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Piquete de ejecución para un fascista – Edda Ciano

156 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 210 pesos
Precio internacional: 14 euros

Este libro nace de una larga serie de conversaciones que Edda Ciano mantuvo con el periodista francés Albert Zarca, y ve la luz más de treinta años después del fusilamiento de Galeazzo Ciano, uno de los episodios más discutidos de la segunda guerra mundial, tanto más misterioso dada la atmósfera de disputa familiar, de intriga política y rivalidad entre facciones en que trágicamente se desarrolla.
En los años transcurridos desde el 1º de enero 1944 se han producido todo tipo de reconstrucciones e interpretaciones luego de haber tomado la palabra de todos los testigos posibles, desde jueces hasta los presos compañeros del condenado, desde carceleros hasta verdugos; todos menos el testimonio más esperado y más importante: Edda Ciano.
Edda Ciano dice “no ser animada por un espíritu de venganza en contra de Benito Mussolini, mi padre, ni el deseo de hacer que mi marido un héroe o un mártir”; y añade: “No me importa que al final de este libro se descubre un Ciano más grande o más pequeño, mejor o peor que lo que se conoce hasta ahora. Quiero que la gente sepa la verdad “.
No quiero que escriba “la vida de Edda Ciano”, me precisó no obstante. Deseo que demos a mi marido, a los hombres y a los acontecimientos su verdadera dimensión.
Yo no creo en la historia, me dijo ella. No creo porque la he visto hacerse debajo de mis ojos. Yo misma he participado en ella. Y sé, por tanto, muy bien que ésta no puede ser imparcial. Sus autores, como los que se dicen sus jueces, son, unos y otros, seres humanos. Animados por pasiones, forjados por ambiciones, de rencor o de odio, y que creen que la única verdad es la suya. La única objetividad de la historia reside en el paso del tiempo. Dentro de un siglo, es posible que juzguen de modo diferente a Mussolini, a Ciano y a tantos otros personajes de esta época.
Edda Ciano responde a las preguntas más candente, las relativas a la “traición” de Galeazzo Ciano y el hecho de no intervenir Mussolini en favor del yerno condenado. No solo revela todas las etapas de su vida personal en los días anteriores y posteriores a la muerte de su marido; sino que también cuenta otros capítulos de la vida de Galeazzo, sin ocultar de los más delicados, desde su rápido ascenso a “delfín” del Duce, a las reuniones en la cárcel con el enigmático Frau Beetz.
“Ni una sola vez”, escribe Albert Zarca en su introducción, “ni una vez, durante nuestras conversaciones, Edda Ciano escapó una pregunta embarazosa. Y cuando la memoria podría fallar, a menudo no dudó en acompañarme hasta otros testigos para que puedan hablar conmigo … Así, durante los meses de trabajo, se me reveló, creo, también la verdadera personalidad de Edda Ciano. Y lo que hace que sea aún más convincente su testimonio “.

ÍNDICE

Introducción 7
I.- Hace unos meses 17
II.- Lo que siempre me ha fascinado de mi padre 31
III.- Mi madre, por el contrario 39
IV.- Si me dejase llevar de las malas intenciones 51
V.- Una tarde, Galeazzo y yo 63
VII.- En 1932, cuando vivíamos en China 85
VIII.- “Cuando salgo es para expansionarme” 93
IX.- Yo creo que mi marido no ha sido nunca un pelele 103
X.- Antes de caer en desgracia 117
XI.- Es cierto que se ha escrito 119
XII.- Mi primer encuentro con Hitler 127
XIII.- Era una persona 131
XIV.- Las guerras son necesarias 147
XV.- Un día de septiembre de 1941 171
XVI.- Galeazzo Ciano no fue eliminado 179
XVII.- De hecho la detención de Galeazzo Ciano 209
XVIII.- No fue fácil llegar hasta él 211
XIX.- En ciertas obras se ha escrito que Galeazzo 217
XX.- Pero no sólo tuve que luchar 223
XXI.- El proceso de Verona 237
XXII.- Son las trece y cuarenta minutos 249
XXIII.- Yo estaba con mis hijos en el convento 255

INTRODUCCIÓN

Verona, 11 de enero de 1944. Alrededor de las nueve de la mañana. Un amanecer gris y sucio llena de un día descolorido las calles frías y poco animadas de esta ciudad del norte de Italia.
Un minibús de la armada italiana cruza el portal de la prisión de “Scalzi” y se dirige a las afueras de la ciudad. Una escolta de motoristas de la milicia lo acompaña. Dos coches oficiales le siguen.
Nueve y diez. El cortejo llega delante del fuerte Procolo, su destino final. Penetra en su interior, quedando inmóvil en el polígono de tiro, no lejos de un montículo respaldado a su vez por un muro. Unos veinte milicianos armados están ya allí. Ligeramente separados de ellos, cuatro o cinco oficiales alemanes. Algunos llevan consigo máquinas fotográficas.
Del minibús bajan seis personas: un sacerdote, cuya silueta negra se dibuja en el gris del paisaje, y cinco hombres de paisano.
El primero de ellos, un anciano de aspecto frágil, vestido con esmero, con sombrero negro y barba blanca cortada en perilla, mira a su alrededor y da luego unos pasos en dirección del sacerdote. Se llama Emilio de Bono. Fue uno de los primeros compañeros de combate de Mussolini y se encontraba a su lado cuando éste tomó el poder el 30 de octubre de 1922. Ante la historia, es uno de los quadriumviri que fueron investidos del cargo de comandante supremo en la marcha sobre Roma. Es, a la vez, mariscal de Italia, después de haber ocupado puestos importantes bajo el régimen fascista.
Observándolo atentamente, se pueden ver sus labios mo8
verse en una plegaria silenciosa: desde hacía una media hora, Emilio de Bono, luego de estar en gracia como el resto de los condenados, sabe que va a morir, condenado por un tribunal fascista por “traición”.
El segundo personaje que aparece lleva un impermeable color almáciga, traje y sombrero gris. Su paso es cerrado. Camina con las manos metidas en los bolsillos y con una mirada fría sobre los rostros que le rodean. Sólo sus rasgos pálidos y sus mandíbulas tensas denotan la tensión que vive. Se llama GaIeazzo Ciano. y sabe, también él que sus pasos le conducen a la muerte. Mas. contrariamente a sus cuatro compañeros, no se hacía demasiadas ilusiones sobre su destino desde hacía va ríos días. Y sin embargo, Galeazzo Ciano, condenado igual mente por “traición”, fue durante casi cerca de diez años uno de los más próximos colaboradores de Mussolini, si no su brazo derecho. Muchos veían en él al delfín del Duce. Además, en este momento en que va a morir, es, desde hace catorce años, el yerno de Benito Mussolini.
Tres hombres más siguen a De Bono y a Ciano: Luciano Gottardi, presidente hasta 1943 de la Confederación de traba ¡adores de la industria. Cario Pareschi. ministro de la Agricultura y Bosques del gobierno fascista, igualmente hasta el 25 de julio de 1943. y Giovanni Marinelli. que ocupó varias funciones tanto en el seno del partido fascista como en el seno del gobierno, principalmente como subsecretario de Correos y Telégrafos.
Si Gottardi y Pareschi parecen calmados a pesar de sus rasgos tensos, Marinelli no puede vencer el legítimo terror que le invade desde que sabe que va a morir. Sus pasos son vacilantes, y es literalmente arrastrado por sus carceleros como consigue dirigirse hacia el lugar de ejecución. Porque, cosa terrible, si De Bono, Ciano, Gottardi y Pareschi saben que van a morir por haber votado el 24 de julio de 1943 una moción, presentada por Diño Grandi en la última reunión del Gran Consejo fascista, que en parte desaprobaba el Duce, él, Marinelli. no ha podido comprender lo que sucedía: su sordera le impidió prácticamente seguir los debates de esta reunión en el curso de la cual creyó obedecer a Mussolini al votar la moción Grandi, y apenas comprendió nada del proceso en el curso del cual se le condenó a muerte.
Dentro de unos instantes, Verona, que en otro tiempo tuvo sus días de gloria como poderosa república independiente y como puesto comercial de importancia, entrará de nuevo en la Historia viviendo un drama que marcará uno de los momentos cruciales del fascismo y supondrá además uno de los sucesos más conocidos pero menos explicados de la Segunda Guerra Mundial.
Se ha formado un grupo, compuesto por los cinco conde nados, que precede don Chiot, el capellán de la cárcel que los ha acompañado, y varias personas más: el prefecto Cosmin, al que una tisis se lo llevará unas semanas después, dos o tres oficiales de la milicia, un juez, un médico forense y un periodista.
A unos pasos de allí, cinco sillas clavadas en tierra esperan a los que van a morir.
Los fotógrafos preparan sus cámaras que empiezan a disparar. Los milicianos que forman el pelotón de ejecución, en pantalón negro, chaqueta verde-gris y casco negro, se alinean en dos filas, la primera, rodilla en tierra, la segunda, detrás, de pie.
El pequeño grupo se detiene cerca de las sillas. Uno de los oficiales italianos hace una señal a los condenados para que se sienten. Estos obedecen y se colocan a horcajadas, con la espalda vuelta al pelotón de ejecución, porque, así lo quiere la ley Italia n a para los “traidores”, serán fusilados por la espalda.
Falta poco para las nueve y veinte. Unos milicianos atan los puños de los condenados al respaldo de sus sillas, pero, antes de extender las suyas, Galeazzo Ciano hace una señal al prefecto Cosmin para que acerque y le dice unas palabras al oído. Igualmente, Gottardi, antes de dejarse atar, se quita su abrigo y su sombrero y pide que sean entregados a su hijo…
Un profundo silencio se cierne sobre el campo de tiro. Una voz salta al aire: es uno de los oficiales que lee la sentencia y los motivos que han llevado a los jueces a pronunciarse así. Cuando la voz se calla, puede oírse un leve murmullo: es De Bono que reza…
De pronto, se oye un grito: es Marinelli: “¡No disparen! ¡No disparen!”.
En el mismo instante, Galeazzo Ciano vuelve la cabeza y lija intensamente sus ojos en los milicianos que van a disparar.
Nicola Furlotti, que comanda el tiro, baja el brazo. La primera salva sale de los cañones…
De Bono cae fulminado sobre el respaldo de su silla. Los otros ruedan por el suelo, lanzando gritos de agonía. Una se gunda salva los acalla. Sólo Galeazzo Ciano gime todavía.
Nicola Furlotti corre hacia él. acompañado del forense y el doctor Caretto. A una orden de éste. Furlotti dispara una vez con su revólver sobre la sien de Ciano. No es suficiente. Dispara de nuevo; Galeazzo Ciano deja de respirar. Ha terminado…
Llevados a una capilla ardiente de Verona y expuestos al público para dejar claro que no había posible sustitución de personas -particularmente Galeazzo Ciano-, los cuerpos de los ajusticiados fueron rápidamente envueltos en un denso sudario de llores. Fian los habitantes de Verona que manifestaban asi su emoción, su perdón, y quizá sus remordimientos…
Quince meses y diecisiete días después, el 28 de abril de 1945. Benito Mussolini, en nombre de quien habían sido ejecutados estos hombres, caía a su vez bajo las balas de Walter Andisio, llamado “Coronel Valerio”, un comunista que había sido no sólo librado de la deportación como consecuencia de una carta de su madre, sino que incluso había trabajado en una cooperativa agrícola fascista.
Treinta años después, yo he tenido entre mis manos la fotografía tomada en el instante mismo en que el pelotón de ejecución hacía fuego, mientras Galeazzo Ciano miraba fijamente a sus verdugos. Ha sido este documento el que originó este libro.
¿Por qué tomó tanto valor ante mis ojos, cuando existen tantos otros, a veces más terribles, de los crímenes cometidos por el triunfo de tal o cual idea?
En primer lugar, porque los cinco hombres ejecutados ese día eran fascistas fieles a Mussolini, pero abatidos por balas fascistas y en nombre del mismo Mussolini.
Después, porque el proceso en el curso del cual fueron condenados fue, a mi entender, dominado más por el fanatismo encubierto de la razón de Estado que por el sentido de equidad y por los propios principios de justicia. Hasta tal punto que el mismo Mussolini le negaba su valor moral y ponía en duda el interés político de la sentencia, pronunciada, sin embargo, en su nombre.
Por otra parte, porque, independientemente de las dimensiones políticas que hubiera en relación con las personas implicadas, el proceso de Verona y la muerte de Ciano supusieron una tragedia humana en la que los principales actores ocuparon la escena internacional: Mussolini, su esposa donna Radíele, su hija preferida Edda y su yerno Galeazzo Ciano, Hitler, Himmler, Ribbentrop, Kaltenbrunner. el modisto Emilio Pucci que estuvo a punto de perder su vida ayudando a Edda Ciano, sacerdotes,… por no citar más que a los principales. Sin hablar de los que, desconocidos incluso treinta años después, fueron mezclados involuntariamente o no en este drama y que habían escogido el silencio lo mismo que otros multiplicaron sus declaraciones más para justificarse o representar un papel que para servir a la causa de la verdad.
Por último, porque el personaje central de la tragedia, Galeazzo Ciano, me parecía muy diferente del retrato que yo me había hecho de él a través de testimonios que había leído. Tenía la impresión que algunos de sus rasgos se habían escamoteado; la mayoría de las veces en desventaja suya, o en provecho de cierta visión de la Historia.
Incluso sus instante finales incitaban a la reflexión: ¿por qué, por ejemplo, volvió la cabeza hacia el pelotón de ejecución en el momento de morir?
¿Sería éste un acto reflejo de un hombre de cuarenta y un años que ama —y ello es comprensible— la vida, y que podría esperar un milagro en el último minuto? ¿En una gracia, por ejemplo, que Edda, su esposa, pero también la hija preferida del Duce, hubiera conseguido finalmente arrancar de su padre? ¿Había esperado ser absuelto in extremis, ya que había sido informado con certeza que Himmler y Kaltenbrunner, que se habían empeñado en ponerle en libertad a cambio de sus Cuadernos, se habían sentido molestos de tener que renunciar a su proyecto ante la intervención de Ribbentrop y la orden personal del Führer que había confirmado su veto telefoneando él mismo al general Harster, comandante de la S.S. de Verona, quien había puesto en marcha ya un comando encargado de poner en libertad al conde Ciano?
¿O era, simplemente, un gesto de bravura de un hombre que quería mirar la muerte cara a cara, ya que no cesó de comentarlo desde su arresto, puesto que sabía que sería fusilado por la espalda?
“Siento las balas penetrar por mi espalda y horadarme la nuca cuando duermo, había dicho un día a un amigo, igualmente en prisión. ¡Qué horrible sensación! No podré soportarlo cuando me ejecuten, había añadido; no les daré a los que han querido mi muerte la satisfacción de verme morir como un cobarde”.
Nadie, con razón, ha podido ni podrá responder de forma precisa a estas preguntas. Pero la mirada de este hombre que iba a morir tenía un no sé qué de grande y noble que me incitó a intentar saber de él más de lo que hasta ahora sabía-Este fue el punto de partida de esta obra. Pero los testimonios que recibía iban más allá de la persona de Ciano. Paralelamente a su retrato, muy diferente del que ya conocía, se dibujaba igualmente el de Benito Mussolini, un Mussolini diferente del personaje que la Historia representa y cuyo ascendiente sobre los que le rodeaban me permitió comprender mejor la tragedia de Galeazzo Ciano, al igual que la suya propia.
Pude también situar a Galeazzo Ciano en el mundo en que vivió, en su propio marco que era prácticamente desconocido. Ello me ayudó a comprender su psicología y los móviles de sus actos.
Pude descubrir lo que algunos historiadores y hombres políticos habían buscado para explicar el porqué de decisiones importantes, en contradicción con las declaraciones del que las había tomado. Como la alianza italo-alemana, firmada por Ciano a pesar de su odio por los nazis, la entrada en la guerra de Italia contra Francia e Inglaterra, desaprobada en sus notas y en privado, pero que él había aceptado ya que no dimitió cuando Mussolini lo anunció.
Supe por qué Mussolini se había lanzado a la campaña de Grecia y cómo había tomado a
Galeazzo Ciano para convencerle a emprenderla, porque, él también quería “su guerra”.
Las razones que le hicieron votar por la moción Grandi me fueron finalmente explicadas, del mismo modo que sus proyectos y ambiciones.
¿Había realmente traicionado a Mussolini o no? Creo poder decir que, a partir de una cierta época, Galeazzo Ciano se había trazado un destino nacional que le permitiera continuar el fascismo sin Mussolini, pero sin tener nunca la intención de eliminarlo en el sentido estricto de la palabra.
Esta infiltración en Alemania, misteriosa e insensata para todo el mundo, fue finalmente puesta en claro, y yo mismo tuve la posibilidad de encontrar al hombre que, a petición de Edda Ciano, organizó los primeros contactos con los alemanes.
Siempre a través de los testimonios recibidos, ciertos aspectos de la vida mundana bajo el fascismo, al igual que los orígenes y los resultados del acercamiento ítalo-alemán, al mismo tiempo que algunos rasgos insospechables de la personalidad de hombres tales como Hitler, Goebbels o Göring, me fueron explicados.
Los tres meses de terrible agonía tras los barrotes de una cárcel que vivió Galeazzo Ciano me permitieron comprender por fin el martirio de un hombre y el sufrimiento de aquella mujer en el combate encarnizado que ella libró con la energía de la desesperación por salvar a su marido, y que igualaba en grandeza y en intensidad dramática a la muerte de éste, cuando todo estuvo perdido.
Esta mujer es Edda Ciano Mussolini, la hija primogénita y preferida del Duce, al mismo tiempo que la esposa del conde Galeazzo Ciano.
No fue fácil conseguir que ella volviera sobre el pasado. Comprendí las razones de sus primeros rechazos cuando comenzamos a trabajar. Me di cuenta, entonces, de su dolor al tener que revivir ciertos episodios a través de recuerdos, de fotografías o de objetos queridos, extraídos de cajones que no hubiera querido nunca volver a abrir.
Un primer inicio de contactos fue cortado en seco. Uno de sus abogados me hizo saber que
“la condesa Ciano no deseaba recibir a ningún periodista ni contar lo que había sido su vida”…
Unos meses más tarde, tuve la ocasión de volverla a encontrar en la Romana, en casa de su madre, donna Rachele Mussolini. La hice partícipe, de viva voz, de mi proyecto. Edda Ciano no dijo sí ni no, pero aceptó recibirme en Roma.
Cuando fui a verla, fue para quedar sumido en una verdadera ducha escocesa: ella estaba confundida entre varios sentimientos. Sabía que, después de la muerte de su marido, debía de hacer todo lo posible por defender su memoria, pero se preguntaba si valía la pena levantar el polvo del olvido.
¿En interés de la Historia?
—Yo no creo en la historia, me dijo ella. No creo porque la he visto hacerse debajo de mis ojos. Yo misma he participado en ella. Y sé, por tanto, muy bien que ésta no puede ser imparcial. Sus autores, como los que se dicen sus jueces, son, unos y otros, seres humanos. Animados por pasiones, forjados por ambiciones, de rencor o de odio, y que creen que la única verdad es la suya. La única objetividad de la historia reside en el paso del tiempo. Dentro de un siglo, es posible que juzguen de modo diferente a Mussolini, a Ciano y a tantos otros personajes de esta época. Pero, de momento, creo que la verdad histórica es una añagaza, al menos por su sujeto.
¿Por interés material? Sin tener siquiera que abordarlo, fue barrido con estas palabras:
—Aunque tuviera que morir de hambre, no contaría mis penas por dinero. Varias veces los editores me han solicitado que escriba mi vida. Siempre he rehusado, porque lo que está en el fondo del corazón, que se ahoga cuando uno siente deseos de explotar, de gritar al mundo la verdad, que hace daño, no se puede arrojar como pasto al público a cambio de unos millones.
¿Necesidad de rehabilitar a su marido?
—Yo que lo he conocido sé que no tiene la más mínima necesidad, me respondió Edda Ciano. Fue finalmente la lectura de varios libros sobre la Segunda Guerra Mundial, de ciertas “revelaciones’”’ sobre Ciano y Mus solini como sobre ella mis15
ma, y de testimonios de gente que de cía haberla conocido muy bien, lo que hizo que Edda Ciano saliera de la reserva que se había impuesto. La rabia se apoderó de ella y aceptó a responder a mis preguntas.
—No quiero que escriba “la vida de Edda Ciano”, me precisó no obstante. Deseo que demos a mi marido, a los hombres y a los acontecimientos su verdadera dimensión. Poco me importa que al final del libro se descubra un Ciano más grande o más pequeño, mejor o peor que el que se ha conocido hasta aquí. Quiero que se sepa la verdad. Que haya sido un cobarde o un valiente, eso me es igual, a condición de que sepa que él no traicionó. Eso lo sé, y mi padre lo sabía también.
Edda Ciano había podido escribir este libro ella misma, es decir, técnicamente, tomar una pluma, unas páginas en blanco y derramar en ellas sus recuerdos. No lo ha hecho porque, en comunión con sus propios pensamientos, no podría haber perdonado a nadie, descargar su verdad como se descarga un golpe de bastón. Obrando así, tendría que haber destrozado a seres a los que ya ha perdonado.
Al aceptar responder a mis preguntas, evocar los períodos y los recuerdos tanto de acontecimientos como de personas, fueran los que fueran, pero sólo en función de lo que yo le preguntaba, Edda Ciano se buscaba una especie de refugio. Ella respondería a todo evitando “mezclarse”. Su pudor quedaba salvaguardado. Esta fue la opinión que me hice después de algunos meses de trabajo.
Como compensación, ella respetó perfectamente las reglas del juego. Ni una vez eludió ninguna pregunta, por delicada que fuera, en nuestras entrevistas. Es más, cuando su memoria le fallaba o no estaba segura sobre algún punto, no dudó un momento en acompañarme a casa de ciertos testigos para autorizarle a hablar.
Uno de ellos, Zenone Benini, tuvo varios ataques cardíacos por la emoción que le produjo el recuerdo de las últimas horas de Ciano, que había vivido él mismo. A pesar de ello, Edda Ciano llevó la conversación con una obstinación que me dejó estupefacto. Fue necesario asistir a varias conversaciones entre ella y Zenone Benini para comprender hasta qué punto llegaba su voluntad de saber.
Tanino Pessina, uno de sus amigos, me reveló en presencia suya cómo los Cuadernos de Galeazzo Ciano escaparon de las manos de los alemanes, en medio de búsquedas desenfrenadas donde se mezcló la tragedia con la comedia.
M. Tassinari, que fue uno de los miembros del secretariado de Mussolini, con el título de prefecto durante la República social, levantó por primera vez el velo, siempre en presencia de Edda Ciano, sobre los proyectos de algunos fascistas de salvar de la muerte a los cinco condenados de Verona, al igual que las disposiciones de ánimo del Duce sobre su persona.
Supe así que Galeazzo Ciano había estado cerca de salvar la vida por dos veces —con el tácito acuerdo de Mussolini—. Comprendí entonces mejor el dilema ante el que se había encontrado el Duce y hasta qué punto llegó su crisis de conciencia que lo agitó desde el proceso hasta su propio final. Una crisis tal que hizo, después de la muerte de Ciano, que firmara un día una foto que le extendía una italiana y que decía: Mussolini difunto…
Llegamos, incluso, al cabo de unas semanas, al tema de las “conquistas femeninas”. Edda jamás lo eludió.
Fue así como, a lo largo de varios meses de trabajo, me apareció la verdadera personalidad —al menos, así lo creo— de Edda Ciano. Ello hacía aún más apasionante su testimonio.
Sabía que Edda Ciano era de un temperamento excepcional, un verdadero cocktail compuesto de temeridad a la vez que de reserva y timidez, de aparente dureza, pero igualmente de profunda bondad y fidelidad hacia los que ama y había amado.
Para mí, periodista que debe quedar insensible a veces con los dramas con los que se roza porque, como para mis colegas, el rigor profesional trasciende los sentimientos personales, la tragedia de Galeazzo y de Edda Ciano fue rica en enseñanzas. Me permitió comprender mejor al ser humano, apreciar con más justicia los límites de su naturaleza y descubrir la fragilidad de la Historia.
A. ZARCA