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El progresismo cristiano – Julio Meinvielle

312 páginas
Editorial Cruz y Fierro
1983

Encuadernación rústica
Precio para Argentina: 40 pesos
Precio internacional: 12 euros

Está fresca aún sobre la impresión de los católicos, la enérgica reprobación del Papa Juan Pablo II a la llamada Teología de la Liberación y las pulidas declaraciones del Cardenal Ratzinger —Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe— sobre las desviaciones heréticas de toda índole producidas después del Concilio Vaticano II. Roma parece no perder ocasión de hablar sobre el problema y de advertirnos con firmeza. El Progresismo es pues, ahora, un error incontestablemente condenado, irreversiblemente descalificado, en­fáticamente enjuiciado.
Pero no era sencillo quince, veinte o más años atrás —en pleno auge de la herejía y de sus difusores— señalar el error, defender la doctrina verdadera, desenmascarar las falacias, desmontar los engaños sutiles y las ambigüedades perversas, indicar las desviaciones, mostrar las fuentes, los antecedentes y los orígenes del mal, prevenir sobre las consecuencias dolorosas que se sucederían de no mediar rectificaciones, atreverse con los intocables heresiarcas, y hacerlo todo con un amor inmenso a Cristo, a Su Madre y a la Santa Iglesia. No era sencillo, pero el Padre Julio Meinvielle lo hizo. Este libro — cuidada; recopilación de escritos sobre el particular— lo recuerda y lo ratifica.
Algún día, se ha de reconocer que, a la Argentina, le cabe el honor de haber sido una de las primeras naciones que más y mejores pensadores movilizó en contra de la herejía progresista. Ese día, el nombre del Padre Julio Meinvielle y sus libros eminentes —de los cuales, este es un claro testimonio— ocu­parán, sin retaceos, un sitio de honor en la historia de la Cristiandad.

ÍNDICE

Pbro. Carlos M. Buela: Prólogo           1
Capítulo I: FENOMENOLOGÍA DEL PROGRESIS­MO
El fenómeno progresista         13
Algunos errores y desviaciones del progresismo cristiano       15
El error fundamental del progresismo             18
Capítulo II: FALSO FUNDAMENTO DEL PROGRE­SISMO CRISTIANO
Los cuatro valores de una civilización normal …   26
Las tres grandes revoluciones             28
El estado convulsivo del hombre moderno      33
¿Por qué la tentación filocomunista del progresismo cristiano?            35
Capítulo III: JALONES DEL PROGRESISMO CRIS­TIANO
El progresismo de Lamennais             40
El progresismo de Maritata                43
El progresismo de Emmanuel Mounier           44
El progresismo de Teilhard de Chardin           48
El progresismo y el Concilio Vaticano Segundo .   54
Capítulo IV: LA “ECCLESIAM SUAM” Y EL PRO­GRESISMO CRISTIANO
Panorama que abarca y que nos propone la “Ecclesiam Suam”          58
La conciencia de la Iglesia de su propia naturaleza y misión                84
Algunos errores en este punto de la conciencia de la Iglesia               68
Naturaleza de la renovación de que tiene hoy necesidad la Iglesia      89
El diálogo de la Iglesia con el mundo              75
Peligros en que puede incurrir en este diálogo de la Iglesia con el mundo        78
Los diversos círculos en que debe encerrarse el diálogo         80
Conclusión                 82
Capìtulo V: EL SIGNIFICADO DE LA CANONIZACIÓN DE PIO X   87
Capítulo VI: SERMÓN DEL PADRE 1ULIO MEINVIELLE EN LA PRIMERA MISA DEL P. CARLOS BUELA            98
Capítulo VII: EL ESTADO ACTUAL DE LA REVO­LUCIÓN MUNDIAL, PROCESO DE DESTRUC­CIÓN DE LA CIVILIZACIÓN CRISTIANA
El progresismo como camino de la Iglesia Católica a la religión universal      107
Los grandes obstáculos para el gobierno mundial 123
Capítulo VIII: PRÓLOGO A “LA MASONERÍA DEN­TRO DE LA IGLESIA” DE PIERRE VIRION     131
Capítulo IX: DE LA ACEPTACIÓN DEL COMUNIS­MO EN VIRTUD DEL SENTIDO DE LA HISTORIA
Sobre la aceptación del muido laico-proletario La razón de ser de la historia profana
Capitulo X: LE PAYSAN DE LA GARONNE
Un viejo laico se formula preguntas a propósito del tiempo presente            1.63
El humanismo integral de Maritain abre el camino al actual progresismo       164
“Le Paysan de la Garonne”, repudiado por progresistas y por tradicionalistas          171
Posición progresista de Maritain en la relación espiritual-temporal   174
El progresismo de Maritain en la utilización de lo sobrenatural camo fermento revolucionario 180
El progresismo de Maritain altera el sentido de la historia que llevan los pueblos modernos 184
La interpretación progresista de Maritain de los documentos del Vaticano II            187
El maniqueísmo en el progresismo maritainiano . 191
Capsulo XI: MARITAIN    199
Capítulo XII: UN NEO-CRISTIANISMO SIN DIOS Y SIN CRISTO, TERMINO DEL PROGRESISMO CRISTIANO
Un remodelaje radical del cristianismo tradicional 205 Crítica de la idea tradicional de Dios o del teísmo 208
Crítica de la cristología tradicional   212
¿Qué es entonces el cristianismo no religioso? …. 216
La nueva moral de Robinson            219
El nuevo cristianismo de Robinson   222
Un cristianismo anti-cristiano           225
Capítulo XIII: CARTA A “LA NACIÓN” SOBRE TEILHARD DE CHARDIN   229
Capítulo XIV: UN PROGRESISMO VERGONZANTE Y DESVERGONZADO           233
Capitulo XV: SI UN CIEGO GUIA A OTRO CIEGO
El corazón de la Encíclica y su escamoteo   263
Prosigue el escamoteo de la Encíclica          266
El derecho a criticar la “Humanae Vitae”      269
Capítulo XVI: “HOMBRE NUEVO”, ¿NORMAL, DEGRADADO O INMADURO?     273
Capítulo XVII: LA INDISOLUBILIDAD DEL MA­TRIMONIO
La doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio …. 280
La indisolubilidad del matrimonio      282
La diversa firmeza de indisolubilidad en diversos matrimonios         284
La posición del P. Hancko  287
Capítulo XVIII:  SOBRE LA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO          293
Capítulo XIX: MARÍA, ARQUETIPO DE DIOS        301
índice General          309

LA OBRA

Si como bien se ha dicho la última de las he­rejías es negar que ellas existan, el progresismo es doble­mente peligroso. Por su contenido heterodoxo en primer término y porque una parte sustantiva de ese contenido consiste en diluir, acallar o reducir la noción de ortodoxia desdibujando los límites entre la verdad y el error. Así, el progresismo no suele presentarse como enemigo frontal de la Iglesia sino como una reformulación legítima, como el retorno a las fuentes y a la depuración originaria. A veces, adopta también la actitud de avanzada o vanguardia en nombre de la preservación de la Fe acorde con los sig­nos de los tiempos; y en otras oportunidades —las menos— sus propulsores creen obrar —u obran realmente— con buenas intenciones, pero ya en el extravio son incapaces de rectificarse y el mal sembrado ocasiona frutos de perdición.
De todas formas, bien nos advirtió Paulo VI que el progre­sismo “no era cristiano ni católico”; lo cual supone, para los fieles, una actitud de precaución y de rechazo sin reser­vas, y para los pastores, la obligación de señalar los pe­ligros y defender la doctrina de siempre. Defenderla en to­dos los ámbitos, porque todos y cada uno de ellos han sido distorsionados por los progresistas. Desde lo dogmático hasta lo pastoral, desde lo litúrgico hasta lo escriturístico, lo moral, lo filosófico o lo político.
Y bien; el Padre Julio Meinvielle se nos muestra aquí con toda su talla de teólogo y maestro de sabiduría, con todo su poderoso despliegue intelectual al servicio de la Verdad, con su capacidad inquisitiva y critica, y ese don casi irrepe­tible de llegar hasta el fondo de las cuestiones para desar­mar las falacias y mostrar el orden. En tal sentido, el libro es una verdadera antología de sus trabajos más destacados sobre el error progresista. Estudios, prólogos a libros de terceros, homilías, contestaciones epistolares, folletos hoy inhallables, artículos de antigua y nueva data, escritos to­dos elaborados en situaciones diversas pero con el común denominador de servir a la Cristiandad. Este es el supremo factor que los reúne y armoniza. Sea explicando la fenome­nología del progresismo, sea replicando a Lammenais, Maritain, Mounier, Teilhard, Robínson, Mejía o Hancko, la fuer­za discursiva de Meinvielle se manifiesta vigorosa e infle­xible, pero justa y caritativa a la vez. El capitulo final —María, arquetipo de Dios— es un bellísimo colofón digno de esta obra. Se trata de un antiguo ensayo del Padre Julio publicado en Ortodoxia en 1944 y desconocido para la ma­yoría de sus lectores. La profunda alabanza a María Santísi­ma —nadie como ella para exterminar herejías— cierra este libro que ningún católico auténtico puede dejar de leer.

EL AUTOR

El Padre Julio Meinvielle no necesita presen­tación, y mucho menos para los lectores de este fondo editorial en los que el insigne sacerdote publicara varias de sus obras más relevantes. Con razón, su discípulo Carlos Buela habló de “su admirable fidelidad a la gracia del Orden Sagrado… Meinvielle era un hombre vertical, un hombre de Dios, un hombre movido por Dios y por sus dones… No iba a lo político por lo político mismo, ni a lo económico o a lo social por lo económico o lo social… Iba allí para llevar a Cristo, para llevar la verdad de Cristo y la Santidad de Cristo también a lo temporal, porque sabia que “no hay otro nombre dado a los hombres por el que seamos salvos”. Su amor de Patria y de Dios fueron —como quería Castellani— un solo, verdadero y crucificado amor. Pero cumplió también con su deber de conductor y médico de al­mas. La tarea pastoral que realizó como párroco, las iniciati­vas y los proyectos que emprendió y ejecutó, la protección moral y física dispensada a los feligreses y a los más nece­sitados, el apoyo a los jóvenes y a los grupos familiares no son solamente la prueba de su fecundidad y magnanimi­dad, sino un rotundo mentís a tanto activismo estéril, a tan­ta demagogia populista. Fue capaz de hacer porque amaba el Ser, y pudo obrar con eficiencia porque cultivaba la con­templación como un hábito señorial. Con Meinvielle quedó demostrado una vez más aquello de San Pió X de que los mejores amigos del pueblo no son los novadores o revolu­cionarios, sino los tradicionalistas.
Dentro de este escenario debe ubicarse igualmente su de­dicación a la enseñanza y a la formación de discípulos. Eso si, “él nunca quiso ni tuvo —escribió Sacheri— discípulos meinviellanos, de espíritu sectario y puramente imitativos. Sólo quiso discípulos de la Iglesia y de Santo Tomás, signo éste del auténtico maestro.” Si por los frutos los conoce­réis, no hay aquí mejor conocimiento de su valía que adentrarse en las páginas de sus libros, en los textos de sus conferencias, en los editoriales de sus publicaciones, en sus innumerables colaboraciones escritas. Su apostola­do intelectual no dio ni pidió tregua. Apologista eximio, te­ólogo y filósofo, historiador, pensador social e investigador sistemático, fue un pertinaz “martillo de herejes” y un de­fensor inclaudicable de la Civilización Cristiana. Pero el autor académico y erudito, el intelectual destacado y brillante, era el mismo que organizaba y disfrutaba un campamento, que no temía en echar del templo a los pro­testantes comedidos e insolentes, que rezaba completo su rosario y compartía —literalmente— su pan y su bocado con los más indigentes. El mismo que fundó revistas como Diálogo, Balcón, Presencia y Nuestro Tiempo, que levantó un templo como el de Nuestra Señora de la Salud y un Ateneo como el de Versailles: y que escribió una treintena de obras magistrales, guía perenne y segura de todo pensar cristiano y argentino.

PRÓLOGO

Leyendo el índice de esta recopilación, un tanto despareja y desordenada, de conferencias, artículos y predicaciones de muy distintas épocas del Padre Julio Meinvielle, viene a la mente lo que decía Gilbert Keith Chesterton sobre Santo Tomás de Aquino: “pensaba pugnativamente … (lo cual) no quiere decir amarga o despectivamente, sin caridad, sino combativamente”.
Al igual que Santo Tomás, de quien se sabía deudor, el Padre Julio pensaba pugnativamente, como a todas luces es evidente. (El talentoso Cornelio Fabro admiraba su “vis” polémica.) Sos­tiene Ramiro de Maetzu que: “La cultura es polé­mica. No sé de ninguna obra ni de ninguna vida que haya marcado huella en la historia de la cul­tura, que no haya sido obra y vida de polémicas”. Solía repetirnos el Padre Julio: “Luchar es una gracia”.
Y si, impertérrito, durante casi cincuenta años, se mantuvo “firme en la brecha” (Sal. 106,23), es decir, estando siempre preparado y dispuesto. para combatir los combates de Dios, es porque su alma se alimentaba, asiduamente, en la contemplación de Jesucristo, el Logos hecho carne: en Sí mismo, en su Iglesia, en la Eucaristía, en cada hombre. Si alguien, para reprimir su indoblegable fortaleza, le hubiese aconsejado que se contentara con decir Misa, le hubiese respondido como lo hiciera Fray Francisco de Paula Castañeda: “es precisamente la Misa lo que me enardece, y me arrastra, y me obliga a la lucha incesante”.
De allí que haya podido detectar y denunciar “desde los tejados” (Mt. 10,27) el alud progresista de los años 60, tarea que llega a su plenitud, a mi entender, en su obra cumbre “De la Cabala al progresismo” (Ed. Calchaquí, Salta, 1970, 470 págs.). Era imposible que no advirtiera y nos advirtiera las desviaciones del neomodernismo, porque su fin principal, como todos los errores que se dan acerca de las verdades que profesa la Iglesia, “es dismi­nuir a Cristo en su dignidad” (Santo Tomás, “Con­tra los errores de los griegos”, Ed. Marietti, n. 1078/9).
Disminuyen la dignidad de Cristo, los progre­sistas liberales, que no quieren el imperio de Cristo Rey sobre la sociedad, sobre la política, la econo­mía, la cultura, las naciones y los Estados. Dismi­nuyen la dignidad de Cristo, todos los progresistas, que no afirman la necesidad absoluta de la gracia para la solución de los problemas del hombre —incluso de los problemas temporales: “Si Dios no cuida la ciudad, en vano vigilan los centinelas” {Sal. 127,1)— frustrando así la venida del Hijo de Dios en carne: “La gracia y la verdad vienen por Jesucristo” (Jn. 1,17). Disminuyen la dignidad de Cristo, los progresistas marxistas, que pretenden poner a Cristo y a su Iglesia al servicio de la Revo­lución, vaciándoles de su contenido sobrenatural.
Atentan contra la dignidad de Cristo, al atentar contra la fe y moral enseñada por Cristo. Léanse las Declaraciones de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: “para salvaguardar de
algunos errores recientes, la fe en los misterios de la Encarnación y de la Santísima Trinidad” (21/2/72), “sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia para defenderla de algunos errores actuales” (24/6/73), “sobre algunas cuestiones referentes a la escatología” (17/5/79), “sobre el aborto” (18/11/74), “sobre ciertas cuestiones de ética sexual” (relacio­nes prematrimoniales, homosexualidad, masturba­ción, etc. 29/12/75), “sobre la admisión de las mu­jeres al sacerdocio ministerial” (15/10/76), la re­centísima del 6/8/83 “sobre algunas cuestiones concernientes al Ministerio de la Eucaristía”, ¿ello no indica que algunos han llegado alguna vez a oponerse a la fe y moral católicas incluso en cosas fundamentales? ¿Acaso el “Credo del Pueblo de Dios” (30/6/68), no salió al cruce de los que de­rribaban verdades de la doctrina cristiana, como algunos católicos “cautivos de cierto deseo de cam­biar y de innovar”?
Repugnan, manifiestamente, a la dignidad de Cristo, los errores doctrinales sobre la Eucaristía, que merecieron la encíclica Mysterium Fidei de S. S. Pablo VI, al igual que degrada la dignidad de Cristo tanta “liturgia” populachera, chabacana, cursi y de mal gusto que destruye el “sacrum” del misterio (cf. la carta de Juan Pablo II a todos los sacerdotes para el Jueves Santo de 1980). Y, ¿no hay que hablar aquí de la campaña orquestada a nivel internacional, en contra del celibato de los ministros de la Eucaristía, que ocasionó la encí­clica Sacerdotalis Coelibatus (24/6/67)?, ¿habrá que hacer resaltar “el significado cristoiógico del celibato” (cf. dicha encíclica n. 19/25)?
Rebaja la dignidad de Cristo todo lo que rebaja la dignidad de su Madre Santísima, la Virgen María. Pablo VI no tuvo empacho en recordar la doctrina del culto de la Sma. Virgen en textos “sobre los que no será inútil volver para disipar dudas” (cf. Mamaus Cultus, 2/2/74). Un perito en pastoral llegó a afirmar públicamente que era necesario derribar los santuarios marianos “porque eran focos de superstición” (sic).
Ensayan deshacer a Cristo buscando disminuirlo en su dignidad los que no aceptan —de hecho o de derecho— la verdadera y única cabeza visible de la Iglesia, el Papa, porque diluyen, patente­mente, la unidad del Cuerpo Místico: no puede ser un solo Cuerpo, si no tuviese una sola cabeza; ni una sola comunidad, si no tuviese un solo jefe, como lo enseñó su Fundador: “un solo rebaño y un solo pastor” (Jn. 10,16). Recuérdese, por ejem­plo, las desviaciones de Hans Küng y de tantos otros, y, siguiendo un camino aparentemente opues­to, las experiencias de Econe, y en la exacerbación, los del Palmar de Troya, etc. Véase, asimismo, por poner dos ejemplos bien visibles, la falta de obe­diencia de los progresistas a la única cabeza visible de la única Iglesia fundada por Cristo, en el ma­noseo desacralizante de la liturgia y en el no vestir el hábito eclesiástico.
Buscan, los progresistas, disminuir la dignidad de Cristo al impedir el desarrollo de su vida en nuevos seres humanos por estar en contra de la trasmisión de la vida humana, de allí la necesidad de la encí­clica Humanae Vitae (25/7/68), y en contra de la trasmisión de la vida divina, de allí la necesidad de la Evangelii Nuntiandi y de tratar en el pró­ximo Sínodo, entre otras cosas, de la importancia insustituible del sacramento de la Confesión. Tam­bién hemos leído que “los sacramentos son la re­mora de la Iglesia” (sic), siendo, como en verdad son, los que impulsan con bríos impetuosos e im­parables, con fuerza, vigor, resolución y energías arremetedoras, a la nave de la Iglesia, ya que son, en el decir de Santo Tomás “instrumentos separa­dos de la Divinad” y “como reliquias divinas de la Encarnación”.
Disminuyen la dignidad de Cristo al tratar de bautizar la llamada filosofía moderna —lo que no connota una razón cronológica, sino ontológica—, en cuanto cerrada a la trascendencia y, por tanto, ne-gadora a priori de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, “creando de esta manera una nueva gnosis” (Pablo VI, 24/5/76).
Los progresistas rebajan la dignidad de Cristo al meterse en lo temporal olvidándose de lo eterno; al no llevar las soluciones adecuadas para los acu­ciantes problemas temporales de falta de justicia, de paz, de pan y de techo; al hacer silencio no de­nunciando a los verdaderos enemigos del progreso y desarrollo de los hombres y de los pueblos; al diluir, los sacerdotes, su carisma sacramental que los identifica con Cristo Sacerdote, invadiendo cam­pos que son privativos de los seglares; al no tener vigor para tomar una posición, clara, firme y sabia, frente a la cultura moderna; al no enseñar que todo —cultura, política, economía, trabajo, familia, etc.— se debe subordinar, respetando las legítimas auto­nomías, al señorío del único Rey de Reyes y Señor de los señores. Clama Juan Pablo II: “¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del des­arrollo”.
En años ya pasados, el enfriamiento del ímpetu misionero, el vacío y liquidación de los seminarios y noviciados, el abandono de su ministerio por parte de tantos sacerdotes y de su generosa entrega en tantas almas consagradas, la ausencia de gran­des convertidos, fueron señales indubitables de la esterilidad y de la destrucción que caracteriza al fenómeno progresista, como justa réplica por tratar de experimentar buscando derogar la dignidad de Cristo.
Han buscado la disolución de Cristo al difundir errores en la fe y en la moral que causaron —y causan— muchísimas muertes espirituales, ya que “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre” (Gaudium et spes, 22). En fin, disminuyen la dignidad de Cris­to al trabar el verdadero progreso, material y espi­ritual, del hombre, imagen de Cristo.
Era un absurdo para un alma contemplativa del misterio del Verbo encarnado, como lo era el Padre Julio, excusarse de dar testimonio comportán­dose como “un perro mudo” (Is. 56,10) frente a los que rebajan la majestad de Jesucristo. Tenía el don de pensar pugnativamente porque defendía la dignidad de Jesucristo y ello como fruto de la caridad. Escuché a alguien decir con cierta sorna: “¡Qué habrá dicho si se encontró con Maritain en el cielo!”, inmediatamente pensé: “¡Se habrá ale­grado sobremanera!”. Amaba a los enemigos y, porque quería la salvación eterna de todos, odiaba el error. Nos enseñaba que “el amor cubre mul­titud de pecados” (1 Ved. 4,8) y que hay que rezar y hacer penitencia por los que están en el error y por los que nos persiguen, perdonándoles de cora­zón: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hech. 7,60). Finalmente, de hecho, les debemos muchísimo, ya que, a su pesar, trabajan para nues­tro bien, si de verdad amamos a Dios: “Todo su­cede para bien de los que aman a Dios” (Rom. 8.28), y debemos estarles agradecidos ya que sus errores son ocasión de que clarifiquemos y profun­dicemos en la fe. y su persecución injusta nos po­sibilita vivir la octava bienaventuranza, nos hace ganar muchos méritos para la vida eterna v nos obtiene una fecundidad sobrenatural insospechable. En forma parecida, los que rebajan la dignidad de Cristo nos agradecerán que no les hayamos dejado hacer, con más libertad y en mayor extensión su obra a favor del error y del engaño.
Por tanto, como lo pidió la Virgen en Fátima, siempre debemos rezar y hacer penitencia, especialmente en este tiempo, por aquellos que “menos­precian el señorío i¡ blasfeman de las glorias… apacentándose a sí mismo; son nubes sin agua arrastradas por Jos vientos; árboles otoñales sin fruto, dos veces muertos, desarraigados; olas bravas del mar, que arrojan la espuma de sus impurezas; astros errantes a los cuales está reservado el horco tenebroso para siempre” (Jud, 8, 12/13). Por ellos decimos con el Beato Luis Orione: “Colócame, Señor, sobre la boca del infierno para que yo por tu mi­sericordia lo cierre”, como lo vivió Meinvielle y como cabalmente lo entiende todo aquel que no disminuye la dignidad del amor de Cristo.
Sobre su sepulcro se grabó: “Amó la Verdad” (Cfr. 2 Tes. 2, 10) porque lo vivió en el más es­tricto sentido de la palabra. Amó la verdad refle­jada en cada partícula del universo por ser una chispa de la infinita Verdad, que es Dios. Amó la verdad y por ello estudiaba los problemas, incluso temporales, para lograr soluciones que nos llevasen u un mundo mejor para nuestra Patria y para toda la humanidad doliente y angustiada, sabía que “la verdad es la primera y fundamental condición de la renovación social” (Juan Pablo II, 19/6/83). Amó la verdad del hombre, de cada hombre, de todo el hombre y de todos los hombres. Amó la verdad enseñada por la Iglesia católica: “¡Sine illa peri-tur”, recordó Juan Pablo I. Amó a Jesucristo, la Verdad, y por amor a la Verdad argüyó contra “los murmuradores, querellosos, que viven según sus pa­siones, cuya boca habla con soberbia, que por inte­rés fingen admirar a las personas” (Jud. 16), buscan­do su salvación “arrancándolos del fuego” (Jud. 22) ni refutar sus errores para que no disminuyan a Jesucristo, que es el Único que tiene “palabras de Vida eterna” (Jn. 6, 68).
Pbro. Carlos Miguel Buela
Villa Progreso, Setiembre 3 de 1983,
San Gregorio Magno, Papa y Doctor.