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Miradas sobre los mundos antiguos – Frithjof Schuon

156 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 210 pesos
Precio internacional: 14 euros

En “Miradas sobre los mundos antiguos” Frithjof Schuon presenta una penetrante e inteligente visión sobre la historia y las civilizaciones basada en los principios de la Sabiduría Perenne, poniendo brillantemente en aplicación los principios metafísicos, espirituales y cosmológicos presentados por los estudiosos de la Tradición primordial. Esta presenta la virtud de deshacer las ilusiones del mundo moderno para poder centrarse en lo esencial, en los valores espirituales imperecederos e invariables sobre los que se construye una verdadera civilización Tradicional. La ciencia espiritual que se rescata es completamente real y objetiva, aunque no busque desarrollar técnicas para sumergirse en el materialismo sino que tiene una orientación contraria.
Frithjof Schuon nos hacer ver lo que hay que entender verdaderamente por “sentido de la historia”, y que lo que se llama corrientemente “progreso” en la actualidad corresponde más bien a una “caída” en el sentido metafísico, espiritual y cosmológico del término.

ÍNDICE

Miradas sobre los mundos antiguos 7
Caída y decadencia 29
Diálogo entre helenistas y cristianos 59
Chamanismo pielroja 75
Sobre las huellas de Maya 91
Reflexiones sobre la ingenuidad 101
El hombre en el universo 113
Universalidad y actualidad del monaquismo 121
Claves de la Biblia 139
Religio perennis 145

MIRADAS SOBRE LOS MUNDOS ANTIGUOS

Toda la existencia de los pueblos antiguos y en general de los pueblos tradicionales está dominada por dos ideas clave, las del Centro y el Origen. En este mundo espacial en que vivimos, cada valor se refiere de alguna manera a un Centro sagrado que es el lugar donde el Cielo ha tocado la tierra; en cualquier mundo humano hay un lugar donde Dios se ha manifestado para esparcir sus gracias. Lo mismo ocurre respecto al Origen, que es el momento casi intemporal en que el Cielo estaba cercano y las cosas terrestres eran todavía semicelestes; pero también, para las civilizaciones que tienen un fundador histórico, es el período en que Dios ha hablado, renovando de esta forma la alianza primordial para una rama de la humanidad. Ser conforme a la tradición es permanecer fiel al Origen y por este mismo motivo situarse en el Centro; mantenerse en la Pureza primera y en la Norma universal. En el comportamiento de los pueblos antiguos y tradicionales todo se explica, directa o indirectamente, por estas dos ideas, que son como los puntos de referencia en el mundo inconmensurable y peligroso de las formas y el cambio.
Este género de subjetividad mitológica, si uno puede expresarse así, permite comprender, por ejemplo, el imperialismo de las antiguas civilizaciones, pues no basta con invocar en este caso la «ley de la jungla», incluso en lo que puede tener de inevitable biológicamente y, por consiguiente, de legítimo; también hay que tener en cuenta, antes de cualquier cosa, puesto que se trata de seres humanos, el hecho de que cada civilización antigua vive como en un recuerdo del Paraíso perdido y que se presenta —como vehículo de una tradición inmemorial o de una Revelación que restaura la «palabra perdida»— como la ramificación más directa de la «edad de los Dioses». En consecuencia, cada vez es «nuestro pueblo» y ningún otro quien perpetúa la humanidad primordial desde el doble punto de vista de la sabiduría y las virtudes; y es preciso reconocer que esta perspectiva no es ni más ni menos falsa que el exclusivismo de las religiones o, en el plano puramente natural, la unicidad empírica de cada ego. Muchos pueblos no se designan a sí mismos con el nombre que otros les atribuyen, se llaman sencillamente «el pueblo» o «los hombres»; las otras tribus son «infieles» se han desgajado del tronco; grosso modo, éste es el criterio del Imperio romano al igual que el de la Confederación de los Iroqueses.
El sentido del imperialismo antiguo es el de extender un «orden», un estado de equilibrio y estabilidad conforme a un modelo divino que por lo demás se refleja en la naturaleza, particularmente en el mundo planetario; el emperador romano, como el monarca del «Imperio celeste del Medio», ejerce su poder gracias a un «mandato del Cielo». Julio César, detentador de este mandato y «hombre divino» (divus) , tenía conciencia del alcance providencial de su misión; en su opinión nada tenía el derecho de oponérsele; Vercingetorix era para él una especie de herético. Si los pueblos no romanos eran considerados como «bárbaros», ante todo es porque se colocaban al margen del «orden»; desde el punto de vista de la pax romana manifestaban el desequilibrio, la inestabilidad, el caos, la amenaza permanente. En la Cristiandad (corpus mysticus) y en el Islam (dār el-islām), la esencia teocrática de la idea imperial aparece con claridad; sin teocracia no se puede hablar de civilización digna de este nombre. Esto es tan verdadero que los emperadores romanos, en plena descomposición pagana y a partir de Diocleciano, sintieron la necesidad de divinizarse o dejarse divinizar, atribuyéndose de forma abusiva la cualidad del conquistador de los Galos descendiente de Venus. La idea moderna de la «civilización» no carece de relación histórica con la idea tradicional del «imperio»; pero el «orden» se ha hecho puramente humano y profano por completo, como, por otra parte, lo demuestra la idea de «progreso», que es la negación misma de cualquier origen celestial; de hecho, la «civilización» no es sino el refinamiento ciudadano en el marco de una perspectiva mundana y mercantil, lo que explica su hostilidad tanto hacia la naturaleza virgen como hacia la religión. Según los criterios de «la civilización» el ermitaño contemplativo —que representa la espiritualidad humana al mismo tiempo que la santidad de la naturaleza virgen— no puede ser más que una especie de «salvaje», cuando en realidad es el testigo terrestre del Cielo.
Estas consideraciones nos permiten hacer en este momento algunas precisiones sobre la complejidad de la autoridad en la Cristiandad de Occidente. El emperador encarna frente al papa el poder temporal, pero esto no es todo: representa también, por el hecho de su origen precristiano y no obstante celeste , un aspecto de universalidad, mientras que el papa se identifica por su función únicamente a la religión cristiana. Los musulmanes en España no fueron perseguidos más que a partir del momento en que el clero había llegado a ser demasiado poderoso frente al poder temporal; éste, que es competencia del emperador, representa en este caso la universalidad o el «realismo» y, por tanto, la «tolerancia», y en consecuencia también, por la fuerza de las cosas, cierto elemento de sabiduría. Esta ambigüedad de la función imperial —de la que los emperadores tuvieron conciencia a uno u otro nivel — explica en parte lo que podríamos denominar el tradicional desequilibrio de la Cristiandad; y, podría decirse que el papa reconoció esta ambigüedad —o este aspecto de superioridad que paradójicamente acompaña a la inferioridad— al posternarse ante Carlomagno tras su coronación .
El imperialismo puede venir o del Cielo o simplemente de la tierra, o también del infierno; en cualquier caso, es seguro que la humanidad no puede permanecer dividida en una polvareda de tribus independientes; los malos se arrojarían inevitablemente sobre los buenos y el resultado sería una humanidad oprimida por los malos y, por tanto, el peor de los imperialismos. El imperialismo de los buenos, si esto se puede decir, constituye, pues, una especie de guerra preventiva inevitable y providencial; sin él no es concebible ninguna gran civilización . Si se nos hace la observación de que todo esto no nos hace salir de la imperfección humana lo aceptamos; lejos de preconizar un «angelismo» quimérico, levantamos acta del hecho de que el hombre siempre es el hombre desde que las colectividades con sus intereses y pasiones entran en juego; los conductores de hombres están absolutamente obligados a tener esto en cuenta, aunque ello disguste a aquellos «idealistas» que estiman que la «pureza» de una religión consiste en suicidarse. Y esto nos lleva a una verdad que está demasiado perdida de vista por los propios creyentes: que la religión como hecho colectivo forzosamente se apoya sobre lo que la sostiene de una manera o de otra, sin por ello perder nada de su contenido doctrinal y sacramental ni de la imparcialidad que resulta de ello; pues una cosa es la Iglesia como organismo social y otra el depósito divino, el cual subsiste por definición más allá de las intrigas y servidumbres de la naturaleza humana individual y colectiva. Querer modificar el arraigo terrestre de la Iglesia —arraigo que el fenómeno de la santidad compensa con creces— lleva a deteriorar la religión en lo que tiene de esencial, conforme a la receta «idealista» según la cual el medio más seguro de curación es matar al paciente. En nuestros días, en defecto de poder elevar la sociedad humana al nivel del ideal religioso, se rebaja la religión al nivel de lo que es humanamente accesible y racionalmente realizable y que nada es, tanto desde el punto de vista de nuestra inteligencia integral como de nuestras posibilidades de inmortalidad. Lo exclusivamente humano, lejos de poderse mantener en equilibrio, conduce siempre a lo infrahumano.
Para los mundos tradicionales situarse en el espacio y el tiempo significa, respectivamente, colocarse dentro de una cosmología y una escatología; el tiempo no tiene sentido más que por la perfección del origen que se trata de mantener y con vistas al estallido final que nos proyecte casi sin transición a los pies de Dios. Si en el tiempo a veces hay despliegues que se podrían tomar por progresos si se les aislase del conjunto —en la formulación doctrinal por ejemplo o sobre todo en el arte que tiene necesidad del tiempo y de la experiencia para madurar—, nunca es porque la tradición se suponga que llegue a ser diferente o mejor, sino por el contrario, porque quiere permanecer ella misma de modo completo o «llegar a ser lo que es», o con otras palabras: porque la humanidad tradicional quiere manifestar o exteriorizar en un cierto plano lo que lleva en sí misma y corre el riesgo de perder, aumentando este peligro con el desarrollo del ciclo que forzosamente conduce a la decadencia y al Juicio. Es, en suma, toda nuestra creciente debilidad y con ella el riesgo del olvido y la traición, lo que nos obliga a exteriorizar o hacer explícito lo que en el origen estaba incluido en una perfección interior e implícita; San Pablo no tenía necesidad ni del tomismo ni de las catedrales, pues todas las profundidades y todos los esplendores se encontraban en sí mismo y a su alrededor en la santidad de la comunidad primitiva. Y esto, lejos de sostener a los iconoclastas de cualquier género, se vuelve perfectamente contra ellos: las épocas más o menos tardías —y la Edad Media era una de ellas— tienen necesidad de una manera imperiosa de las exteriorizaciones y desarrollos, exactamente como el agua de una fuente, a fin de no perderse en el curso de su camino, necesita un canal hecho por la naturaleza o la mano del hombre; y al igual que el canal no transforma el agua ni se supone lo haga —pues ningún agua es mejor que el agua del manantial—, las exteriorizaciones y desarrollos del patrimonio espiritual están, no para alterar este último, sino para transmitirlo de la manera más íntegra y eficaz posible.
El genio étnico puede subrayar con preferencia tal o cual aspecto —con pleno derecho y con tanta más seguridad como que todo genio étnico procede del Cielo—, pero su función no podría ser la de falsificar las intenciones primordiales; por el contrario, la vocación del genio consiste en hacerlas tan transparentes como sea posible para la mentalidad que representa. Por una parte, hay el simbolismo, que es riguroso como las leyes de la naturaleza, y diverso como ellas, y, por otra, el genio creador que en sí mismo es libre como el viento, pero que nada es sin el lenguaje de la Verdad y los símbolos providenciales, y que nunca es presuroso ni arbitrario. Por esto es absurdo declarar, como se hace habitualmente en nuestros días, que el estilo gótico, por ejemplo, expresa «su tiempo» y que constituye para los cristianos «de hoy» un «anacronismo»; que «hacer el gótico» es «plagio» o «remedo» y que es necesario crear un estilo conforme a «nuestro tiempo», y así sucesivamente. Es ignorar que el arte gótico se sitúa en el espacio antes de encarnar retrospectivamente una época; para salir del lenguaje específicamente gótico el Renacimiento habría debido comenzar por comprenderlo y para comprenderlo habría debido concebirlo en su naturaleza propia y su carácter intemporal; y si lo hubiese comprendido no habría tenido razones para salir de aquél, pues es obvio que el abandono de un lenguaje artístico debe tener otro motivo que la incomprensión y la falta de espiritualidad. Un estilo expresa a la vez una espiritualidad y un genio étnico, y éstos son dos factores que no se improvisan; una colectividad puede pasar de un lenguaje formal a otro en la medida en que un predominio étnico o una floración de la espiritualidad lo exija, pero en ningún caso puede querer cambiar de estilo con el pretexto de expresar un «tiempo» y, por tanto, la relatividad y, en consecuencia, lo que precisamente pone en tela de juicio el valor de absoluto que es la razón suficiente de cualquier tradición. El predominio de la influencia germánica, o la toma de conciencia creadora de los germanos, junto con la preponderancia de los lados emocionales del Cristianismo, dieron lugar espontáneamente a ese lenguaje formal que más tarde se llamó «gótico»; los franceses que crearon la catedral lo hicieron como francos y no como latinos, lo que nunca impidió manifestar su latinidad en otros planos, o incluso dentro del marco de su condición de germanos; no hay que olvidar tampoco que, espiritualmente hablando, eran semitas como todos los cristianos y que esta mezcla —comprendida la aportación celta— es lo que constituye el genio del Occidente medieval. En nuestros días nada justifica el deseo de un estilo nuevo; si los hombres se han convertido en «otros» es de una manera ilegítima y en función de factores negativos, a través de una serie de traiciones prometeicas como el Renacimiento; por consiguiente, lo ilegítimo y lo anticristiano no pueden motivar un estilo cristiano ni entrar positivamente en la elaboración de semejante estilo. Se podría hacer valer que nuestra época es un hecho tan importante que es imposible ignorar, en el sentido de que se está obligado a tener en cuenta las situaciones inevitables; esto es verdad, pero la única conclusión que se puede deducir de ello es que sería necesario regresar a las formas medievales más sobrias y rigurosas, las más pobres en cierto sentido, conforme al desamparo espiritual de nuestra época; habría que salir del «tiempo» antirreligioso y reintegrarse dentro del «espacio» religioso. Un arte que no exprese lo inmutable y que no se quiera inmutable no es un arte sagrado; los constructores de las catedrales no querían crear un nuevo estilo —y si lo hubiesen querido no lo habrían conseguido—, pero querían dar, sin ninguna «investigación», a la inmutabilidad románica un alcance más amplio y sublime o más explícito para sus sentidos; querían coronar y no abolir. El arte románico es más estático e intelectual que el arte gótico y éste es más dinámico y emocional que aquél; pero los dos estilos expresan espontáneamente y sin afectación prometeica el inmutable cristiano .
Al hablar de los pueblos antiguos o tradicionales es importante no confundir las civilizaciones sanas e íntegras con los grandes paganismos —pues en este caso el término se justifica— del Mediterráneo y del Próximo Oriente, de los que el Faraón y Nabucodonosor se han convertido en las encarnaciones clásicas y las imágenes convencionales. Lo que impresiona de entrada en estas tradiciones «petrificadas» del mundo bíblico es el culto a lo macizo y lo gigantesco y una cosmolatría fácilmente acompañada de ritos sanguinarios u orgiásticos, sin olvidar un excesivo desarrollo de la magia y las artes de adivinación. En semejantes civilizaciones se sustituye lo sobrenatural por lo mágico y se diviniza lo de aquí abajo sin ofrecer nada para el más allá, por lo menos en el exoterismo, que, de hecho, todo lo aplasta; una especie de divinización marmórea de lo humano se combina con una humanización pasional de lo divino, los potentados son semidioses y los dioses presiden todas las pasiones .
Una pregunta que se podría plantear ahora es la siguiente: ¿Por qué estas viejas religiones han podido derivar en paganismo y después extinguirse, cuando semejante destino parece excluido para las grandes tradiciones actualmente vivas de Occidente y Oriente? La respuesta es que las tradiciones de origen prehistórico están hechas, hablando simbólicamente, para el «espacio» y no para el «tiempo», es decir, que han salido a la luz en una época primordial donde el tiempo aún no era más que un ritmo dentro de una beatitud espacial y estática y donde el espacio o la simultaneidad todavía predominaban sobre la experiencia de la duración y el cambio; las tradiciones históricas, por el contrario, deben contar con la experiencia del «tiempo» y prever la inestabilidad y la decadencia, puesto que nacieron en épocas en que el tiempo se había hecho como un río rápido y cada vez más devorador, donde la perspectiva espiritual debía centrarse sobre el fin del mundo. La posición del hinduismo es intermedia en el sentido que tiene la facultad, excepcional para una tradición de tipo primordial, de rejuvenecerse y adaptarse; es, pues, a la vez prehistórica e histórica y realiza a su manera el milagro de una síntesis entre los dioses de Egipto y el dios de Israel.
Pero volvamos a los babilónicos: el carácter litológico de este género de civilización no sólo se explica por una tendencia a la desmesura; se explica también por un sentido de lo inmutable, como si al ver volatilizarse la beatitud primordial, se hubiera querido erigir una fortaleza contra el tiempo, o como si se hubiese querido transformar la tradición entera en una fortaleza, con el resultado de ahogar el espíritu en lugar de protegerlo; visto desde este ángulo, el lado marmóreo e inhumano de estos paganismos aparece como una reacción titánica del espacio contra el tiempo. En esta perspectiva, la implacabilidad de los astros se combina paradójicamente con la pasión de los cuerpos; la bóveda estelar está siempre presente, divina y aplastante, mientras que la vida desbordante cumple la función de divinidad terrestre. Desde otro punto de vista, muchos rasgos de las antiguas civilizaciones se explican por el hecho de que en el origen la Ley celestial era de una dureza diamantina y al mismo tiempo la vida tenía todavía algo de celeste ; Babilonia vivía falsamente de esta clase de recuerdo; pero a pesar de todo hubo, en el mismo seno de los paganismos más crueles, suavizamientos que se explican por el cambio de la atmósfera cíclica. La Ley celestial se dulcifica a medida que nos aproximamos al final de nuestro ciclo; la Clemencia aumenta en función del debilitamiento del hombre; la absolución por Cristo de la mujer adúltera tiene este significado —aparte de otros sentidos igualmente posibles— del mismo modo que la intervención del ángel en el sacrificio de Abraham.
Nadie pensaría en quejarse del relajamiento de las costumbres, pero, sin embargo, conviene considerarlo en su contexto y no aisladamente, pues éste revela la intención, el alcance y el valor de aquél. En realidad, el suavizamiento de las costumbres —en la medida en que no es ilusorio— no puede constituir una superioridad intrínseca más que con dos condiciones, en primer lugar, que sea una ventaja concreta para la sociedad y, en segundo lugar, que su precio no sea lo que da un sentido a la vida; el respeto a la persona humana no debe abrir la puerta a la dictadura del error y la bajeza, al aplastamiento de la cualidad por la cantidad, a la corrupción general y a la pérdida de los valores culturales, pues si no, en relación con las tiranías antiguas, no sería sino el exceso contrario y no la norma. Cuando el humanitarismo no es más que la expresión de una sobreestimación de lo humano a expensas de lo divino, o de los hechos en toda su crudeza a expensas de la verdad, no podría tener el valor de una adquisición positiva; es fácil criticar el «fanatismo» de nuestros antepasados cuando ya ni siquiera se tiene la noción de una verdad salvadora, o ser «tolerante» cuando uno se burla de la religión.
Cualesquiera hayan podido ser las costumbres de los babilónicos , no hay que perder de vista que ciertas maneras de actuar dependen en gran parte de las circunstancias y que el hombre colectivo sigue siendo siempre una especie de fiera, por lo menos en la «edad de hierro»: los conquistadores de Perú y de México no fueron mejores que los Nabucodonosor, los Cambises o los Antioco Epifanio , y ejemplos análogos se podrían sacar de la historia más reciente. Las religiones pueden reformar al hombre individual si éste lo consiente —y la religión nunca tiene por función suplir la ausencia de este consentimiento—, pero nadie puede cambiar a fondo esta «hidra de mil cabezas» que es el hombre colectivo, y por esto semejante idea nunca ha constituido la intención de ninguna religión; todo lo que la Ley revelada puede hacer es poner un dique al egoísmo y a la ferocidad de la sociedad canalizando mal que bien sus tendencias. El fin de la religión es transmitir al hombre una imagen simbólica, pero adecuada, de la realidad que le concierne, conforme a sus necesidades reales y a sus intereses últimos y suministrarle los medios para superarse y realizar su destino más elevado; y éste no podría ser de este mundo, teniendo en cuenta la naturaleza de nuestro espíritu.
El fin secundario de la religión es realizar, con vistas al fin principal, un equilibrio suficiente de la vida colectiva, o salvaguardar, dentro del marco de la malicia natural de los hombres, el máximo de oportunidades espirituales. Si por una parte es preciso proteger a la sociedad contra el individuo, hay que proteger por otra al individuo contra la sociedad. No se deja de hablar de la «dignidad humana», pero con demasiada frecuencia se olvida que «nobleza obliga»; se invoca la dignidad en un mundo que hace todo lo posible por vaciarla de su contenido y por tanto abolirla. En nombre de una «dignidad humana» indeterminada e incondicionada, se conceden al hombre más vil derechos ilimitados, comprendido el de destruir todo lo que forma nuestra dignidad real, lo que en todos los planos nos vincula de una manera u otra con el Absoluto. Sin duda alguna la verdad nos obliga a condenar los excesos de la aristocracia, pero no vemos el por qué nos quitaría el derecho de juzgar los excesos contrarios.
En los tiempos antiguos, tan desacreditados en nuestra época, los rigores de la existencia terrestre, comprendida la perversidad de los hombres, se aceptaban a fin de cuentas como una fatalidad ineluctable y, por otra parte, se creía con razón que es imposible abolirlos de hecho; en medio de las pruebas de la vida no se olvidaban las del más allá y además se admitía que el hombre tiene necesidad aquí abajo tanto del sufrimiento como del placer y que una colectividad no puede mantenerse en el temor de Dios y en la piedad con sólo el contacto de satisfacciones ; esto es lo que pensaban las élites en todas las capas de la sociedad. Las miserias, cuya causa profunda es siempre la violación de una norma celestial lo mismo que la indiferencia respecto al cielo y nuestros fines últimos, están para frenar las ilusiones ávidas de los hombres, un poco como los carnívoros existen para impedir que los herbívoros degeneren o se multipliquen demasiado, todo ello en virtud del equilibrio universal y la homogeneidad del mundo; tener conciencia de ello forma parte del temor de Dios. A la luz de esta sabiduría elemental, un progreso condicionado por la indiferencia espiritual y la idolatría del bienestar tomado por un fin en sí mismo, no podría constituir una ventaja real, es decir, proporcionada a nuestra naturaleza total y a nuestro núcleo inmortal. Esto es demasiado evidente, pero en los medios más creyentes se llega incluso a pretender que el progreso técnico es un bien indiscutible, que es por lo tanto una bendición desde el mismo punto de vista de la fe. En realidad, la civilización moderna da para quitar; da el mundo pero quita a Dios: y esto es a lo que compromete su don del mundo .
En nuestros días se tiene más que nunca la tendencia a reducir la felicidad a la seguridad económica —por lo demás insaciable vista la creación indefinida de necesidades artificiales y la baja mística de la envidia—, pero lo que se pierde totalmente de vista al proyectar esta perspectiva en el pasado, es que el oficio tradicional y el contacto con la naturaleza y las cosas naturales son los factores esenciales de la felicidad humana. Semejantes factores desaparecen en la industria, que exige con demasiada frecuencia, si no siempre, un ambiente inhumano y manipulaciones casi «abstractas», gestos sin inteligibilidad y sin alma, todo ello dentro de una atmósfera de astucia congelada; se ha llegado, sin ninguna duda, a las antípodas de lo que el Evangelio entiende al ordenar el «hacerse como niños» y no «preocuparse por el porvenir». La máquina transpone la necesidad de felicidad a un plano puramente cuantitativo, que está sin relación con la cualidad espiritual del trabajo; quita al mundo su homogeneidad y su transparencia y substrae al hombre del sentido de la vida. Cada vez más se pretende reducir nuestra inteligencia a lo que la máquina exige y nuestra capacidad de felicidad a lo que ofrece; no pudiendo humanizar la máquina se está obligado, al menos según una cierta lógica, a maquinizar al hombre; habiendo perdido el contacto con lo humano se prescribe lo que es el hombre y la felicidad.
Crítica estéril, dirán algunos; lo que nos brinda la ocasión, a riesgo de comprometernos en otra digresión, de condenar un abuso de lenguaje o de pensamiento que encontramos por todas partes y que es muy típico del «dinamismo» contemporáneo. Una crítica no es «estéril» o «fecunda», es verdadera o falsa; si es verdadera es todo lo que debe ser y en ningún caso podría ser «estéril» en sí misma; si es falsa, el problema de su eventual «fecundidad» no se plantea, pues el error no puede ser más que nocivo o indiferente, según los campos o las proporciones. Es preciso reaccionar contra esta molesta tendencia a reemplazar una alternativa intelectual, por tanto objetiva, por una elección utilitaria y subjetiva —o una elección moral— y a poner lo «constructivo» en lugar de lo verdadero, como si la verdad no fuese positiva por naturaleza y como si se pudiese hacer algo útil sin ella .
Un abuso análogo se hace corrientemente con la noción de «caridad». Parece que según una nueva orientación los católicos deberán «comprender» a sus contradictores de acuerdo con la «caridad», en lugar de juzgarlos con «egoísmo» y considerarlos como adversarios; también en este caso hay confusión entre terrenos que no tienen ninguna relación. En realidad, la situación es muy sencilla, ante un peligro común las oposiciones entre los que están amenazados diminuyen prácticamente; decir que este peligro es común significa que la oposición entre el agresor y las víctimas es eminentemente más grande que la que separa a las víctimas entre sí; pero en ausencia del agresor o de la amenaza, las primeras oposiciones conservan toda su virulencia o al menos su actualidad. En otros términos, una oposición «externa» se convierte en «interna» para los oponentes frente a un tercero que se oponga a su naturaleza común; es un dato lógico o «físico» que prescinde de cualquier sentimentalidad. Desde cierto punto de vista la contradicción entre catolicismo y protestantismo es esencial e irreductible; desde otro ángulo, católicos y protestantes creen en Dios, en Cristo y la vida futura; ahora bien, decir que para los católicos los protestantes no son adversarios desde ningún punto de vista, o inversamente, es tan ilógico como pretender que las dos partes no tienen ideas ni intereses en común. Durante siglos no había prácticamente, en el corazón de la Europa occidental, más que el único antagonismo confesional creado por la Reforma, al oponerse el protestantismo, desde su nacimiento y por definición, a las ideas e intereses de la Iglesia romana; es lo que se denomina «enemigos» sin que tenga que existir animosidad entre los individuos y aunque no guste a los partidarios de la nueva «caridad». Pero en nuestros días la situación ha cambiado —y bastante bruscamente— en el sentido de que las ideas y los intereses comunes de todos los cristianos, e incluso de todos los creyentes religiosos sean cuales fueren, se ven amenazados por un poder nuevo, el cientificismo materialista y ateo, sea de «izquierdas» o de «derechas». Es evidente que en estas circunstancias no sólo lo que une predomina por varios motivos sobre lo que divide, sino que los peligros que presenta una confesión para la otra —o una religión para la otra — se hacen menores o desaparecen; apelar de pronto y ruidosamente a una «caridad» que la Iglesia había perdido de vista desde hace un milenio o más y oponerla a la «estrechez» o al «egoísmo» de una «época revuelta» es, por parte de los católicos, una broma de mal gusto; en cualquier caso es una hipocresía inconsciente, al igual que otros sentimentalismos del mismo género, ya que esta sedicente «caridad» se ve facilitada por cierto desprecio de la teología y por un deseo de aplanar y neutralizar cualquier elemento doctrinal y por tanto intelectual. En otros tiempos un acuerdo era un acuerdo y un desacuerdo era un desacuerdo; pero hoy se pretende «amar» todo lo que se es incapaz de suprimir y se finge creer que nuestros padres no eran bastante inteligentes ni bastante caritativos para poder distinguir entre las ideas y los hombres y para ser capaces de amar las almas inmortales independientemente de los errores que les afecten. Si se nos reprocha que las masas eran, o son, incapaces de captar estos matices, diremos que sucede lo mismo en el caso contrario: si se les impone demasiados matices resultará la confusión de ideas y la indiferencia; el hombre común está hecho así y es fácil comprobarlo. En cualquier caso predicar a un adversario confesional es querer salvar su alma, es amarle pues de alguna manera; y combatir al adversario es proteger el mensaje salvador de Dios. Nuestro tiempo, tan imbuido de preocupaciones de «comprensión» y «caridad» —pero estas palabras enmascaran demasiado a menudo la ininteligencia, la complacencia, el cálculo—, destaca sin ningún género de duda en no comprender, y en no querer comprender, lo que pensaban y hacían los hombres de otro tiempo y, en muchos casos, hombres cien veces mejores que sus detractores.
Pero volvamos, tras estas digresiones, a consideraciones más retrospectivas y en ciertos aspectos menos «actuales».
Para el antiguo caballero no había en el fondo más que esta alternativa: el riesgo de la muerte o la renuncia al mundo; la grandeza de la responsabilidad, del riesgo o del sacrificio, coincide con la cualidad de la «nobleza»; vivir noblemente es vivir en compañía de la muerte, sea carnal o espiritual. El caballero no tenía derecho a perder de vista las fisuras de la existencia; obligado a ver las cosas desde lo alto siempre debía rozar con su nada. Además, para poder dominar a los otros es preciso saber dominarse a sí mismo; la disciplina interior constituye la cualificación esencial para las funciones de jefe, juez y guerrero. La nobleza verdadera, que por lo demás no podría ser el monopolio de una función, implica una conciencia penetrante de la naturaleza de las cosas al mismo tiempo que un generoso don de sí mismo, excluyendo tanto las quimeras como las bajezas .
Las cortes de los príncipes deben reflejar una cualidad de centro, de núcleo, de cumbre, pero no deben degenerar —como era el caso demasiado frecuente— en falsos paraísos; el sueño deslumbrante de Versalles ya era una traición, un fuego de artificio sin fin y sin grandeza. Las cortes son normalmente hogares de ciencia, de arte, de magnificencia; sin duda no deben excluir la austeridad de las costumbres, muy por el contrario, ya que la ascésis nunca se opone a la elegancia, como la virtud, tampoco se opone a la belleza o a la inversa. Los fastos reales son legítimos —o tolerables— en virtud de su simbolismo espiritual, de su resplandor político y cultural y en virtud del «derecho divino» del César; los fastos de las cortes son la «liturgia» de la autoridad recibida por «mandato del Cielo»: pero todo esto no es nada —insistimos en ello una vez más— si los príncipes, los nobles en general, no predican con el ejemplo a todos los niveles comenzando por el temor de Dios, sin el cual nadie tiene el derecho de exigir respeto y obediencia. Esta es una de las principales funciones de los que detentan la autoridad y el poder; que no hayan sido fieles a ella, en demasiados casos, es lo que ha ocasionado su pérdida; al haber olvidado al Cielo, han sido olvidados por él.
Pero hay otra observación que se impone todavía: todas las manifestaciones de esplendor principesco, sea cual sea su simbolismo y su valor artístico —y que sean necesarias o no—, ya llevan en ellas los gérmenes metafísicos de su ruina. Hablando con rigor, sólo el ermitaño es absolutamente legítimo, pues el hombre fue creado y muere solo; pensamos en el ermitaño porque representa un principio y constituye de este modo un símbolo, y sin confundir el aislamiento exterior con la santa soledad que puede y debe encontrar su lugar dentro de todas las situaciones humanas. Las virtudes sociales nada son sin esta soledad y no engendran nada duradero por sí solas, pues antes de actuar es preciso ser; esta cualidad de ser es la que de modo más cruel falta a los hombres de hoy. Es el olvido de la soledad en Dios —de esta comunión terrestre con las medidas celestiales— lo que genera todas las decadencias humanas así como todas las calamidades terrestres.
Podríamos expresarnos también del modo siguiente: en clima tradicional los hombres vivían como suspendidos de un prototipo ideal e invisible, que buscan alcanzar conforme a sus situaciones particulares según su sinceridad o vocación. Así pues, en cuanto a la vocación, cualquier hombre debería ser un contemplativo y vivir entre los hombres como un ermitaño. Hablando en sentido riguroso, la «mundanidad» es una anomalía, no ha podido llegar a ser ilusoriamente normal más que a causa de la caída —o de las sucesivas caídas— del hombre o de un determinado grupo de hombres. Estamos hechos para el Absoluto, que engloba todo y al que nadie puede escapar, y esto es lo que expresa de maravilla la alternativa monoteísta de las dos «eternidades» de ultratumba; sea cual sea la limitación metafísica de este concepto, en cualquier caso provoca en el alma del creyente un presentimiento adecuado de lo que es la condición humana más allá de la matriz terrestre y frente al Infinito. La alternativa puede ser insuficiente desde el punto de vista de la Verdad total, pero es psicológicamente realista y místicamente eficaz; muchas vidas son dilapidadas y perdidas por la única razón de que falta esta creencia en el infierno y en el Paraíso.
El monje o el ermitaño, o cualquier contemplativo, aunque fuese rey, vive como en una antecámara del Cielo ; sobre la misma tierra y en el cuerpo carnal está ligado al Cielo y encerrado en una prolongación de esas cristalizaciones de Luz que son los estados celestiales. Desde este momento se comprende que los religiosos puedan ver en la vida monástica su «Paraíso en la tierra»; en suma, descansan en la Voluntad divina y no esperan en este mundo de aquí abajo más que la muerte, y de esta manera ya la traspasan; viven aquí abajo según la Eternidad. Los días que se suceden no hacen más que repetir siempre el mismo día de Dios; el tiempo se detiene en un día único y feliz y alcanza de este modo el Origen, que es igualmente el Centro. Esta simultaneidad elísea es la que los mundos antiguos tienen siempre en perspectiva, al menos en principio y en sus nostalgias; una civilización es un «cuerpo místico» y en la medida de lo posible un contemplativo colectivo.
Estas consideraciones nos conducen al problema crucial de la obediencia, tan esencial en las civilizaciones normales y tan poco comprendida por los modernos, que sin embargo la admiten sin trabajo cuando se trata de la disciplina colectiva, aunque fuese con detrimento, en ocasiones, de los derechos espirituales más elementales. La obediencia es por sí misma un medio de perfección interior, a condición de que esté enmarcada enteramente por la religión, como sucede en todos los mundos tradicionales: en este marco, el hombre siempre debe obedecer de todos modos a alguien o a algo, aun cuando fuese únicamente a la Ley sagrada y a la conciencia si se trata de un príncipe o un pontífice; nada ni nadie es independiente de Dios. La subordinación de las mujeres, de los niños, de los inferiores y los servidores se inserta con toda normalidad dentro del sistema de obediencias múltiples con el que está formada la sociedad religiosa; la dependencia del prójimo puede ser un destino penoso, pero siempre tiene un sentido religioso, como también la pobreza que implica por su naturaleza un significado semejante. Desde el punto de vista de la religión, los ricos y los independientes nunca son por definición los felices; no es que la seguridad y la libertad no sean, en una sociedad de este tipo, elementos de felicidad, sino que no lo son, siempre desde el punto de vista de la religión, más que en conexión con la piedad y en función de ésta, lo que nos vuelve a llevar al adagio de que la «nobleza obliga»; cuando la piedad existe al margen del bienestar material y por el contrario la impiedad se alía con este bienestar, la felicidad verdadera será atribuida a la pobreza piadosa, no a la riqueza impía; es una pura calumnia pretender que la religión como tal o por sus instituciones ha estado siempre al lado de los ricos. Por una parte, la religión está para transformar a los hombres que quieren dejarse transformar, pero, por otra, debe tomar a los hombres tal como son, con todos sus derechos naturales y sus defectos colectivamente indesarraigables, bajo pena de no poder subsistir en un medio humano.
En este orden de ideas hay otra reflexión que se impone, guste o no: una sociedad no presenta ningún valor por sí misma o por el simple hecho de su existencia; de ello resulta que las virtudes sociales nada son por sí mismas fuera del contexto espiritual que las orienta hacia nuestros fines últimos; pretender lo contrario es falsear la propia definición del hombre y lo humano. La Ley suprema es el amor perfecto de Dios —amor que debe comprometer todo nuestro ser, según las Escrituras—, y la segunda Ley, la del amor al prójimo, es «semejante» a la primera; ahora bien, «semejante» no significa «equivalente» ni sobre todo «superior», sino «del mismo espíritu»: Cristo quiere decir que el amor de Dios se manifiesta extrínsecamente por el amor al prójimo, allí donde hay un prójimo, es decir, que no podemos amar a Dios odiando a nuestros semejantes. Conforme a nuestra naturaleza humana integral el amor al prójimo no es nada sin el amor de Dios, saca todo su contenido de este amor y no tiene sentido más que por él; sin duda, amar a la criatura es igualmente una forma de amar al Creador, pero con la expresa condición de que su base sea el amor directo de Dios, pues si no, la segunda Ley no sería la segunda, sino la primera; no está dicho que la primera Ley es «semejante» o «igual» a la segunda, sino que ésta es igual a aquélla, lo que significa que el amor de Dios es la base necesaria y la conditio sine qua non de cualquier otra caridad. Esta relación se trasluce —a veces de manera imperfecta, pero siempre reconocible en cuanto al principio— dentro de todas las civilizaciones tradicionales.
Ningún mundo es perfecto, pero cualquier mundo humano debe poseer medios de perfección. Un mundo tiene valor y legitimidad por lo que hace por amor de Dios y por nada más; por «amor de Dios» entendemos en primer lugar la elección de la Verdad y después la dirección de la voluntad: la Verdad que nos vuelve conscientes de lo Real absoluto y trascendente —a la vez personal y suprapersonal— y la voluntad que se liga a ello y reconoce su propia esencia sobrenatural y sus fines últimos.