254 páginas
medidas: 14,5 x 21 cm.
Ediciones Sieghels
2011, España
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 150 pesos
Precio internacional: 20 euros
La figura que representó los más dramáticos destinos de Alemania durante un período crucial en la historia del mundo ha sido descrita desde muchos puntos de vista por amigos y adversarios. Pero ninguno de los libros que sobre Hitler se han publicado posee el valor humano que le ha dedicado Heinrich Hoffmann, su fotógrafo oficial y uno de sus íntimos amigos. Ante nosotros aparece en este libro, no sólo el Führer del pueblo alemán, el conductor de multitudes, el fanático de un sistema político férreo e implacable, el hombre que llevó a su patria a la cumbre de su poderío material para arrojarla luego al abismo de la derrota, sino también Adolf Hitler; el hombre con sus fracasos juveniles, sus inquietudes artísticas, sus aventuras femeninas, sus diversiones y sus cóleras.
Traducido a la vez a varios idiomas, el libro de Hoffmann ha logrado en el mundo un éxito auténticamente excepcional.
Heinrich Hoffmann, hijo del fotógrafo Robert Hoffmann, trabajó con gran éxito como fotógrafo de prensa después de varios años de formación. Miembro activo del NSDAP (Partido Alemán Socialista de los Trabajadores), se convirtió en el fotógrafo oficial de Adolf Hitler del cual será amigo íntimo. Arrestado en los últimos días de la II Guerra Mundial por las fuerzas armadas US y condenado a diez años de cárcel por alta actividad pro-nazi. Heinrich Hoffmann falleció en Munich el 16 de diciembre de 1 957.
ÍNDICE
I. Las primicias de una profesión
II. Fotógrafo de los rostros del mundo
III. Vida bohemia
IV. El Führer y los augures
V. «Mi esposa es Alemania»
VI. Hitler, el artista
VII. El hombre ante el miedo
VIII. La caída
Subtítulos
Capítulo I
(extractos)
LAS PRIMICIAS DE UNA PROFESIÓN
HEINRICH HOFFMANN, fotógrafo de Hitler: bonito título para consignar en las tarjetas de visita.
La presentación está hecha: ese fotógrafo soy yo.
Fotógrafo lo soy desde siempre; y los domingos, un maniático del lápiz y del pincel. Mi padre era fotógrafo, hice mi aprendizaje en su estudio, bien instalado, al que acudió a «posar» todo cuanto existía de famoso en calidad de reyes y de príncipes, de artistas, de cantantes, de políticos.
Adolfo Hitler fue una de esas «estrellas» de la actualidad.
Todo hubiera podido quedar reducido a unos segundos ante la cámara: «Levante la cabeza, sonría, no se mueva ya»; pero he aquí que de ese contacto surgió entre él y yo una amistad que nada tiene que ver con la política (de la cual lo ignoraba yo todo y que no me importaba en absoluto), aunque se originó, como se decía antes en electricidad, de la atracción de los polos opuestos; él concentrado por completo en sus ideas, austero, no fumador; yo, un alegre vividor, bohemio a ratos. Debía yo servirle para descansar de sí mismo. Y teníamos en común dos caracteres impulsivos, apasionados por el arte.
Una amistad la explica uno como puede, generalmente muy mal.
Lo realmente cierto en la amistad Hitler-Hoffmann es que permaneció incólume en el curso de los años caóticos que hemos vivido, y aunque Adolfo Hitler no fuera ya la «estrella» política que venía a posar ante la cámara, sino el personaje central de la historia del mundo.
No sigamos una pista falsa; Heinrich Hoffmann y Hitler, Führer y Canciller del Tercer Reich, ni la menor relación tenían (o muy poca). Pero Adolfo Hitler fue mi amigo, desde el día de nuestro primer encuentro hasta su muerte. Y yo también fui su amigo.
(…)
***
—No puedo indicarle todavía la fecha de la autorización para fotografiarme; pero eso se hará, se lo prometo, señor Hoffmann, y usted tomará las primeras fotos.
Quien así hablaba era el propio Adolfo Hitler. Con el corazón conmovido estreché la mano que me tendía.
Estábamos en 1923. Esas palabras, que forman parte de mi pequeña historia, constituyen los cimientos de una carrera que construí durante más de veinte años: la de fotógrafo libre. En efecto, libre de toda función oficial, aunque perteneciendo al círculo íntimo que le rodeaba. Esas palabras señalan también el final de un episodio que había empezado para mí con este telegrama: «Envíe inmediatamente fotos Adolfo Hitler. Oferta, cien dólares». Expedido por una famosa Agencia fotográfica americana, ese mensaje me llegó estando en Munich, el 30 de octubre de 1922. El precio me pareció excesivo. Por una foto de Ebert, presidente de la República, el precio corriente estaba fijado en cinco dólares; y los precios por personajes análogos eran semejantes: y he aquí que por las de Hitler, relativamente desconocido, aquellos americanos me ofrecían veinte veces más. ¡Qué locos!
Comuniqué mi asombro a Dietrich Eckart, redactor-jefe del Voelkischer Beobachter, uno de mis amigos que se hallaba conmigo. Eckart era también íntimo de Hitler, uno de los que sostenían financieramente el movimiento político con los porcentajes obtenidos de su traducción de Peer Gynt y los derechos de autor dramático que recibía de Suiza.
¡Cien dólares! Un negocio que no se podía dejar escapar. «Eckart es un compañero», me dije. «Va a ponerme en relación con Hitler.» Había yo pensado en voz alta. Eckart se apresuró a desengañarme. Me explicó suavemente, con un énfasis refrenado:
—Si una agencia desea alguna foto de Hitler, habrá de pagar, no cien, ni mil, si no, se lo aseguro, treinta mil dólares.
¿También Eckart se había vuelto loco? Intenté explicarle que Hitler era una especie de patrimonio público, que ningún fotógrafo tenía exclusividad alguna sobre él, que toda cámara, con tal de hallarse en su camino, tenía derecho a captar sus actos y gestos sin pagar un céntimo.
—Entonces —añadí—, ¿quién es el imbécil que por ese placer gratuito iba a ofrecer pagar treinta mil dólares?
Me exalté, argumenté: había yo hecho fotos de emperadores, de reyes y de celebridades del mundo entero. Y no me habían pedido un solo «pfenning» por ello. Al contrario, era a mí a quien pagaron, incluso Caruso, al que no le había enviado nunca una factura ningún fotógrafo del mundo. ¿Y quién iba a hacerme admitir que Caruso era un personaje mínimo comparado con Hitler?
Pero Eckart no cejaba. Hitler, según él, tenía sus razones para negarse a ser fotografiado; era ésta una de sus actitudes en la partida de ajedrez político que jugaba. Todo el mundo oía hablar de él, todo el mundo estaba al corriente de su ascensión política y nadie había visto nunca su imagen. La gente se sentía curiosa, intrigada hasta el frenesí. A esto se debía el que se precipitase a sus mítines políticos. Cuando salía de ellos, la curiosidad era substituida por una convicción; y aquellas gentes se convertían en miembros del Partido.
—Hitler —seguía él diciendo— tenía el poder de dar a cada uno la impresión de serle indispensable.
Y mi buen Eckart, entregándose a su manía favorita, hacía girar su «disco» Hitler. Y clamaba:
—Pretende usted que no hay nadie lo suficientemente loco para ofrecer treinta mil dólares por una foto de Hitler. Pues yo le digo que él ha rechazado ya una oferta de veinte mil.
No lograba yo comprender cómo un hombre, fuera el que fuese, no había brincado de entusiasmo ante semejante proposición. Pero por lo visto (según Eckart) yo no entendía a Hitler. Aquellos treinta mil dólares valederos por una foto que sería una rareza gráfica le permitirían extender el grupo en formación que era responsable del orden durante sus reuniones políticas; treinta mil dólares, después de todo, no era un precio exorbitante por una foto en exclusiva que podía ser distribuida en el mundo entero.
Eckart estableció una especie de colaboración con el semanario de Munich Simplissimus, bastante mal dispuesto con respecto a Hitler, pero que hacía un servicio apreciable a su propaganda. Con el pie de «¿A quién se parece Hitler?», aquel periódico publicó una serie de caricaturas que pretendían responder a la pregunta.
Todo esto me daba mucho qué pensar. Si podía yo «cazar» a Hitler, como decimos en nuestro argot profesional, nadie vendría a disputarme los famosos veinte mil dólares. Pues bien, nada era para mí imposible. Penetró una decisión en mi gruesa testa bávara ¡tan dura como el cráneo austríaco del señor Hitler! Eckart me prometió guardar silencio sobre mi proyecto de «atentado fotográfico».
—Aunque Hitler —añadió— conocía todos los trucos del oficio.
* * *
Ahora bien, mi estudio del número 50 de Schellingstrasse estaba precisamente enfrente de la imprenta Mueller: allí era donde se tiraba el diario de Hitler Voelskischer Beobachter. Hitler iba allí a hacer sus visitas de inspección en su viejo auto verde, y yo empecé a vigilar: la fiebre del cazador me atenazaba.
Después de una semana de inacción, descubrí una buena mañana el famoso coche parado ante la oficina del editor. ¿Estaba allí Hitler? Para comprobarlo entré tranquilamente en las oficinas del diario con el pretexto de saber si mi amigo Eckart estaba en ellas.
Y, en la sala de redacción, a quien vi no fue a Eckart, sino al propio Hitler escribiendo ante una mesa. Le hubiera reconocido ante cien, sólo por su bigotito característico, su impermeable, su corbata-talismán, colocada sobre la mesa junto a él. Se volvió hacia mí; aproveché la ocasión:
—¿Sabe usted si está aquí Eckart? —le pregunté.
—No —contestó Hitler—; yo también lo estoy esperando.
Le di las gracias, asegurándole que volvería más tarde. Y, una vez cerrada la puerta, corrí hacia mi estudio para coger mi máquina, una gran 13/18 «Nettel». Hagamos memoria: esto se sitúa «antes del diluvio», es decir antes de la época de las máquinas portátiles, que son la comodidad y la seguridad de los actuales fotógrafos de Prensa.
De vuelta en la calle, tenía yo los ojos clavados en el auto verde. No era muy bonito, que digamos, aquel coche. Una vieja caja silenciosa sólo cuando estaba parada y que dejaba escapar por el asiento posterior los restos de crin con que había sido tapizada. Un carro se colocó detrás del «cacharro», que el caballo, hambriento, tomó por un seto engullendo un enorme bocado de relleno. Pero, asqueado por el polvo, estornudó, tosió, resopló y acabó por arrojar la crin que le había engañado. Entretanto, el chófer, con un aburrimiento sombrío, desconocedor del drama, contemplaba el paso del tiempo. Mi objeto era entrar en conversación con él. Grité sin miedo a las represalias:
—¡Eh, buen hombre! ¿No ve usted que ese penco se está almorzando el asiento trasero?
El chófer se volvió para vomitar una sarta de insultos en el mejor bávaro (es decir, en el peor), dirigidos al dueño del caballo. Pero él y yo, éramos ya unos camaradas.
Pasaron, unas tras otras, las horas. Siempre y sin cesar examinaba yo mi máquina, la ponía a punto por centésima vez: así distraía la espera. Estar esperando ha acabado siempre con mi buen humor: y, sin embargo, eso forma parte de mi oficio.
¡Por fin!
Por fin salió Hitler, acompañado de tres personas. Había llegado el momento de entrar en acción. El segundo del destino: el disparador funcionó. ¡Ya le tenía en mi cámara! Sí, pero un instante después mis puños fueron asidos por unas manos sin la menor suavidad. ¡Los tres hombres de la escolta se habían abalanzado sobre mí! Uno de ellos me agarró por el cuello y se entabló una lucha furiosa entre ellos y yo. Hubiera escogido la muerte antes que abandonar mi máquina. Sin embargo, la lucha resultaba demasiado desigual. Impotente, mientras uno de aquellos hombres me sostenía, vi cómo los otros dos se apoderaban de la placa y la exponían a la luz. ¡Se habían derretido mis treinta mil dólares! Aullé que era aquello un atentado injustificable a la libertad individual… hallándome en el ejercicio legal de mi profesión…
La cólera amontonaba las palabras en mi boca, mientras que, sin contestar una palabra, los tres hombres volvieron hasta el coche, que se adelantaba lentamente. Hitler ya estaba sentado dentro cuando subieron, colocándose a su alrededor.
Permanecí pues, allí, con la corbata torcida, la máquina averiada y obteniendo como único pago una sonrisa de Adolf Hitler.
Después de aquel fracaso indescriptible, fui víctima de una obsesión: tenía que lograr una foto de Hitler. Pasaron unos meses.
Un día tendí un lazo a mi amigo Hermann Esser, miembro del círculo de Hitler, que me había anunciado su casamiento. Estaba obligado a hacerle un regalo.
—Pero —dije, después de un momento de reflexión—, mejor que regalarle a usted un tercer juego de cubiertos o una quinta fuente de postre, permítame que organice su «lunch» de boda. Daré una fiesta tan bonita en mi casa de Schnorrstrasse que el propio Lúculo se sentiría complacido.
Mi idea le encantó. Me dijo entonces que Drexler, fundador del Partido Obrero Alemán, del que debía salir más adelante el N. S. D. A. P, y Hitler en persona habían prometido ser testigos de su boda.
¡Hitler! ¡Adolf Hitler! ¡Entonces o nunca! Iba a realizar aquella hazaña en mi propia casa, del modo más fácil del mundo. Hitler—me lo había dicho Eckart— era muy aficionado en aquella época a los pastelillos y a los dulces.
Encargué una gigantesca tarta de boda en casa de un amigo mío, apasionado hitleriano, que me prometió confeccionar una obra maestra. Guiñándome un ojo, aquel maestro en su profesión me anunció también una sorpresa.
Cuando Hitler llegó me reconoció inmediatamente entre los otros invitados.
—Me abochorna lo que sucedió —me dijo—. Le trataron a usted con demasiada dureza. Espero poder darle hoy explicaciones sobre ese incidente.
Por diplomacia tomé el asunto a broma y le aseguré a Hitler que en mi profesión había que afrontar aquella clase de aventuras.
Ahora era él quien pareció agradecido de no guardarle rencor.
—Señor Hoffmann —declaró—, hubiera sentido mucho que ese mal recuerdo pudiera ensombrecer su buen humor, echando a perder un poco esta velada.
Sirvieron el lunch. Aunque Hitler no bebía nunca alcohol, sabía ponerse a tono con la alegría de la reunión y mostrarse como un conversador atractivo e ingenioso. Sin embargo, cuando Esser le pidió que hablase, se negó:
—Ante una multitud, lo haría. Pero, en un círculo íntimo, es imposible. Ya sea en una boda o en un entierro, no valgo nada, y les defraudaría.
Después de la comida sirvieron el café con la tarta de boda, un monumento de cerca de un metro de altura; y en el centro de ella la famosa sorpresa: un Adolf Hitler de bizcocho recubierto de almíbar rosado, Estaba yo inquieto: ¿cuál sería la reacción de Hitler ante aquel homenaje almibarado?
Él clavaba una mirada sin expresión en la figurilla, en la cual sólo el bigotito de caramelo ponía un rasgo de parecido con el original. Hice cuanto pude por disculpar al pastelero:
—Su intención había sido buena —dije—, lo cual merece siempre disculpa.
Por último, Hitler tomó el partido de echarse a reír, mientras Esser me musitaba al oído:
—No podemos, sin embargo, desprender la figura y comérnosla ante sus propios ojos. Zanjé aquel dilema:
—Sírvanse ustedes —exclamé alegremente, con un amplio gesto hacia la tarta, al lado de la cual había un gran cuchillo de plata.
Cada invitado cortó delicadamente un trocito de tarta, procurando con todo cuidado no tocar la figura
… Pero, al día siguiente, Heini, mi pequeño, con un aplomo carente de escrúpulos, se zampó los restos de la tarta, con figura y todo.
Todo se repite en la vida. Veintidós años después, otra tarta con una figurilla representando a Hitler fue colocada sobre la mesa del general Eisenhover y de sus invitados. Hay que reconocer que las circunstancias eran bastante diferentes. La ofrenda almibarada de un pastelero en 1923 era un sencillo homenaje al vencedor, mientras que en 1945 se repartían sus restos. Allí también se zamparon la tarta sin escrúpulos.
¡De gustibus non est disputandum!
El momento del café me pareció propicio. Entablé conversación con Hitler y le llevé solapadamente hacia el retiro de mi gabinete. Puse ante sus ojos mis medallas y diplomas, que coleccionaba escrupulosamente; medalla de oro del Progreso en el Arte de la Fotografía, concedida por la Asociación Fotográfica de Alemania del Sur; medalla de oro del Rey Gustavo de Suecia; gran medalla de plata de Bugra; medalla de Leipzig y otras más.
—Estaba decidido a ser pintor, e incluso fui alumno de la Academia del profesor Heinrich Knirr. Desgraciadamente, mi padre no consideraba el arte como una profesión. Tenía además un «slogan»: «Más vale ser un buen fotógrafo que un mal artista».
—A mí también me fue negada la carrera de pintor —me dijo Hitler con una sonrisa triste.
Discutimos un momento y, como Hitler parecía cada vez más encantado, tuve el valor de dar otro giro a la conversación:
—Eckart me ha explicado no hace mucho las razones de la timidez de usted ante el objetivo. Hasta cierto punto, se comprende. Pero, ¿puede rechazarse una oferta de veinte mil dólares?
—En principio —me lanzó él con énfasis— no acepto ninguna oferta. Soy yo quien formulo las peticiones. Y estas peticiones están meditadas, fíjese usted bien. El mundo es muy grande, no lo olvide. De modo que si piensa usted en el provecho que representa para un diario la exclusiva de una foto que podrá aparecer en miles de periódicos del mundo entero, comprenderá que esos treinta mil dólares son tan sólo una gota de agua en el mar. Quien acepta una oferta modesta pierde la cara, como dicen los chinos y no gana nada.
Su tono era desdeñoso.
—Vea usted esos políticos —dijo—. Viven en un estado de compromiso perpetuo. ¿Y qué les espera? Un triste fin. Escúcheme bien; ya verá cómo me impongo a todos esos malos actores que se mueven en la escena política.
Y al decirlo, la voz de Hitler crecía. Se le habría creído en un estrado, dominando a la multitud. Los invitados a la boda, en un salón contiguo, interrumpieron sus conversaciones y prestaron atención. Hitler y yo, alzando la voz, parecíamos disputar. Confieso que aquellas voces se hacían de pronto azarantes para mí. Hitler notó mi turbación, dejó de gritar y prosiguió con mucha calma:
—Cuándo voy a permitir dejarme fotografiar, es cosa que no puedo decirle. Pero lo que le prometo, señor Hoffmann, es que será usted el primero en saberlo.
Y me tendió la mano.
En aquel momento, mi ayudante entró y me entregó un negativo. Sí, había yo instalado mi máquina y, por sorpresa, la foto de Hitler estaba hecha. Expliqué todo esto, dije que había dado orden de revelar el clisé inmediatamente. Hitler contempló, primero la prueba y, luego, a mí. Tenía un aire burlón. Levanté la placa hacia la luz:
—El negativo es bueno, véalo usted mismo —le propuse.
—Poca exposición —declaró Hitler.
Yo me mantenía.
—La suficiente para una tirada perfecta.
Y repetí:
—¡Este negativo sería suficiente! —rompiendo el clisé contra la mesa.
Hitler se sorprendió. Yo expuse mis argumentos.
—Un trato es un trato. No le fotografiaré hasta el día en que me lo pida.
Diecisiete años después, en el Kremlin, hubo una segunda parte de este asunto con José Stalin. Estamos en 1939, con ocasión de la firma del Pacto de no agresión. ¿Estamos? No, no, ya llegaremos a eso.
—Señor Hoffmann, le quiero de verdad. ¿Puedo venir a verle a menudo?
La voz de Hitler expresaba una absoluta sinceridad. Respondí de todo corazón, sin la menor segunda intención comercial, que me congratularía mucho recibir su visita.
Aquel mismo día, los recién casados, Hitler, mi primera mujer y yo, fuimos juntos a Obersalzberg. Hitler nos había invitado a pasar unos días en la Platerhof mientras él permanecía en Wechenfeld (el Berghof del mañana), un agradable hotelito de estilo campestre que había él alquilado a dos señoras de Hamburgo. El Platerhof era por entonces un hotel que llevaba el nombre de Judith Plater: fue el escenario de la novela mundialmente conocida de Ricardo Voss, Zwei Manschen.
Hitler cumplió su palabra y fue un asiduo de mi casa.
ÍNDICE DE FOTOGRAFÍAS
El Profesor Hoffmann, cuando niño, con unos parientes
Una de las primeras fotografías de Hitler. Al fondo el retrato de Bismarck
Una manifestación patriótica al comenzar la Guerra de 1914. En el recuadro: Ampliación de Hitler, participante en dicha demostración
Matrimonio de los herederos del Trono de Baviera. En primer término se halla Monseñor Pacelli, entonces Nuncio y hoy Papa Pío XII
Hitler saluda a la Gran Duquesa Olga Cirila durante un acto de propaganda electoral, en 1923
Una de las primeras concentraciones del Partido Nacionalsocialista fue la celebrada en el Marsfeld de Munich el 28 de febrero de 1923
El juicio por el fracasado «putsch» del 9 de noviembre de 1923 en Munich
Hitler en su celda de la cárcel de Landsberg
Hitler a su salida de la cárcel
Hitler en traje de etiqueta
Hitler en el Congreso de Nuremberg
El Führer saluda a la señora Winifried Wagner en Bayreuth
El primer Gobierno presidido por Hitler, el 30 de enero de 1933
Hitler, el 30 enero de 1933, al tomar posesión de la Cancillería del Reich
El ministro de la Guerra, general Von Blomberg, conversando con el rey de Siam
Geli Raubal
Hitler y Rohem
Eva Braun
El profesor Hoffmann fotografía a Hitler rodeado de las altas jerarquías del Partido, en la Cancillería del Reich.
Hitler vestido al modo tirolés
Hitler y Von Neurath, ministro de Asuntos Exteriores.
Hitler saluda al obispo protestante Müller y al abad católico Schachleiner en la Tribuna de Honor del Congreso de Nuremberg
El mariscal Goering jugando con uno de sus leones favoritos
Los duques de Windsor visitan a Hitler en Obersalzberg
Conferencia de Hitler con los estadistas ingleses Lord Simon e Eden
Dos acuarelas de Hitler
El Berghof de Obersalzberg
Eva Braun junto a Hitler en una recepción celebrada en el Berghof
Lord Halifax junto a Hitler y Von Ribbentrop
La dramática entrevista entre Hitler y el Dr. Hacha, presidente de Checoeslovaquia
Hitler firma en el Hradschin de Praga, la declaración que convierte a Checoeslovaquia en Protectorado, después de la entrada de las tropas alemanas
El profesor Hoffmann brinda con Stalin, al firmarse el Pacto germano-ruso de no agresión en agosto de 1939
Una fotografía curiosa: Hitler sentado en unos escalones conversa con sus íntimos
Hitler contemplando una maqueta del Arco de Triunfo destinado a conmemorar la victoria bélica
Entrevista Hitler-Molotov, Berlín, 1940
El rey Boris de Bulgaria conversando con el Führer. Entre ambos está Von Ribbentrop
Hitler poco después del atentado del 20 de julio de 1944
Hitler pasa revista a los muchachos de las Juventudes Hitlerianas que más se han distinguido contra el invasor
El Führer condecora y felicita a los muchachos de las Juventudes Hitlerianas. Esta foto —complemento de la anterior— es una de las últimas de Adolfo Hitler (20 de abril de 1945)
La última fotografía del Führer entre las ruinas de la Cancillería del Reich