuestro tiempo, según se lo palpa en el voluminoso material bibliográfico accesible a legos y entendidos, en el número de los centros de educación castrense dispersos por todo el mundo y aun en la erección de institutos y cáte­dras de estrategia agregados a diversas univer­sidades. Las manifestaciones de este fenómeno han ido en creciente aumento a medida que la sociedad contemporánea fue arrastrada a una situación tan particular como la que se vive desde fines de la Segunda Guerra Mundial.
Lo particular, lo inédito de tal situación, con­siste en la convergencia de tres factores: primero, la existencia de un poderoso arsenal bélico capaz de destruir la civilización en contadas horas; se­gundo, el estado de guerra latente a lo largo de las décadas que nos separan del año 1945, y, ter­cero, la constante persistencia de actos de belige­rancia localizados y restringidos que abarcan una extensa zona geográfica en todo el planeta. Todo esto ha generado un atribulante clima de angustia, de inseguridad y de tristes presagios ante el cual las reacciones de la humanidad son siempre unifor­mes: por un lado, cunde y crece el amedrentamien­to general; por otro, nadie se atreve a desguarne­cerse y la carrera del permanente fortalecimiento militar, lejos de detenerse, continúa siendo incen­tivada día tras día.
En medio de este trance de impredecibles resul­tados, es propicio observar otros dos fenómenos concomitantes: uno de ellos es el deslizamiento de buena parte de la estrategia hacia esquemas mera­mente tecnocráticos; el restante es la penosa crisis de las doctrinas del derecho de guerra, las cuales, por influjo del utilitarismo positivista todavía en auge, no tienen respuesta ante la radical inutilidad de la conflagración unánimemente temida. Por des­gracia, frente a este aterrorizante non plus ultra ha hecho aparición un difundido clamor pacifista que esconde su impotencia y la opacidad de sus racio­cinios en una romántica convocatoria a la no-vio­lencia que le ha convertido en el responsable pre­ponderante de la hodierna falsificación de la noción de paz.
Así las cosas, ante la probabilidad del extermi­nio del género humano, la jurística se llama a silen­cio o se entrega a lanzar fórmulas enteramente ina­decuadas. Junto a ello, la melancolía inunda las almas de quienes desconocen que la paz se halla medularmente ligada a la justicia y a la caridad. La paz, la verdadera paz, no está de sobra recor­darlo, nunca ha provenido de insulsos lloriqueos. Pero si a esto hemos arribado, a ello no ha de ser ajeno el lastimoso vacío espiritual del hombre mo­derno. No es inoportuno rememorar que si el hom­bre vacía su espíritu, si se quita de encima aquello que lo hace humano, el animal racional se trans­forma prontamente en una bestia.
Los problemas planteados por el orden militar, además, no son solamente los referentes a la pro­yección del aparato bélico al plano internacional. Desde épocas muy remotas, hay otra cuestión pal­mo a palmo agitada en la ciencia política que nunca ha dejado de ostentar vigencia: la de los nexos entre las fuerzas armadas y la autoridad del estado.
Este problema es sumamente álgido. Su solución no afinca en despacharlo con la omnímoda simpli­cidad que se advierte en el moderno derecho cons­titucional, ni mucho menos reduciéndolo al escrú­pulo dialéctico que contrapone vis-á-vis el estado de iure al estado de jacto y que, por la aplicación de un postulado puramente declamatorio, ansia comparar el estado de derecho a un régimen de gobierno civil, esto es, a un poder no militar. En definitiva, más allá de las connotaciones que esta versión del llamado estado de derecho implica para el desenvolvimiento de la regulación positiva de la vida en común de una sociedad, el gráfico recien­temente descripto transluce una obvia desinteligen-cia de lo que es ver se el estado, lo cual nos da un buen indicio del formidable conflicto campeante detrás del moderno pensamiento político al haberse perdido el concepto exacto de aquello que los griegos denominaban polis; y los latinos civitas.
Estos temas v su relación con el sentido de las fuerzas armadas en una comunidad política no pa­decen las mentadas vicisitudes por una jugada del azar. Todo este espeso drama tiene su detonante en el divorcio moderno entre la política y la filo­sofía. Hasta el Renacimiento, y durante casi diecio­cho centurias, la política fue tenida por una ciencia filosófica. Con posterioridad, y por la directa in­gerencia de los cánones noemáticos del nominalis­mo del crepúsculo de la Edad Media, la política pasa a ser vista como una disciplina presuntamente dotada de una amplia autonomía epistemológica.
Ahora hasta se nos habla de politología o de po-liticología para aludir al examen de la política, lo cual es un absurdo que puede conducir al ridículo, pues si hubiera una ciencia política enderezada a investigar la ciencia de la política, entonces tam­bién debiera haber otra destinada a escudriñar la ciencia política de la ciencia política, y otra a ana­lizar esta última, y otra a ésta… Pero así no se llega a ningún puerto. Considerada en su estructu­ra formalmente científica, la política como ciencia es el conocimiento práctico de los actos humanos ordenados al bien común de la ciudad y de esta misma ciudad en tanto es el ámbito propio donde esos actos tienen cabida. Todo lo demás no es inhe rente a la aporética estrictamente política; de ahí que la determinación de qué cosa sea la ciencia política es función de otra ciencia en cuyo come­tido vaya inserta la averiguación de lo concerniente a los principios de las ciencias inferiores.
A la luz de los lineamientos más preclaros de la filosofía perenne, afirmamos que la ciencia que determina y defiende los principios de todas las ciencias particulares teoréticas y prácticas, inclusive los de la política, es la metafísica. Muy a pesar nuestro, esto suena hoy tan irrisorio como escanda­loso, no siendo éste el momento apropiado para demostrar tamaño aserto; pero invitamos cordial-mente a cualquier mente sensata a cumpulsar qué dignidad tuvo la ciencia política, cuando fue cul­tivada por los grandes maestros de la metafísica —Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino— y cuál es su fisonomía desde que cayera en manos de los ideólogos al estilo de Maquiavelo,
Voltaire, Rousseau, Marx o Marcuse. Por supuesto, la ciencia militar por excelencia, la estrategia, que es una sección de la política, no podía conservarse intacta en el transcurso de tan gigantesca deca­dencia.
Este preludio quiere ser apenas un toque de atención para quienes se engañen pensando que la regulación jurídico-política del poder militar no tiene visos de salir airosa de su actual encrucijada. Hay serios motivos para sospechar que una cuota nada desdeñable del presente desconcierto es endil-gable al menosprecio de las teorías políticas que supieron conjugar las precisiones sobre la vida de la asociación cívica con la enunciación de un cuerpo de juicios estratégicos subordinados al expreso bien de la república y del orden supraestatal.
Es por eso que se nos ha ocurrido ofrecer en sus trazos esenciales los fundamentos descollantes de dos de las más penetrantes concepciones de la estrategia: la de Aristóteles de Estagira, el genial filósofo del siglo iv a. C, a quien tanto debe nues­tra civilización y que no en vano es uno de los supremos exponentes del saber humano, y la de Santo Tomás de Aquino, aquel insigne escolástico medieval al cual la Iglesia católica venera como su Doctor Universal.
Aristóteles y Santo Tomás son dos señeros mo­delos —modelos imparangonables— de la vocación sapiencial de Occidente, de una vocación que este Occidente ha arrojado al cajón de los trastos en desuso y que, por eso mismo, le han obligado a purgar esta honda hecatombe de una civilización impía, descastada, traidora de sus padres, renegante de toda tradición y ganada por un enceguecimiento indudablemente aniquilante.
Ignorando u olvidando a Aristóteles y a Tomás, Occidente se ha autodecapitado, lo cual no vale solamente para el aspecto metafísico del saber de nuestra civilización, sino también para las cosas concernientes a la concreta existencia histórica de nuestras comunidades políticas, pues si es poco ve­rosímil que los teólogos y los filósofos tengan apti­tudes para gobernar los estados, como sí las debie­ran poseer los príncipes, no lo es menos que éstos comenzaron a sembrar la ruina de la sociedad en el mismo instante en que renunciaron a inspirarse en las obras eminentes de aquéllos que, como el Es-tagirita y el Angélico, nos han brindado el bello tesoro de sus serenas meditaciones acerca del mun­do, del hombre, de Dios y de la ciudad para que aprovechemos su generosa docencia. Descártense la Política de Aristóteles y el De regimine princi-pum de Santo Tomás; súplanselos por el Contrato social de Rousseau y El capital de Marx; agítese bien esta metamorfosis revolucionaria y después verifiqúense los efectos: helos aquí, no siendo otros que la desesperación detectable por doquier y esta suerte de antropofagia del hombre que se devora a sí mismo por haberse empecinado en anhelar ser el alfa y el omega de todo cuanto es.
Ni Aristóteles ni Santo Tomás fueron hombres de armas. Aquél no estuvo distante de los trajines políticos de Grecia; pero consagró su paso por esta tierra a la profundización racional en las cosas, ha­biéndolo hecho de un modo tan elevado que sus herederos le tuvieron por el Filósofo por antono­masia. Este fue un humilde fraile mendicante, el cual, aunque en su familia no escaseaban los miem­bros del gremio militar, prefirió abocarse a la con­templación de la divinidad, a predicar el Evangelio y a rendir homenaje a la verdad ejerciendo el oficio de teólogo y de filósofo. No obstante, ninguno de ambos ocultó su interés por el significado que la misión de las fuerzas armadas reviste en el orden político. De ahí que no sea lícito eludir el aporte de estos hombres ilustres si es que deseamos obte­ner una robusta noticia en torno a una faceta tan meridiana de la vida civil como la es la del esta­mento castrense.
No nos sorprendería que la evaluación de las doctrinas estratégicas de Aristóteles y de Santo To­más provocara extrañeza tanto a los peritos en asun­tos militares cuanto a los propios filósofos y teólo­gos. Se trata de una cuestión raramente indagada por los historiógrafos y por los comentaristas de nuestro tiempo, a cuya rareza contribuyó, cierta­mente, el hecho de que estos autores hayan com­puesto muy pocas y dispersas páginas al respecto; pero dicha parquedad literaria no comporta la me­nor negligencia en el cuidado de los problemas allí involucrados. En el capítulo tercero de este mo­desto libro intentaremos explicar esta circunstancia cu base a un criterio científico sostenido por ambos ron pareja energía: la mutua e inseparable perte­nencia de la esfera militar a la esfera política y de la esfera política a la esfera militar. Esta corres­pondencia, con todo, no quiere decir que esas es-leras sean indiscernibles entre sí.
Con leves modificaciones, el texto del primer ca­pitulo de este ensayo fue tomado de un artículo publicado meses atrás en el anuario del Instituto de Filosofía Práctica, cuyo director, el Dr. Guido Soaje Ramos, profesor de la Universidad de Buenos Aires, ha tenido la amabilidad de incluirlo en ese prestigioso periódico.1 Me complace expresar mi más sincera gratitud a este distinguido filósofo por la autorización concedida para reproducir aquel texto y por las valiosas enseñanzas con que nos honra mediante sus escritos y su irreemplazable consejo personal.
El texto del par de capítulos posteriores se publi­ca por vez primera. En ellos se ha pretendido señalar no sólo la originalidad del enfoque tomista, sino igualmente las causas de la excelencia teológica y filosófica de las tesis aquinianas en comparación con las de Aristóteles.
Abrigamos la creencia de que la doctrina de San­to Tomás sobre las materias militares merece una restauración que hasta ahora se le ha retaceado en el marco de las ciencias morales. Este relegamiento no tiene justificación alguna, habiendo incidido, y con deplorables redundancias, en el estancamiento y en el desvarío de los sistemas relativos a los re­gímenes constitucionales y al derecho de guerra que pulularan en la vorágine logomáquica de la mo­dernidad.
Mario Enrique Sacchi
Buenos Aires, 1º de marzo de 1982.

1 M. E. Sacchi, Aristóteles y la estrategia: “Ethos” VIII (1980) 109-137.