294 páginas
Ediciones Theoria
2002
Encuadernación rústica
Precio para Argentina: 50 pesos
Precio internacional: 12 euros
Francisco Miguel Bosch nació en San Isidro el 22 de enero de 1933, casado con Inés Gallardo. Es abogado egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, ha sido Secretario, Juez de Primera Instancia y Camarista en la Justicia Comercial y ejerce actualmente la profesión de abogado. En su desempeño académico ha sido Profesor de la Facultad de Derecho de la U.B.A., de la que fue Decano Interventor en 1974 5. es actualmente profesor de Ciencias Políticas y de Historia del Pensamiento Político en la Facultad de Derecho de la U.C.A. Es autor de numerosos artículos de carácter jurídico y político en revistas especializadas y de colaboraciones en periódicos de actualidad. Ha publicado dos libros: La Moneda de César, Librería Huemul e Indexación o Soberanía, Editorial Buschi.
En este libro pasa revista a las diferentes corrientes ideológicas que desde el avenimiento del iluminismo han alentado la mayor parte de las concepciones políticas de la modernidad en Occidente (y que hoy se derraman sobre toda la Tierra). Proyectadas sobre la actualidad, animan las directivas mundialistas con las que se pretende reemplazar a las naciones por un Estado Mundial, por el momento en ciernes, pero al que se ordenan con energía, coherencia y eficacia las ideas que se examinan en la primera parte y los “factores de poder” que si en su origen fueron de carácter nacional, en la actualidad han roto sus moldes originales y se constituyen en las fuerzas operantes del Nuevo Orden. Sin disimular sus convicciones personales que lo adscriben al movimiento nacionalista y a la defensa del principio nacional y de la concreta comunidad argentina, intenta una exposición objetiva de estas tendencias.
ÍNDICE
Introducción 9
PARTE PRIMERA: LA IDEOLOGÍA SUBYACENTE 15
Capítulo I: El triunfo cultural del Iluminismo 17
Capítulo II: La consagración del igualitarismo 23
La división de las aguas 25
Izquierdas y derechas 29
Capítulo III: Las nuevas circunstancias 35
Capítulo IV: La organización del poder 43
La instalación en el poder de la derecha iluminista 45
A modo de síntesis 53
La crisis de poder de la derecha 54
Capítulo V: Las izquierdas democrácticas irrumpen en las políticas de poder 61
Un caso aparte: el anarquismo y los utopismos 62
La izquierda parlamentaria 63
La administración de! Estado 64
Se complica el panorama 65
El agotamiento de la izquierda 66
Capítulo VI: El igualitarismo revolucionario 75
El marxismo como atajo 75
El marxismo en la Unión Soviética 78
El derrumbe del imperio comunista 85
La crisis de la economía soviética 86
Las respuestas posibles 92
Supervivencia del marxismo 94
SEGUNDA PARTE:
LA ACTUALIZACIÓN DEL PENSAMIENTO 97
Introducción 99
La metodología fundamental 100
Capítulo I: Libertad y autoridad 103
Un orden suficiente 104
La libertad salvaguardada 109
Capítulo II: Riqueza y pobreza 113
La evolución del capitalismo imperialista 114
Ascenso y caída de los nacionalismos económicos 117
Capítulo III: La mundialización de la riqueza 123
El “fin del trabajo del hombre” 129
Los remanentes del sistema 133
La versión tercermundista del exterminio de la pobreza 135
Capítulo IV: Universalismo y nacionalismo 139
Una aldea 139
El fin de las naciones 141
El fin de los aislacionismos 142
El agotamiento del poder nacional 144
La neutralización del patriotismo 145
Los acuerdos regionales 147
A manera de síntesis 148
TERCERA PARTE:
DEL VIEJO ORDEN AL NUEVO ORDEN MUNDIAL 151
Introducción: 153
Capítulo I: El Viejo Orden Mundial 155
El derecho internacional en el siglo XIX 160
El colonialismo 162
Capitulo II: El fin del equilibrio 167
El fracaso de la Sociedad de las Naciones 174
Capítulo III: Las nuevas experiencias 177
El triunfo aliado 178
El imperio americano o la universalización del nacionalismo 180
Los “progresistas” en los Estados Unidos 181
El fracaso de Viet Nam 183
La nueva ora del progresismo 184
El imperio soviético (o el marxismo universalista) 185
Capítulo IV: El mundialismo durante la “Guerra Fría’1 189
La nueva formula de la paz 190
Dificultades del proyecto americano . 193
Descolonización (postulado del mundo capitalista) 194
La paridad nuclear 197
CUARTA PARTE:
LA DESNACIONALIZACIÓN DE LOS FACTORES DE PODER 201
Introducción: El a\ance del mundialismo durante la Guerra Fría 203
La desnacionalización de los factores de poder (“las brevas han madurado”) 206
Un inventario sugestivo 207
Capítulo 1: Las categorías culturales 209
-Los derechos humanos (la categoría fundacional) 209
-Una nueva moral universal 211
-Las grandes religiones 212
-La globalización de las comunicaciones 214
-La enseñanza 216
Capítulo II: Las categorías gubernativas 219
Los partidos políticos 219
Capítulo III: Las Fuerzas Armadas 225
Los e|ércitos planetarios 226
Los ejércitos republicanos 229
El nacionalismo iluminista 230
Una experiencia argentina: la guerra sucia 234
Una conclusión apresurada (¡la culpa la tienen los EE.UU.!) 237
Las guerras del siglo XXI 240
Las debilidades del sistema 241
Los ejércitos de mercenarios 243
La guerra como “servicio” empresario 246
Capítulo IV: Las categorías jurídicas 251
Las innovaciones legales 252
Los fundamentos del Derecho 252
Una creación pretoriana 253
Los derechos patrimoniales 258
Capítulo V: El avance de las Naciones Unidas 261
A modo de conclusiones 265
-la globalización de las facultades de la Nación-Estado 267
Capítulo VI: La “puesta a punto” de la estrategia 273
APÉNDICE:
LA CONSTITUCIÓN (EN CIERNES) DE LA ALDEA GLOBAL 279
La organización administrativa de las incumbencias de la globalización 281
-Un ministerio de Finanzas 282
-Un ministerio de la Producción 283
-Ministerio de Comercio Internacional y de las Comunicaciones . . .284
-Ministerio de Cultura y del Hombre nuevo 285
-La Organización Mundial de la Salud (OMS) 286
-Ministerio de Trabajo 287
-Ministerio del Interior y de Relaciones Humanas 287
POST SCRIPTUM 291
INTRODUCCIÓN
El Nuevo Orden Mundial y la “globalización”, que hace las veces de su ámbito cultural, se proyectan sobre la totalidad de las estructuras de convivencia -derecho, moral, religión, poder político, economía, fuerza organizada y arte, entre otras-, hasta agotar toda la escala de las instituciones que encuadran la vida de la sociedad. Podrá gustarnos o no pero no podemos desconocer los síntomas que cada vez se extienden más.
Dos líneas arguméntales sustentan toda la construcción. Según la primera, el Nuevo Orden Mundial sería la culminación del “sentido de la historia”, y no existirían posibilidades prácticas de apartarse de este destino. Fenómeno impuesto por una suerte de ley de la naturaleza según la cual -así razonan la mayor parte de los pensadores contemporáneos-, sería prudente aprestarse para lo que indefectiblemente tendrá que suceder y aprovechar los resquicios que pudieran presentarse durante el proceso de mundialización, para tratar de obtener la mejor ubicación posible a título individual o colectivo, en la nueva conformación política de la Humanidad (¡ya que es el destino perder la condición nacional, por lo menos “sacarle tajada”!). Contemporáneamente, se ha desatado una verdadera competencia para ubicarse lo más alto posible en los escalones de la rampa de lanzamiento mundialista. Nadie podrá negar que, si se admite la inevita-bilidad de la globalización, parecería razonable anotarse en la empresa.
La otra línea argumental, esgrimida contra los que desconfían del fatal sentido de la historia, atribuye innegables cualidades a la mundialización, la que vendría a ser así un objetivo político libremente adoptado en mérito a su excelencia.
Se trata de una estrategia de implantación que propone al mundialismo como perteneciente simultáneamente al orden de lo necesario y al de lo deseable. Ingeniosa manera de exponer un tema político: recurrir a invocaciones de inevitabilidad cuando se resisten los argumentos de bondad o conveniencia; o a razones de excelencia cuando se pone en duda el carácter inevitable del sendero hacia la mundialización. Si a ello se le agrega la contundencia del aparato publicitario, —puesto al servicio de las líneas del avance de la globalización “a dos puntas”—, no será difícil comprender la pujanza con la que ha quedado establecida la causa mundialista.
Sostengo, por el contrario, que las tendencias globalizantes no han de culminar necesariamente en la instauración de un sistema de poder mundial, ni, por lo tanto, en la extinción de los Estados Nacionales. Tampoco pienso que la mundialización sea deseable en sí misma, estoy convencido de que, por contundente que sea el triunfo del Nuevo Orden Mundial (en adelante, N.O.M.) éste ha de ser un triunfo que terminará por destruirse a sí mismo. Pero como este juicio no detiene la tendencia, -apoyada además por metodologías eficientes y por una importante cantidad de fuerzas sociales y de intereses creados-, dedicaré este libro a su examen.
El globalismo todo lo derriba y avasalla o, llegado el caso, todo lo acomoda a su condición; lo que pertenece al espíritu y a las necesidades materiales del hombre, de las más altruistas y las más pedestres: religión (y a la misma Iglesia Católica), moral, estética, riquezas, economías nacionales, los avances científicos, la salud, angustias existenciales, entre otros, aparecen ordenados e instrumentados dentro de la estrategia de la globalización. Es notable comprobar en qué medida las voces que actualmente se alzan para criticar la globalización, se ocupan casi con exclusividad de los aspectos económicos que trae aparejados; muestran un olímpico desprecio para con la “completividad” de la empresa, que es la que le confiere el máximo de su capacidad de expansión. Es ingenuo suponer que todo este alboroto lo hacen unos cuantos hombres de negocios que nunca han tenido inconvenientes en obtener pingües ganancias bajo cualquier régimen jurídico o político. A la cabeza del manejo de este proceso de transformación se encuentran, en cambio, junto a núcleos de poder como los grandes consorcios económicos y financieros, los ejércitos, las cadenas periodísticas formadoras de opinión, etc. A ello cabría agregar la notoria capacidad de aprovechar al servicio de la globalización las transformaciones tecnológicas, cuyos ingenios se constituyen en mecanismos de conducción adecuados a las escalas planetarias (como la llamada “revolución de las comunicaciones, Internet, etcétera).
Liste espectáculo al que asistimos obliga a considerar al gobierno mundial, en tanto fruto natural y esperado de la globalización, en un avance del que no existe parangón en el pasado. Bástenos compararlo con las ponencias mundialistas que, como puro ejercicio de la razón expusieron Dante, Kant, Comte, o Campanella, por citar a los más notorios, las que no pasaron de ser profecías de augures clamando en el desierto, más allá de la altísima reputación de estos pensadores.
También podemos comprender la perfección y los alcances de lo que está ocurriendo si lo comparamos con otras tentativas de instaurar esta República Mundial llevadas a cabo en el ámbito de la política agonal que no fructificaron. Proyectos comenzados con enorme entusiasmo y gran suceso, —no exentos de realismo en cuanto al empleo de los resortes del poder y la insolencia de los ejércitos—. quedaron prontamente desnaturalizados por la intromisión en sus perspectivas de intereses particularistas. Estos los transformaban en lo que Morgenthau ha llamado “la globalización de los nacionalismos”; que si borraron fronteras nacionales, ai arrastrar la sumisión de los vencidos al imperio de los vencedores, terminaron por agotar, en una suerte de desmesura del crecimiento imperial, la energía de la misma metrópoli o, por suscitar dentro de las comunidades sometidas la voluntad de revancha, obligando a los imperios a un esfuerzo agobiante que crecía en proporción directa a las resistencias que fueron generando durante su expansión.
Otras veces esta misma ilusión de instaurar un gobierno mundial trató de ser canalizada mediante procedimientos congresalistas, a la manera de la Sociedad de las Naciones, concebida por el Presidente Wilson como un sueño universalista, probablemente sincero, pero casi inmediatamente desnaturalizado por la irrupción de los intereses de varias de las naciones comprometidas en el triunfo militar del ’18. En primer lugar, por Francia, celosa del fortalecimiento alemán; y por Inglaterra, ansiosa de restablecer el equilibrio europeo para poder tomar distancia de conflictos que no le incumbían. Véase en este sentido que el resurgimiento de los nacionalismos como opuestos al redentorismo democratista (no sólo del nacionalismo germánico e itálico) fue el resultado más notorio de Versalles y de las frustradas ilusiones del presidente Wilson. A pesar de que, por lo general y ateniéndose tan sólo al sentido literal de las palabras, se considera que el “sistema wilsoniano” se sustentaba en el principio de la nacionalidad, no es asi, ya que las naciones, para Wilson y en general para muchos de sus contemporáneos, no eran más que el ámbito en donde se ejercía la soberanía del pueblo, con sujeción a un humanitarismo pacifista al que se erigía en el verdadero marco planetario de la convivencia entre los hombres. Ello en modo alguno podía confundirse con las naciones que reivindicaron su condición histórica que se les negó en Versalles.
Algo bien distinto es lo que actualmente se nos presenta. El ensayo hacia la mundialización va superando (o está en vías de hacerlo) las perturbaciones imperialistas y las ingenuidades intelectualistas mediante la canalización realista-, de los “intereses creados” de las naciones de Occidente, que van adecuando su conciencia cultural a este desempeño Más adelante me ocuparé de este fenómeno con mayor detalle. Frente a las ensoñaciones que prevalecieron en las sucesivas utopías o a las insolencias de las expansiones imperiales, la modernidad exhibe en su activo una serie de “triunfos” o “trofeos” y son éstos los que autorizan a ver en el actual estado de cosas indicios de efectiva unidad de acción, así como una diferencia cualitativa con todo lo que hasta el presente se había intentado en la materia.
Hoy es un dato de la realidad el alineamiento mundialista de una enorme cantidad de componentes sociales que han ido desentendiéndose paulatinamente de la adscripción localista o nacional que los contuviera en su origen (la tendencia prosigue ininterrumpida). Estos componentes sociales cuentan con una importante cuota de poder que se proyecta al plano de la mundialización; desde allí, los poderosos ejercen su influencia, conformando progresivamente las bases de un dominio y convivencia mundiales. Como consecuencia de todo ello los últimos imperialismos, los de la modernidad capitalista a la manera de la Inglaterra de la reina Victoria o de los Estados Unidos de Teddy Roosevelt, van abandonando sus estilos expansivos y han tornado obsoleto aquello de que “lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos”. Hoy la convicción dominante es que “los que es bueno para la General Motors es bueno para el mundo”. Los consorcios transnacionales se han convertido (o se encuentran en vías de transformarse) en “centros de poder” sin patria, volcados efectivamente al mercado mundial, dependientes en sus niveles laborales y gerenciales de equipos humanos para quienes la condición nacional es una categoría superflua, sometidos a una cultura y a una moral que sólo ocasionalmente conserva algún resabio nacional y finalmente adscriptos a centros financieros en los que ya no es reconocible el “sello de origen”.
Si el proceso de mundialización fuera inevitable o bueno en sí mismo, sería válido el argumento de que los hombres deberían facilitarlo en una versión actualizada de “parteros de la historia”, ya no de la revolución mundial del proletariado —en la que pensaba Carlos Marx—, sino de la implantación universal de la racionalidad democrática y capitalista. Esta hipótesis habría de ser confrontada con la opuesta, es decir con la que afirma que la mundialización no es inevitable y que, a la vez, es indeseable. Polémica pendiente, aun cuando se trate de una controversia que ha sido excluida prolijamente de los cenáculos universitarios y de entre los políticos o periodistas de todas las condiciones.
En apoyo de la inexorabilidad de la marcha hacia la globalización se agrega un argumento que es particularmente capcioso, en la medida en que reivindica una construcción realista (a cuya metodología siempre he tenido la vanidad de atenerme). Pero si se mira bien esta suerte de monopolio del realismo del que hacen gala los globalófilos, adolece de una inconsecuencia que lo descalifica. Porque si en el diseño y ejecución de los pasos a dar en la materia campea un decisivo realismo (que soy el primero en reconocer y destacar como una de sus características), se lo hace a costa de negarle a las naciones cualquier sustento en la realidad, dando por buena la versión racionalista que circunscribe su existencia a la simple definición de la “voluntad general”. La realidad empírica nos muestra que las naciones, cuando efectivamente lo han sido y han transpuesto con fortuna los obstáculos de su historia, es por que fueron la expresión realista de fenómenos raciales, culturales, religiosos, militares, económicos, que precipitaron en un momento dado en los estados nacionales. Ciertamente —y en buena medida— porque se trataba de realidades y no de fantasmas o entes de razón, estas naciones fueron amadas y defendidas por los hombres como algo bueno. No sería lícito desconocer el realismo de las propuestas mundialistas (una buena parte de este libro se dirige a evidenciarlas) ni el desatino de resistirlas mediante abstracciones de índole moral o religiosa. Sino oponiéndole la realidad visceral de las naciones, bajo su formalidad estatal, tanto o más real de lo que es el estado mundial en ciernes.
Creo que son perversos los presupuestos invocados y la metodología impuesta por el mundialismo, que no es buena ni necesaria la mundialización que se esta llevando a cabo en nuestras narices; que existen modos de convivir políticamente “entre las naciones”, distintos, mejores y más realistas que los diseñados por los editores del Nuevo Orden. Pero, insisto, en que antes de la condena, antes de la propuesta de una estrategia de resistencia, se hace preciso el examen objetivo del fenómeno, siendo este último el fin que me he propuesto.