900 páginas (2tomos)
Tomo I: 454 páginas
Tomo II: 446 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2014, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 790 pesos
Precio internacional: 52 euros
(sólo se venden los dos tomos juntos)
Hay libros que actúan sobre la realidad de muchos de los hechos políticos y que, saliendo del círculo estrecho de la discusión, se convierten en idea-fuerza, mitos, sangre que alimenta los procesos históricos.
A estos libros pertenece el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas del conde de Gobineau, ignorado durante el tiempo que el autor vivió pero que – difundido en Alemania después de su muerte – fue destinado a transformarse en un de las más poderosas idea-fuerza del siglo XX: el mito de la sangre del nacionalsocialismo alemán.
El ensayo retoma los movimientos del gran descubrimiento de la unidad indoeuropea, es decir de una gran familia aria extendida desde Islandia hasta la India. La palabra latina pater, el gótico fadar, el griego patér, los sánscritos pitar se revelan como derivaciones de un único vocablo originario. Pero si ha existido una lengua primordial de la que se han ramificado varios lenguajes, también habrá existido un estirpe primordial que – moviendose desde su patria originaria – difundirá este lengua en el vasto espacio existente entre Escandinavia y el Ganges. Es el pueblo que se dio el nombre de ario, término con el que los dominadores se designaban a sí mismos en contraposición a los indígenas de las tierras conquistadas (compara el persa y el sánscrito arya = noble, puro; el griego àristos = el mejor; el latino herus = dueño; el tudesco Ehre = honor).
La civilización es para Gobineau un legado de sangre y se pierde con el mezcolanza de la sangre. Ésta es la explicación que Gobineau nos ofrece de la tragedia de la historia del mundo.
El Essai sur el inégalité des races humaines, si en muchos rasgos aparece hoy envejecido, conserva una sustancial validez. Gobineau tiene el gran mérito de haber afrontado por primera vez el problema de la crisis de la civilización en general, y de la occidental en particular. En un siglo atontado por el mito plebeyo del progreso, él osó proclamar el fatal ocaso de cada cultura y la naturaleza senil y crepuscular de la civilización ciudadana y racionalista. Sin el libro de Gobineau, sin los graves, solemnes golpes que repican en el preludio del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, y en aquellas páginas en que se contempla la ruina de las civilizaciones, toda la moderna literatura de las crisis de Spengler, a Huizinga, a Evola resulta inimaginable.
ÍNDICE
PREFACIO DEL TRADUCTOR 5
DEDICATORIA DE LA PRIMERA EDICIÓN 13
ANTEPRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN FRANCESA 17
LIBRO PRIMERO.
Consideraciones preliminares; definiciones, investigación y exposición de las leyes naturales que rigen el mundo social.
I. La condición mortal de las civilizaciones y de las sociedades resulta de una causa general y común 25
II. El fanatismo, el lujo. las malas costumbres y la irreligión no acarrean necesariamente el hundimiento de las sociedades 28
III. El mérito relativo de los gobiernos carece de influencia en la longevidad de los pueblos 36
IV. De lo que hay que entender por el vocablo degeneración; de la mezcla de los principios étnicos, y cómo las sociedades se forman y se disuelve 38
V. Las desigualdades étnicas no son el resultado de las instituciones 46
VI. En el progreso o en el estacionamiento, los pueblos son independientes de los lugares que habitan 57
VII. El cristianismo no crea ni transforma la aptitud civilizadora 62
VIII. Definición de la palabra «civilización»; el desenvolvimiento social proviene de un doble origen 71
IX. Prosigue la definición del vocablo «civilización» caracteres diferentes de las sociedades humanas, nuestra civilización no es superior a la que la precedieron 78
X. Ciertos anatomistas atribuyen a la humanidad múltiples orígenes 89
XI. Las diferencias étnicas son permanentes 97
XII. Cómo se han separado fisiológicamente las razas, y qué variedades han formado luego con sus mezclas. Las razas difieren en vigor y belleza 111
XIII. Las razas humanas son intelectualmente desiguales; la humanidad no
es infinitamente perfectible 119
XIV. Sigue la demostración de la desigualdad intelectual de las razas. Las diversas civilizaciones se rechazan mutuamente. Las razas mestizas poseen civilizaciones igualmente mestizas 127
XV. Las lenguas, desiguales entre sí, están en perfecta relación con el mérito relativo de las razas 136
XVI. Recapitulación caracteres respectivos de las tres grandes razas; efectos sociales de las mezclas; superioridad del tipo blanco y, dentro de este tipo, de la familia ariana 149
LIBRO SEGUNDO.
Civilización antigua, irradiante del Asia Central hacia el Sudoeste.
I. Los Camitas 159
II. Los semitas 167
III. Los Cananeos marítimos 180
IV. Los Asirios; Los Hebreos; Los Korrheos 191
V. Los Egipcios; Los Etíopes. 199
VI. Los Egipcios no fueron conquistadores; por qué su civilización permaneció estacionaria. 216
VII. Relación étnica entre las naciones asirias y Egipto. Las artes y la poesía lírica son producidas por la mezcla de los blancos con los pueblos negros. 224
LIBRO TERCERO.
Civilización que se extiende desde el Asia Central hacia el Sur y el Sudeste.
I. Los Arios: los Brahmanes y su sistema social 235
II. Desenvolvimientos del brahmanismo. 255
III. El budismo: su derrota; la India actual. 271
IV. La raza amarilla. 281
V. Los Chinos. 287
VI. Los orígenes de la raza blanca. 307
LIBRO CUARTO.
Civilizaciones semíticas del Sudoeste.
I. La Historia no existe más que entre las poblaciones blancas.
Por qué casi todas las civilizaciones se han desarrollado en el Occidente del Globo 321
II. Los Zoroástricos. 327
III. Los Griegos autóctonos; los colonos Semitas; los Arios helenos 339
IV. Los Griegos semíticos. 365
LIBRO QUINTO.
Civilización europea semitizada.
I. Poblaciones primitivas de Europa. 379
II. Los Tracios.- Los Ilirios.- Los Etruscos.- Los Iberos. 400
III. Los Galos. 408
IV. Las tribus italiotas aborígenes. 432
V. Los Etruscos tirrenos.- Roma etrusca. 442
VI. Roma italiota. 453
VII. Roma semítica. 464
LIBRO SEXTO.
La civilización Occidental.
I. Los Eslavos.- Dominación de algunos pueblos ario pregermánicos 501
II. Los Arios Germanos. 515
III. Capacidad de las razas germánicas nativas. 524
IV. Roma germánica.- Los ejércitos romanocélticos y romanogermánicos.- Los emperadores germanos. 544
V. Últimas migraciones arioescandinavas. 570
VI. Últimos desenvolvimientos de la sociedad germanorromana. 581
VII. Los indígenas americanos. 594
VIII. Las colonizaciones europeas en América. 611
CONCLUSIÓN GENERAL. 621
INTRODUCCIÓN
Hay libros que actúan sobre la realidad de muchos de los hechos políticos y que, saliendo del círculo estrecho de la discusión, se convierten en idea-fuerza, mitos, sangre que alimenta los procesos históricos. El más típico es indudablemente El Capital de Marx, un estudio histórico-económico que se ha convertido en dogma religioso, arma de batalla, evangelio del vuelco mundial de todos los valores cumplimentado por la casta servil. A estos libros pertenece el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas del conde de Gobineau, ignorado durante el tiempo que el autor vivió pero que – difundido en Alemania después de su muerte – fue destinado a transformarse en un de las más poderosas idea-fuerza del siglo XX: el mito de la sangre del nacionalsocialismo alemán.
Arturo de Gobineau nace en Ville d’Avray en el 1816 de una familia de antiguo origen normando. Poco antes de morir, en el Histoire d’Ottar Jara él revivirá los hechos del conquistador vikingo que arribó a las costas de Francia dando origen a su familia. El padre de Gobineau fue capitán en el Guardia Real de Carlo X. Después de la revolución del 1830 se apartó a vivir en Bretaña mientras el hijo fue a estudiar a Suiza. Aquí Gobineau aprendió el alemán y tuvo modo de asomarse a las vastas perspectivas que la filología germánica abrió en aquellos años. Ya Federico Schlegel en su Ueber dieSprache und Weisheit der Inder enseñó la afinidad entre las lenguas europeas y el sánscrito planteando una migración aria de Asia a Europa; en 1816, Bopp con su gramática comparada del griego, sánscrito, persa, griego, latino y gótico fundó la filología indoeuropea; por su parte, los hermanos Grimm redescubrieron el Edda y poesía germánica haciendo revivir el antiguo heroísmo y la primordial mitología germánica mientras Kart O. Müller halló en los dorios (Die Dorier, 1824) el alma nórdica de la antigua Grecia. Así, Gobineau tuvo modo que familiarizarse desde la adolescencia con un mundo que la cultura europea iba lentamente asimilado.
En 1834 Gobineau va a París. No es rico, y trata de hacerse paso como escritor y periodista. De sus obras literarias de entonces, Le prisionnier chancheux, Ternote, Mademoiselle Irnois, Les aventures de Nicolas Belavoir, E’Abbaye de Thyphanes, muchas páginas han resistido la usura del tiempo.
Un artículo aparecido en la Revue de deux mondes lo puso en contacto con Alexis de Tocqueville, el famoso autor de La democracia en América, también él de antigua estirpe normanda. Esta amistad les unió toda la vida a pesar de las fuertes diferencias de opinión entre los dos hombres: Tocqueville, el aristócrata que se resigna, y – sea incluso con melancolía – acepta la democracia como una realidad del mundo moderno y Gobineau, el aristócrata que se rebela e identifica la civilización con la obra de una raza de señores.
Fue Tocqueville, nombrado Ministro de Exteriores, quien llamó al amigo como jefe de gabinete. En vísperas del golpe de estado napoleónico Tocqueville dimitió; En cambio Gobineau hizo buen cara al cesarismo que – si bien no le reportaba a la predilecta monarquía feudal – al menos colocaba las esposas a la democracia y al parlamentarismo. Entró en diplomacia y fue como primer secretario a tomar la delegación de Berna. Es en Berna que escribió el Essai sur el inégalité des races humaines, cuyos dos primeros volúmenes aparecieron en el 1853, los segundos en 1855.
El ensayo retoma los movimientos del gran descubrimiento de la unidad indoeuropea, es decir de una gran familia aria extendida desde Islandia hasta la India. La palabra latina pater, el gótico fadar, el griego patér, los sánscritos pitar se revelan como derivaciones de un único vocablo originario. Pero si ha existido una lengua primordial de la que se han ramificado varios lenguajes, también habrá existido un estirpe primordial que – moviendose desde su patria originaria – difundirá este lengua en el vasto espacio existente entre Escandinavia y el Ganges. Es el pueblo que se dio el nombre de ario, término con el que los dominadores se designaban a sí mismos en contraposición a los indígenas de las tierras conquistadas (compara el persa y el sánscrito arya = noble, puro; el griego àristos = el mejor; el latino herus = dueño; el tudesco Ehre = honor).
Es aquí donde se encauza el razonamiento de Gobineau, movilizando a favor de sus tesis los antiguos textos indios nos muestra a estos arios prehistóricos – altos, rubios y con los ojos azules – penetrando en la India, en Persia, en Grecia, en Italia para hacer florecer las grandes civilizaciones antiguas. Con una demostración muy forzada también las civilizaciones egipcia, babilonia y china son explicadas con el recurso de la sangre aria. Cada civilización surge de una conquista aria, de la organización impuesta por una elite de señores nórdicos sobre una masa.
Si comparamos entre si a las tres grandes familias raciales del mundo la superioridad del ario nos aparecerá evidente. El negro de frente huidiza lleva en el cráneo “los índices de energías groseramente potentes”. “Si sus facultades intelectuales son mediocres – Gobineau escribe – o hasta nulas, él posee en el deseo… una intensidad a menudo terrible”. Consecuentemente, la raza negra es una raza intensamente sensual, radicalmente emotiva, pero falta de voluntad y de claridad organizadora. El amarillo se distingue intensamente del negro. Aquí los rasgos de la cara son endulzados, redondeados, y expresan una vocación a la paciencia, a la resignación, a una tenacidad fanática, pero que él diferencia de la verdadera voluntad creadora. También aquí tenemos que ver a una raza de segundo orden, una especie infinitamente menos vulgar que la negra, pero falta de aquella osadía, de aquella dureza, de aquella cortante, heroica, inteligencia que se expresan en el rostro fino y afilado del ario.
La civilización es pues un legado de sangre y se pierde con el mezcolanza de la sangre. Ésta es la explicación que Gobineau nos ofrece de la tragedia de la historia del mundo.
Su clave es el concepto de la degeneración, en el sentido propio de esta palabra, que se expresa en el alejamiento un género de su tipo originario (los alemanes hablarán de Entnordung, de desnorcización). Los pueblos antiguos han desaparecido porque han perdido su integridad nórdica, e igualmente puede ocurrir a los modernos. “Si el imperio de Darío todavía hubiera podido poner en campo a la batalla de Arbela persas auténticos, a verdaderos arios; si los romanos del basto Impero hubieran tenido un senado y una milicia formadas por elementos raciales iguales a los que existieron al tiempo de los Fabios, su dominación no habría tenido nunca fin.”
Pero la suerte que ha arrollado las antiguas culturas también nos amenaza. La democratización de Europa, iniciada con la revolución francesa, representa la revuelta de las masas serviles, con sus valores hedonísticos y pacifistas, contra los ideales heroicos de las aristocracias nórdicas de origen germánico. La igualdad, que un tiempo era sólo un mito, amenaza de convertirse en realidad en el infernal caldero donde lo superior se mezcla con lo inferior y lo que es noble se empantana en lo innoble.
El Essai sur el inégalité des races humaines, si en muchos rasgos aparece hoy envejecido, conserva una sustancial validez. Gobineau tiene el gran mérito de haber afrontado por primera vez el problema de la crisis de la civilización en general, y de la occidental en particular. En un siglo atontado por el mito plebeyo del progreso, él osó proclamar el fatal ocaso de cada cultura y la naturaleza senil y crepuscular de la civilización ciudadana y racionalista. Sin el libro de Gobineau, sin los graves, solemnes golpes que repican en el preludio del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, y en aquellas páginas en que se contempla la ruina de las civilizaciones, toda la moderna literatura de las crisis de Spengler, a Huizinga, a Evola resulta inimaginable.
Falta valorar la solución que Gobineau ha ofrecido problema de la decadencia de la civilización. A menudo es simplista. El mito ario, queda como indispensable instrumento para la comprensión de la civilización occidental, no se puede explicar mecánicamente el nacimiento de las varias civilizaciones del globo. Gobineau se encarama sobre los espejos para encontrar un origen ario a las civilizaciones egipcia, babilona, chino. Aunque muchos recientes estudios ayudarían a sus tesis (piénsese en la hipótesis de un Heine-Geldern sobre una migración indo-europea de la región póntica a China, o a la comprobación de un elemento ario en el seno a los casitas que invadieron Babilonia y a los hyksos que dominaron Egipto), queda el simplismo de los métodos demostrativos gobinianos. Además, los materiales arqueológicos y filológicos de que él se servirá son completamente inadecuados frente a la masa de los datos de que disponemos hoy (1).
Y sin embargo, la idea de un diferente origen de las razas está demostrada por los estudios más recientes en la materia (Véase Coon. L’origene delle razze, Bombiani 1970), mientras que las estadísticas sobre los cocientes de inteligencia asignan un valor cuantitativo inferior a los negros con respecto de los blancos y a los amarillos. Mientras la civilización blanca arrastra en su movimiento a los pueblos de color, ellos se revelan en su mayor parte imitadores y parásitos, de lo que no hay duda que de que el mestizaje de la humanidad blanca conduciría a un estancamiento, si no a un retroceso. La crisis de las cepas germánicas y anglosajonas, a cuya voluntad e iniciativa se debe el dominio euro-americano sobre el mundo, y que en el tipo blanco representan el elemento más puro, es seguro la más dramática situación desde los principios de la historia.
La gran obra del Ensayo sobre la desigualdad de la razas fue terminada. Pero la cultura francesa no se dio cuenta.
Tocqueville intentó consolar a Gobineau profetizando que este libro sería introducido en Francia desde Alemania: fue en efecto una respuesta a un problema surgido en la cultura alemana, y de ella habría regresado a Francia, desde Alemania: fue en efecto una respuesta a problemas surgidos en la cultura alemana, y en ella habría sido discutida. De Berna, Gobineau pasó a Fráncfort, luego – como ministro plenipotenciario – a Teherán, Atenas, Rio de Janeiro y Estocolmo. El tiempo que estuvo en Persia le permitió dedicarse a sus predilectos estudios orientalísticos. El Traité des écritures cuneiformes, La Historie des Perses, Réligions et philosophie dans l’Asia centrale. También escribió las Nouvelles Asiatiques y, siempre en literatura, la novela Adelaida, el poema Amadis, el fresco histórico sobre La Renassance y la que es quizás su novela mejor lograda: Les Pleiades.
La guerra franco-prusiana le sorprende en el castillo de Trye que formaba parte del antiguo dominio de Ottar Jara y que él adquirió. No se hacía graciosas ilusiones (un biógrafo suyo cuenta: “El canto de la Marsellesa, los gritos: a Berlín!, repugnaron a su naturaleza. No le dio el nombre de patriotismo a esas sobreexcitaciones peligrosas, demasiado ayuntamientos con las razas latinas. Donde divisó síntomas funestos”), pero en su calidad de alcalde organizó la resistencia civil contra el invasor. Sobrevenidos los prusianos, se comporta con gran dignidad y, aunque se valiera de la lengua alemana como la suya propia, nunca quiso hablar con ellos otra que el francés.
El desastre del los años 70 y la suspensión de su candidatura a la Academia de Francia le disgustaron completamente. La misión a Estocolmo, en aquella Escandinavia que quiso como a una segunda patria, le fue de algún consuelo, hasta que en el 1877 fue jubilado anticipadamente. Para Gobineau transcurrieron los últimos años de su vida entre Francia e Italia. En Venecia conoció a Richard Wagner el cual dijo de él: “Gobineau es mi único contemporáneo”. Un reconocimiento basado en una recíproca afinidad. Ambos advirtieron el atractivo romántico de los orígenes primordiales: los tonos profundos que se vislumbran en los abismos del caudal de El oro del Rin son los mismos que repican en el Essai sur el inégalité des races humaines. Fue Wagner quien presentó a Gobineau al profesor Schemann de Freiburg, el cual fundaría el Gobineau-Archiv.
Gobineau murió de repente en Turín en el octubre de 1882. Nadie pareció darse cuenta de su desaparición. Fue universalmente admirado como un hombre de espíritu y como brillante conversador. Años después, fue cuando en la universidad comenzaron a haber cursos sobre de él, Anatole France dijo: ” Je el ai connu. El venait chez el princesse Matilde. Ello était un grand diable, parfaitement simple et très spirituel. On savait qu’il écrivait des livres, maíz personne de ello les avait lus. ¿Alors, el avait du génie? Comme c’est curieux.”
F ueron los alemanes los que lo valorizaron. Wagner le abrió las columnas del Bayreuther Blätter: ahora el wagneriano Hans von Wolzogen, Ludwig Schemann, Houston Stewart Chamberlain anunciaron su obra. Fue Ludwig Schemann quien fundó el culto a Gobineau instituyendo un archivo cerca de la universidad de Estrasburgo, entonces alemana. En el 1896 Schemann fundó el Gobineau-Vereinigung que difundiría el gobinismo en toda Alemania. En el 1914 pudo contar con una red influyente de protectores y amistades; el Kaiser mismo la subvencionó y buena parte del cuerpo enseñante fue influido por sus ideas.
Sobre la estela de la obra de Gobineau nació el racismo: Vacher de Lapouge, Penka, Pösche, Wilser, Woltmann, H. S. Chamberlain y luego – después de la guerra – Rosenberg, Hans F. K. Günther, Clauss retomaron las intuiciones gobinianas y las amplificaron en un vasto organismo doctrinal. En el 1933 el Nacionalsocialismo – asumiendo el poder en Alemania – reconoció oficialmente la ideología de la raza. Se realizó así lo que Wittgenstein había profetizado a Gobineau: “Vos os decís un hombre del pasado, pero en realidad sois un hombre del futuro.”
El batalla de Gobineau no fue en vano. Él escribió: “Quand la vie n’est pas un bataille, ell n’est rien.”
Las citas aquí indicadas están sacadas del primer libro del Ensayo sobre la desigualdadde las razas humanas, Ediciones de Ar, Padua 1964.
(1) Una exposición moderna de las migraciones arias y su importancia para la civilización he tratado de exponerla en mi “Introduzzione al problema indoeuropeo” en el prólogo al libro de Hans F. K. Günther, Religiosità indoeuropea, Edizioni de Ar, Padua 1970. A ella me remito para quién de este ensayo sobre Gobineau le llevara el deseo de conocer los puntos de vista más recientes en arqueología, filología y antropología.
PREFACIO DEL TRADUCTOR
En todos los países del mundo se habla ahora del presente libro. No hay, en efecto, en los momentos actuales, una obra que en mayor grado apasione al lector medio de Europa y de América y que tan vivos debates suscite en los centros intelectuales y políticos de las principales naciones. Y, sin embargo, el presente ensayo, cuyas originales tesis están hoy universalmente divulgadas, permaneció durante más de medio siglo en el más completo de los olvidos, incluso en el país donde viera la luz, esto es, en Francia, siempre tan curiosa y abierta a todas las ideas.
Del escasísimo interés entre los contemporáneos de Gobineau despertó el «Ensayo sobre 1a desigualdad las razas humanas», piedra angular del pensamiento gobiniano, es el manifiesto indicio la general indiferencia con que fue recibida en Francia la noticia del fallecimiento de su autor, repentinamente acaecida en un hotel de Milán el mes de octubre de 1882. Ni una sola voz se levantó entonces para solicitar que se rindiera al ilustre escritor el obligado homenaje, que, en aquel transito supremo no suele regatearse nunca a los grandes talentos ni aun por parte de quienes se mostraron con ellos más hostiles. La indiferencia de sus contemporáneos fue absoluta ante la que, si no su obra maestra, fue su obra cumbre.
Recientemente, comentando el hecho, la propia nieta de Gobineau arguyó que sin duda entonces no hubo nadie que se diese cuenta de que acababa de desaparecer uno de los espíritus más contradictorios, pero también más seductores y fecundos del siglo XIX. Aconteció, sin embargo, así, a pesar de la cálida simpatía que despertaba entre el gran mundo y, de modo especial, en los salones del Faubourg Saint-Germain, del vivísimo afecto que por él sintiera en las grandes capitales una sociedad cosmopolita, y de la profunda admiración de diplomáticos, poetas y sabios de todos los países. ¿Por qué?
La explicación hay que hallarla no sólo en la atrevida novedad de las ideas vertidas en sus libros y muy particularmente en su Ensayo, sino también en ciertas singularidades del carácter de Gobineau. Sabido es, en efecto, que dicha obra resulta ser, del comienzo al final, la antítesis perfecta de las opiniones en curso en su época señaladamente en Francia. Para no referirnos sino a algunas de sus tesis más importantes, destacaremos, de un lado, la admiración de Gobineau por la cultura y las tradiciones de Asia, y, de otro, su ‘engouement’ por los valores aristocráticos. A propósito de lo primero, afirmó que es allí, en Asia, y no en Grecia, donde hay que descubrir la verdadera cuna de la ciencia y de la civilización, y que el genio de Asia constituye una fuerza a la que el resto del mundo ha de sentirse reconocido, ya que a ella debe cuanto posee y ha poseído en la alta esfera intelectual. Acerca de lo último -y rozamos aquí la idea matriz del Ensayo ‑, sostuvo que son los núcleos racialmente selectos, y no las multitudes bastardeadas por las mezclas, los que deciden la suerte de las naciones, o sea, que la prosperidad humana tiene por base la superposición, en un mismo país, de una raza de triunfadores y de una raza de vencidos, tesis de la cual se deriva aquella actitud anticristiana que, anticipándose a Nietzsche, le llevó a considerar como una necedad el amor a los caídos, a los humildes, a los impotentes. Pero a estas aparentes boutades o genialidades, que nadie podía tomar en serio en su época, hay que añadir su insobornable altivez, a cubierto de adulaciones, y irrefutable prurito por soltar a la faz de sus compatriotas los juicios más irreverentes y molestos. «No existe una raza francesa ‑decía‑; de todas las naciones de Europa, es la nuestra aquella en quien el tipo aparece más borroso.» El divorcio entre Gobineau y sus contemporáneos era inevitable.
Hemos visto, pues, que este Ensayo iba radicalmente al encuentro de los dogmas universitarios y de la ciencia oficial de su tiempo, y también -lo que era aún más grave ‑ contra la «mística» democrática, a la sazón en boga. Y si lo primero le cerró a Gobineau las puertas de todos los cenáculos y ‘coteries’ donde se mendigan y afirman las reputaciones, lo segundo hubo de enajenarle la curiosidad y simpatía del gran público. El propio Renan, que tan abiertamente reconociera sus altos méritos y cualidades, distó mucho de aceptar sus paradójicas tesis, y ante todo aquella en que negaba la grandeza moral y social de Roma y la primacía intelectual de Grecia, reconocidas hasta entonces por los sabios mas esclarecidos de todos los países, para conferir la paternidad de la civilización al Asia. Más distanciados aún que Renan, hasta el extremo de mantener el más implacable de los silencios, se mostraron con él la casi totalidad de los restantes escritores de su época, quienes no podían tomar consideración sus extrañas concepciones en que tan mal parados salían aquellos principios los por los cuales todo el siglo XIX sintió un verdadero culto. A la fe en la libertad, en el progreso, en la democracia, que eran el dogma de aquellos tiempos, oponía Gobineau un determinismo oscuro, una decadencia inevitable, resultante de los elementos constitutivos de los pueblos, y, como reactivo, un paradójico aristocratismo. Pero eso de que la fatalidad de la constitución humana pesase no tan sólo sobre los individuos sino también sobre las razas y que, por tanto, hubiese que echar a un lado toda idea de progreso y de libertad moral, repugnaba y sigue repugnando aún a los espíritus liberales. Gobineau se hallaba en los antípodas de la generación de su época, y su Ensayo estaba condenado de antemano.
¿Debe, sin embargo, inferirse de ello que éste hubiese permanecido literalmente ignorado hasta nuestros días? En modo alguno. En la misma Francia contaba con sus devotos, escasos, es cierto, pero de talla considerable, entre los cuales se destacaron Paul Bourget, Albert Sorel, Ernest Seilière, Remy de Gourmont, Romain Rolland, Paul Souday… Y mucho antes de la Gran Guerra ‑ en el año 1904 ‑, Robert Dreyfus, en la École des Hautes Études Sociales, comentó la doctrina gobinista en varias conferencias que levantaron enorme entusiasmo. Con todo, no se pasaba de ahí, esto es, no se lograba que traspasase el reducido círculo de una minoría selecta.
¿Y qué decir de Alemania y de los demás países? En ellos los admiradores y adeptos eran ya más numerosos. Especialmente en Alemania, el nombre y la doctrina de Gobineau llegaron a constituir, en determinados centros intelectuales y políticos, un verdadero culto. Acontecía eso a partir del año 70, fecha en la cual el autor del Ensayo fue descubierto por Ricardo Wagner y sus discípulos. Gobineau fue entonces «adoptado» por Alemania A esa adopción contribuyó en grado sumo el viejo wagneriano Schemann, quien, en 1894, bajo el patronato de Ph. von Eulenburg y Hans von Wolzogen, llevó a cabo la fundación de la «Gobineau Vereinigung»(Unión Gobinista). Poco después, en 1898, el mismo Schemann reputado como el gran artífice del gobinismo tudesco, dio cima a la traducción del Ensayo. Fue precisamente hacia aquella época cuando Nietzsche estaba en el apogeo de su fama y en que de su «inmoralista» apología del hombre de acción, en íntima coyunda con la exaltación gobiniana del hombre Ario, surgió en el brumoso horizonte intelectual de Alemania la silueta del superhombre. Pero fue igualmente ‑ ¡ hay que decirlo también!- en la misma época cuando tronaban de lo alto los escritores pangermanistas. En un ambiente así, saturado de megalomanía, es como un profesor un alemán pudo declarar que Gobineau era la corriente profunda que hacía vibrar alrededor de Nietzsche la vida espiritual contemporánea. Fue esa, ciertamente, una consecuencia absurda, que dejaba desmentidas las fatídicas conclusiones del Ensayo, pero que no dejaba de ser también la consecuencia natural y obligada de ciertas tesis allí defendidas.
En efecto, Gobineau, luego de haber proclamado la preexcelencia de la raza aria, esto es, de la raza blanca, dejó sentado que fueron los Arios germánicos, de temple muy enérgico, los «pionners» de la civilización moderna; afirmó que éstos, con la aportación de su sangre, no manchada aún de melanismo, libraron a la civilización romana de su total hundimiento. «Muy lejos de destruir la civilización ‑ dice ‑, el Hombre del Norte salvó lo poco que de ella sobrevivía. Nada descuidó para restaurar ese poco y darle todo su brillo. Fue su inteligente solicitud quien nos la transmitió y quien, bajo la protección de su genio particular y de sus invenciones personales, nos enseñó a sacar de ello nuestro tipo actual de cultura. Sin él no seríamos nada.» Con lo cual Gobineau infligió un rotundo mentís a Tácito que, uno de los primeros, tachó de bárbaros a los germanos, y luego a Goethe que, a la vuelta de dieciocho siglos, en sus «Conversaciones con Eckermann» emitió una opinión análoga a la del autor de los Anales.
Desde luego, el problema de las razas fue estudiado por Gobineau de un modo muy objetivo. Realizado el descubrimiento con el interés de un hombre de ciencia, no pensó ni remotamente en la posibilidad de que el hecho pudiera lisonjear a una nación determinada. El autor del «Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas», para quien el concepto de patria carecía en absoluto de sentido, juzgó las naciones a través de una única categoría: la de la raza. Y desde este punto de vista resulta muy natural que, de acuerdo con la clasificación por él establecida de las tres razas primordiales de la especie humana y de su respectiva influencia en la marcha8 de la civilización mostrase su admiración por los pueblos escandinavos, anglosajones y germanos, por entender que eran ellos los pueblos blancos racialmente más puros de la Tierra, esto es, menos bastardeados por las mezclas con otras razas. Con todo, bastó el hecho de que Gobineau proclamara la superioridad racial de esos pueblos, para que en Alemania, engreída con la victoria alcanzada en su guerra contra Francia, determinados grupos tratarán de sacar de ello consecuencias políticas, extrañas al pensamiento gobiniano y que Gobineau hubiera seguramente desautorizado. Semejante desnaturalización de la doctrina del Ensayo no se produjo en los países escandinavos ni en el Reino Unido, pese a haber sido comprendidos también entre las razas más puras; y es que en ninguno de ellos se concedía una exagerada importancia al descubrimiento de las razas. Hay que señalar, no obstante, que incluso en la misma Alemania, que es donde gobinismo alcanzó mayor número de prosélitos, la teoría de las razas distaba bastante de merecer el crédito a que, en opinión de sus adeptos, tenía pleno derecho y que más tarde había de serle reconocido.
Para que así fuese y para que, incluso en Francia y en la mayoría de países, la doctrina gobiniana se impusiese a la atención del público fue precisa la Gran Guerra. La cruenta lucha que se desarrollaba en los frentes de combate llevó a unos y otros a meditar sobre el extraño destino que hacía levantar en armas a medio mundo contra otro. Algo más que los vulgares antagonismos políticos de una nación contra otra se revelaba a los ojos de todos; superior a la misma voluntad de los pueblos en lucha parecías ser la determinante de aquella espantosa contienda bélica que amenazó con sepultar definitivamente a Europa. Aquello, más que una pugna entre naciones, semejaba una verdadera lucha de razas, en las que se dijera que se disputaba el porvenir de la civilización. Por lo demás, en los campos de batalla de nuestro continente se dieron cita, como os sabido, las principales variedades étnicas del Globo: blancos, negros, amarillos… Y aquella forzada convivencia, en las líneas del frente y aún en la retaguardia, de individuos racialmente tan diversos brindó a los espíritus menos perspicaces los espectáculos y experiencias más sorprendentes, reveladores de las distintas modalidades de cada raza y de sus respectivas capacidades espirituales. Tan sólo ello era ya bastante para que cobrase vivísima actualidad la tesis, hasta entonces ignorada o poco menos, de la desigualdad de las razas humanas. Fue entonces, pues, cuando para las jóvenes generaciones, atraídas por las polémicas suscitadas alrededor del nombre de Gobineau, la novísima doctrina de las razas constituyó una revelación. Inmediatamente el presente Ensayo alcanzó una boga extraordinaria y definitiva: el libro penetró en todos los países y en todas las conciencias.
Llegados a este punto, es necesario que abordemos y comentemos de lleno las teorías en él desarrolladas.
El «Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas» sienta por primera vez el hecho de que en la constitución y desarrollo de las civilizaciones antiguas y de las sociedades modernas desempeña un papel eminentísimo, si no exclusivo, la raza. Cabe decir que fue éste el grande, el único descubrimiento de Gobineau. Para Gobineau, cuya visión rebasa, como hemos dicho, la concepción estrecha y mezquina de la división del planeta en naciones, una única clasificación se impone: la de las razas.
Todo lo demás, resulta, para él, sobreañadido, artificial, sin consistencia alguna. En la base de los pueblos no existe una forma de sociedad, ni un pensamiento nacional, sino pura y simplemente «la pigmentación de una piel, el ángulo de un perfil, la forma de un ojo, etc.». El autor se sitúa así muy por encima del insignificante debate de los príncipes y de los «condottieri» del eterno tablero de las naciones. En su Ensayo son todos los continentes quienes se agitan y chocan entre sí, como impulsados por una fuerza cósmica. Gobineau descubre los grandes secretos de las convulsiones políticas más remotas, las causas íntimas que minan los cimientos de aquellos Imperios y civilizaciones hoy desaparecidos, el destino de las naciones sometidas a una dosificación mayor o menor de sangre aria o melania. Su vista soberana se posa en las más nebulosas lejanías, buceando en lo recóndito del pasado, y allí descifra los más impenetrables enigmas. Romain Rolland que, a despecho de sus efusiones democráticas, se siente tan afín a Gobineau, particularmente cuando se trata de zaherir a «cette creuse et ridicule marionette que l´on appelle la Patrie», le reconoce sin regateos esa facultad de ver como nadie a distancia. Dice: «Ese hombre de espíritu tan fino para penetrar la vida cambiante de las almas individuales, ese hombre de mirada de águila para abarcar los vastos horizontes de los siglos, más profundo que Montesquieu y más sutil que Stendhal, va a chocar casi invariablemente contra los acontecimientos del presente y del porvenir inmediato… En historia, era présbite. Veía mejor a Sila que a Cavour. Y a Bismarck.» Mirando, pues, hacia los últimos confines del pasado, asequibles a. sus pupilas, logró descubrir, empuñando siempre el cetro de la civilización y blandiendo por doquiera la sagrada antorcha al «antropoide» perfecto, al Hombre Ario…
¡El Hombre Ario! Según Gobineau, la raza aria es la raza «pur sang» de la humanidad, la mejor armada para la lucha por la existencia, la más bella, la más enérgica y la que mayor suma encierra de genio creador, raza hoy enteramente extinguida por su cruce con otras. En los albores del mundo existían, al lado de la raza aria, de «una blancura deslumbrante», otras razas blancas y también amarillas y negras, destinadas todas a vegetar si no eran fecundadas y tomadas por su cuenta por el Ario. Empleando un símil grato a Gobineau, destinado a sugerir la valía peculiar de cada una de las tres razas fundamentales, diremos que en aquella mezcla o cruce, el Ario simboliza la seda, el Amarillo la lana y el Negro el algodón. El Ario
El Ario aportaba la energía, la perseverancia, el idealismo, el honor, el amor viril de la guerra, el sentido moralizador de la vida, el orden. El Amarillo, con su piel lívida pegada a los huesos y su máscara embrutecida y triste, aportaba el sentido práctico, sólo atento al lado útil de las cosas.
El Negro, con su sensualidad bestial y su imaginación, aportaba el lirismo.
Frente a estas dos últimas razas, y rigiendo los destinos del mundo, sobresale el Blanco. Es éste, por excelencia, el elemento creador. Síntesis suprema de la especie humana, culminación perfecta -¡oh, manes de Pascal! ‑del clásico “junco pensante» posee el doble genio de la acción y de la razón; de él provienen los grandes sistemas cosmológicos, las vastas creaciones espirituales y también los descubrimientos en la esfera de lo útil aplicado a lo ideal. Mezclado a los otros elementos, actúa a la manera de un catalizador, realzándolos y elevándolos hasta su más alto grado de poderío. Los realza, es cierto, en tanto que valor étnico, pero es a costa de sí mismo, puesto que sale con ello menoscabada la pureza de su prosapia.
De ello se deriva la degeneración de la raza blanca, que gradualmente va apareciendo más mezclada, más impura, más débil y menos apta para las funciones elevadas a que su prístina naturaleza la tenía destinada. Y sin embargo, el Blanco, sal de la humana especie, necesita del Negro para sentir a su vez avivadas la sensibilidad y la imaginación, que son las facultades rectoras de la producción artística; «necesita, dice, del inconsciente impulso estético de los Negros para poder crear». Gobineau justifica la necesidad de esa cópula diciendo: «El manantial de que han brotado las artes es extraño a los instintos civilizadores. Yace oculto en la sangre de los negros. Este poder universal de la imaginación que vemos envolver e impregnar a las civilizaciones primitivas no tiene otra causa que la influencia siempre creciente del principio «melanio». Así afirma que la influencia de las artes sobre las artes estará siempre en razón directa de la cantidad desangre negra infusa en sus venas, y que la exuberancia de la imaginación será tanto más intensa cuanto mayor sea la extensión que ocupe el elemento melanio en la composición étnica de los pueblos. Pero también del Amarillo necesita el Blanco para captar una suma mayor de sentido utilitario; con lo cual sale perdiendo igualmente, por otro lado, ya que ello le obliga a descender de su rango supremo y a dejar, por tanto, bastardeadas sus cualidades nativas.
De manera que, en cuanto el Ario emigra de su suelo natal ‑ el Irán – para fundar, acá y acullá, agrupaciones progresivas; en cuanto su espíritu bélico y dominador, siempre a la zaga de conquistas, le lleva a mezclarse con otros pueblos de raza distinta e inferior a la suya, mejora a éstos sensiblemente, pero sensiblemente también se depaupera a sí mismo. Esa mezcla, por lo demás indispensable, trae consigo un germen de degeneración, de muerte. De no captar un nuevo aflujo de sangre aria, sobreviene indefectiblemente la depauperación de las diversas agrupaciones. Y como ese aflujo de sangre aria es imposible, por cuanto, según el propio Gobineau, no queda ya sobre la faz del planeta un Ario puro, la humanidad está fatalmente condenada a una gradual decadencia, hasta el día, por fortuna muy lejano aún, en que se extinga total y definitivamente. El Dies irae, con sus fúnebres trenos, es, pues, el cántico reservado a los vástagos futuros de las presentes generaciones. Tal es la escalofriante conclusión del Ensayo.
La teoría de las razas así concebida parece alcanzar en nuestros días su máximo predicamento. Y, falsa o verdadera ‑ cosa que no nos compete a nosotros averiguar ‑, lo cierto es que, bastante desnaturalizada, cuenta hoy con millares de prosélitos en todos o casi todos los países del mundo. Naturalmente, a ello no ha sido nada extraña la pasión política. Porque con la doctrina de las razas ocurre hoy que es reivindicada por los partidos más opuestos y, ante todo, por los nacionalistas. Así vemos que la idea racista en los Estados Unidos, el nazismo en Alemania, el kemalismo en Turquía, el britanismo, etc., directa o indirectamente se inspiran en el gobinismo.
Por su parte, los Escandinavos, descendientes de los antiguos vikingos, enseñan en sus Universidades que Gobineau los conceptuó como los supervivientes más puros de la raza aria. Asimismo en América latina, los partidarios del hispanismo o por lo menos de sus tradiciones, enfrentados con los Negros y los Indios, aducen, en apoyo de su hegemonía, argumentos más o menos emparentados con el gobinismo. Incluso en Asia han penetrado las nuevas teorías, lo cual han podido experimentar muy de cerca los bolcheviques en su intento, siempre frustrado, de penetración entre las multitudes orientales.
Todo ello no tendría importancia si fuese únicamente la vanidad la que, en cada pueblo, se sintiese emulada. Desgraciadamente, lo que comentamos es causa de que determinadas naciones, so pretexto de preservar la pureza de su tipo étnico, se encierren en un nacionalismo agresivo, con espasmos de xenofobia muy inquietantes. Pero eso no cabe imputarlo al autor del Ensayo. Porque el que actualmente el nombre de Gobineau, como alguien ha dicho, cubra, en ciertos países europeos, la más sospechosa de las mercancías, no puede redundar en descrédito de cuanto de positivo encierre su doctrina de las razas. En todo caso y para que se vea cómo ésta puede ser mantenida, a despecho de todas las mistificaciones políticas, observaremos que también la idea de democracia encuentra en la doctrina de las razas los argumentos más sólidos y decisivos. Ello explica que Gobineau haya podido ser admirablemente acogido por los mismos caudillos del proletariado. Véase de qué naturaleza son esos argumentos: «A medida que, de acuerdo con la teoría de las razas, van mezclándose las colectividades humanas, quedan poco a poco desvirtuadas las élites y ascienden las masas populares, hasta llegar a la nivelación de clases y al advenimiento natural de la democracia. De manera que la doctrina étnica de Gobineau, pesimista en tanto que propugnadora de la aristocracia, ‑y la teoría económica de Carlos Marx, optimista, como bandera del proletariado, partiendo una y otra de polos extremos, acaban por encontrarse.» La argumentación es impecable.
Por lo demás ‑ preciso es que también lo señalemos ‑, esta doctrina no es tan definitiva como puede hacer suponerlo la extraordinaria boga de que goza actualmente. Contra ella pueden hacerse y se han hecho ya objeciones bastante serias, que si no comprometen en nada el principio básico doctrina, esto es, el papel preponderante de las razas en el desarrollo de la cultura y de las civilizaciones, muestran, sin embargo, que la teoría peca de incoherente e incompleta. Es, por ejemplo, una objeción el que, según el propio Gobineau, sean las civilizaciones blancas las que menos duren; otra, el que una raza como la japonesa, clasificada entre las que se caracterizan por su apatía e inmovilidad se levantase bruscamente para rechazar por la fuerza el mayor de los Imperios del mundo, tras un maravilloso resurgir de su vida nacional, en el que demostró haberse asimilado todos los progresos y adelantos de Occidente; otra, el que en China, tras un tumultuoso despertar que todavía prosigue, hayan sido hechos trizas los milenarios privilegios del hoy aventado Celeste Imperio, otra objeción aun, el que la democracia se haya desarrollado tan intensamente en Norteamérica, no obstante ser un pueblo muy poco «melanizado»; otra, el que haya sido España, tan fuertemente melanizada y semitizada, quien durante un siglo dominase por las armas a toda Europa y se anticipase al Ario en la conquista del continente americano; otra, en fin, el que Francia, la más melanizada de las naciones del Noroeste europeo, hubiese contenido durante quince siglos en los límites de sus bosques a la Germania, mucho más blanca que ella… Con todo, estas inarmonías entre el conjunto y los detalles no alteran lo esencial de la doctrina o sea la irreducible desigualdad de las razas, la extinción gradual de los grupos racialmente superiores y, por último, la decadencia y quizá el fin del mundo civilizado, conclusiones, dicho sea de paso, que distan bastante de justificar la menor sombra optimismo y mucho menos el optimismo de quienes pretenden- ¡ilusos! –revindicar para su pueblo la nobleza y virtudes de la extinguida raza aria
Afortunadamente- y sírvalo que vamos a decir de confortamiento a los lectores la humanidad no ha sido nunca enteramente esclava de sus instintos como muestran serlo las especies inferiores, y en el caso presente, como en tantísimos otros, ha sabido hallar en su privilegiada inteligencia el instrumento adecuado para reaccionar eficazmente contra aquel supuesto peligro, restableciendo la vitalidad de la especie. Un admirable ejemplo de ello lo tenemos, de un lado, en el florecimiento de esta ciencia novísima, la Eugenesia, en la que los biólogos tienen puestas hoy todas sus esperanzas, y que, utilizando la fuerza formidable de la herencia, junto con la fuerza, más formidable aún, encerrada en el átomo, se propone lograr la refundición de la humanidad en un sentido de superación humana en todos los órdenes de la vida; de otro, en el modo cómo, ante el pesimismo inscrito en el corazón del Ensayo, reaccionan las nuevas generaciones, ávidas de sobreponerse a todo, fatalismo y de imponer una vez más a la materia los dictados de un espíritu creador y libre que tantas maravillas ha deparado ya, durante la última mitad de siglo, en el campo de la actividad científica y que tantas y tantas posibilidades encierra, incluso en el orden moral, llevado de su inextinguible afán de mejoramiento y poderío.
En resumen, pues, diremos que, aun cuando la teoría de las razas no esté exenta de lunares y aun cuando las consecuencias sacadas de ella hayan sido muy otras que las que cabía esperar de los principios en que se asienta, éstos no han sido en modo alguno invalidados. Las grandes directivas que el genio de Gobineau imprimiera al problema de las razas subsisten íntegramente. Y esto lo reconoce el propio Elie Faure, que es quien mayor número de objeciones ha opuesto a la doctrina. Por lo demás, como estudio psicológico de las razas, el libro es de una profundidad y veracidad indiscutibles. En este aspecto, las perspectivas que ante nuestras miradas proyecta el autor son tales, que forzosamente hemos de reconocer como fundada la opinión según la cual no puede jactarse nadie de conocer verdaderamente a su propia patria, cualquiera que ésta sea, ni en el pasado ni el presente, a menos de haber recorrido una a una las páginas de este Ensayo.
F. S.
DEDICATORIA DE LA PRIMERA EDICIÓN
A Su Majestad Jorge V, rey de Hannover
Señor: Tengo el honor de ofrecer a Vuestra Majestad el fruto de largas meditaciones y estudios favoritos, a menudo interrumpidos, pero siempre reanudados.
Los graves acontecimientos ‑ revoluciones, trastornos Jurídicos ‑ que, desde largo tiempo, han agitado a los Estados europeos, inclinan fácilmente las imaginaciones hacia el examen de los hechos políticos
Mientras el vulgo no considera sino los resultados inmediatos de todo ello y sólo admira o reprueba los chispazos con que son heridos los intereses, los más graves pensadores tratan de descubrir las causas ocultas de tan terribles conmociones, y, remontando linterna en mano los oscuros senderos de la filosofía y de la historia, buscan en el análisis del corazón humano la clave de un enigma que tan hondamente turba a las naciones y a los espíritus.
Como los demás, he experimentado la inquieta curiosidad que suscita la agitación de las épocas modernas. Pero, al aplicar al estudio del problema todas las fuerzas de mi inteligencia, he visto mi estupor, ya muy grande, acrecentarse todavía. Dejando, poco a poco, lo confieso, la observación de la era actual por la de los períodos precedentes, y luego la de todo el pasado en conjunto reuní, estos diversos fragmentos en un vastísimo cuadro y guiado por la analogía, me dediqué casi a pesar mío, a la adivinación porvenir más remoto. No han sido únicamente las causas directas de nuestras supuestas tormentas reformadoras las que he juzgado digno conocer: he aspirado a descubrir las razones más elevadas de esa identidad de las enfermedades sociales que aun el conocimiento más imperfecto de los anales humanos nos permite reconocer en todas las naciones del pasado y que son, según todas las conjeturas, análogas a las de las naciones del porvenir.
Por lo demás, he creído advertir, para tales trabajos, facilidades peculiares de nuestra época. Si ésta, por sus agitaciones, invita a practicar una especie de química histórica, facilita también semejantes tareas. Las densas nubes, las profundas tinieblas que nos ocultaban, desde tiempo inmemorial, los orígenes de civilizaciones diferentes de la nuestra, se alejan y disipan al calor de la ciencia. Una maravillosa depuración de los métodos analíticos, luego de presentarnos, a través de Niebuhr, una Roma ignorada de Tito Livio, nos descubre y explica también las verdades, mezcladas con los relatos fabulosos, de la infancia helénica. En otro lugar del mundo, los pueblos germánicos, por mucho tiempo desconocidos, se nos muestran tan grandes y tan majestuosos, como bárbaros dieran en pintarlos los escritores del Bajo Imperio. Egipto abre sus hipogeos, traduce sus jeroglíficos, confiesa la edad de sus pirámides. Asiria muestra sus palacios y sus inscripciones sin fin, no ha mucho enterradas aún bajo sus propios escombros. El irán de Zoroastro nada supo ocultar a las poderosas investigaciones de Burnouf, y la India primitiva nos cuenta, en los Vedas, hechos muy cercanos a la época de la Creación. Del conjunto de estas conquistas, ya tan importantes en sí mismas, se obtiene una comprensión más exacta y vasta de Herodoto, de Homero y, sobre todo, de los primeros capítulos del Libro sagrado, ese abismo de aserciones cuya riqueza y rectitud no logramos nunca admirar lo bastante cuando es abordado con un espíritu provisto de luces suficientes.
Tantos descubrimientos insospechados o inesperados no están, sin duda, a cubierto de los ataques de la crítica. Las listas de las dinastías, el encadenamiento regular de los reinados y de los hechos, presentan serias lagunas.
Sin embargo, entre sus resultados incompletos, los hay admirables para los trabajos de que me ocupo, y algunos más provechosos que las tablas cronológicas mejor establecidas. Lo que en ellos recojo con júbilo es la revelación de los usos, de las costumbres, hasta los retratos, hasta la indumentaria de las naciones desaparecidas. Se conoce ya el estado de sus artes. Se percibe toda su vida, física y moral, pública y privada, y nos es ya posible reconstruir, con ayuda de los materiales más auténticos, lo que forma la personalidad de las razas y el principal criterio de su valor.
Ante tamaña acumulación de riquezas enteramente nuevas o enteramente conocidas de nuevo, no es ya permitido a nadie intentar explicar el complicado juego de las relaciones sociales, los motivos de florecimiento o decadencia de las naciones con la sola ayuda de consideraciones abstractas y puramente hipotéticas que pueda brindar una filosofía escéptica. Ante la abundancia de hechos positivos que surgen por doquier y brotan de todas las sepulturas y se yerguen ante quien trata de interrogarlos, ya no es lícito ir, con los teorizantes revolucionarios, acumulando oscuridades para extraer de ellas seres fantásticos y complacerse en hablar de quimeras en los ambientes políticos a ellos afines. La realidad, harto notoria, harto apremiante, nos veda tales juegos, a menudo impropios, siempre nefastos.
Para decidir cuerdamente acerca de los caracteres de la humanidad, el tribunal de la Historia es hoy el único competente. Es, por lo demás, lo reconozco, un árbitro severo, un juez muy temible para ser evocado en épocas tan tristes como la presente.
No es que el pasado esté sin mácula. En él hay de todo, y por lo mismo nos brinda la confesión de muchas faltas y descubrimos en él más de un vergonzoso desfallecimiento. Los hombres de hoy podrían incluso alardear de algunos méritos de que él carece. Mas, si, para rechazar sus acusaciones, se le ocurre de súbito evocar las sombras grandiosas de los períodos heroicos ¿qué dirán? Si les reprocha el haber comprometido la le religiosa, la fidelidad política, el culto al deber, ¿qué responderán? Si les afirma que ya no son aptos para proseguir el desenvolvimiento de conocimientos cuyos principios fueron por él reconocidos y expuestos; si añade que la antigua virtud se ha convertido en un objeto de burla; que la energía ha pasado del hombre al vapor; que la poesía se ha extinguido, que sus grandes intérpretes han dejado de existir; que lo que llamamos intereses se reduce a lo que existe de más mezquino, ¿qué alegar?
Nada, sino que todas las cosas bellas, sumidas en el olvido, no están muertas y dormitan; que todos los tiempos han conocido períodos de transición, épocas en que el sufrimiento lucha con la vida y de las que ésta se libera, al fin, victoriosa y resplandeciente, y que, puesto que la Caldea demasiado envejecida fue reemplazada antaño por la joven y vigorosa Persia, Grecia decrépita por la Roma viril y la bastarda dominación de Augústulo por los reinados de los nobles príncipes teutónicos, asimismo las razas modernas lograrán rejuvenecerse.
Es eso lo que yo mismo esperé un instante, un instante muy breve, y hubiera querido responder a la Historia para confundir sus acusaciones y sus sombríos pronósticos, si no me hubiese contenido la idea abrumadora de que me precipitaba en demasía al avanzar una proposición falta de pruebas. Quise buscarías, y me vi así incesantemente conducido, en mi simpatía por las manifestaciones de la humanidad viviente, a profundizar más y más los secretos de la humanidad muerta.
Entonces fue cuando, de inducciones en inducciones, tuve que penetrarme de esta evidencia: que la cuestión étnica domina todos los demás problemas de la Historia, constituye la clave de ellos, y que la desigualdad de las razas cuyo concurso forma una nación, basta a explicar todo el encadenamiento de los destinos de los pueblos. Por lo demás, no existe nadie que no haya tenido algún presentimiento de una verdad tan manifiesta. Cada cual ha podido observar que ciertos grupos humanos, al arrojarse sobre un país, transformaron antaño, por una acción repentina, sus hábitos y su existencia, y que allá donde, antes de su llegada, reinaba la torpeza, mestráfonse hábiles en hacer surgir una actividad inusitada. Es así cómo, para citar un ejemplo, le fue comunicada una nueva energía a La Gran Bretaña con la invasión anglosajona, por un decreto de la Providencia que, al conducir a aquella isla a algunos de los pueblos sometidos al yugo de los ilustres antepasados de VUESTRA MAJESTAD, quiso, como lo observara un día, muy sagazmente, una Augusta Persona, deparar a las dos ramas de la propia nación esta misma Casa soberana, cuyos gloriosos derechos arrancan de épocas remotas de la estirpe más heroica.
Luego de reconocer que existen razas fuertes y razas débiles, me he dedicado a observar de preferencia las primeras, a descubrir sus aptitudes, y sobre todo a remontar la cadena de sus genealogías. Siguiendo este método, acabé por convencerme de que todo cuanto hay de grande, noble y fecundo en la Tierra, en materia de creaciones humanas: la ciencia, el arte, la civilización, conduce al observador hacia un punto único, no ha salido sino de un mismo germen, no ha emanado sino de un solo pensamiento, no pertenece sino a una única familia cuyas diferentes ramas han dominado en todos los países cultos del Universo.
La exposición de esta síntesis se encuentra en el presente ¡abro, cuyo homenaje vengo a depositar al pie del trono de VUESTRA MAJESTAD.
No me era permitido‑ y no lo intenté siquiera ‑alejarme de las regiones elevadas y puras de la discusión científica para descender al terreno de la polémica contemporánea. No he tratado de esclarecer ni el porvenir de mañana, ni tampoco el de los años que siguen. Los períodos que trazo son amplios y vastos. Comienzo con los primeros pueblos que existieron, para bucear incluso en aquellos que no viven aún. No calculo sino por series de siglos. Hago, en una palabra, geología moral. Hablo raramente del hombre, más raramente todavía del ciudadano o del súbdito, y a menudo y siempre de las diferentes fracciones étnicas, pues no se trata para mí, en las cimas donde me he situado, ni de nacionalidades fortuitas, ni siquiera de la existencia de los Estados, sino de las razas, de las sociedades y de las civilizaciones diversas.
Al trazar aquí estas consideraciones, me siento enardecido, SEÑOR, por la protección que el vasto y elevado espíritu de VUESTRA MAJESTAD otorga a los esfuerzos de la inteligencia y por el interés más particular con que ELLA honra los trabajos de la erudición histórica. Nunca dejaré de conservar el recuerdo de las preciosas enseñanzas que me ha sido dable recoger de labios de VUESTRA MAJESTAD, y osaré añadir que no sé qué admirar más, si los conocimientos tan brillantes y sólidos, de los cuales el Soberano de Hannover posee las más variadas cosechas, o bien el generoso sentimiento y las nobles aspiraciones que los fecundan y que brindan a sus pueblos un reinado tan próspero.
Lleno de un reconocimiento inalterable por las bondades de VUESTRA MAJESTAD, le ruego se digne acoger la expresión del profundo respeto con que me honro en ser, SEÑOR, de VUESTRA MAJESTAD muy humilde y muy obediente servidor.
A. DE GOBINEAU
ANTEPRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN FRANCESA
Este libro fue publicado por primera vez en 1853 (tomo I y tomo II); los dos últimos volúmenes (tomo III y tomo IV) son de 1855. En la edición actual no se ha cambiado una línea, y no porque, en el intervalo, ciertos trabajos no hayan determinado bastantes progresos de detalle. Pero ninguna de las verdades por mí expuestas ha sido quebrantada, y he juzgado necesario mantener la verdad tal como la descubrí. Antaño, no se abrigaba sobre las Razas humanas más que sospechas muy tímidas. Se sentía vagamente que era preciso excavar por ese lado si se deseaba poner al descubierto la base no conocida aún de la historia, y se presentía que dentro de ese orden de nociones apenas desbastadas, debajo de esos misterios tan oscuros, debían de encontrarse a ciertas profundidades los vastos cimientos sobre los cuales se han elevado gradualmente los pavimentos, luego los muros, en una palabra, todos los desenvolvimientos sociales de las multitudes tan variadas cuyo conjunto comprende el mosaico de nuestros pueblos. Pero se ignoraba el camino a seguir para llegar a alguna conclusión.
Desde la segunda mitad del último siglo, se razonaba sobre los anales generales y se pretendía, no obstante, reducir todos estos fenómenos expuestos en series a leyes fijas. Esta nueva manera de clasificarlo todo, de alabar, de condenar, por medio de fórmulas abstractas cuyo rigor se esforzaban en demostrar, llevaba naturalmente a sospechar, bajo el desarrollo de los hechos, una fuerza cuya naturaleza no había sido nunca conocida. La prosperidad o el infortunio de una nación, su grandeza y su decadencia, nos habíamos por mucho tiempo contentado con hacerlos derivar de las virtudes y de los vicios, aplicándolos sobre el punto especial que se examinaba. Un pueblo honrado debía ser necesariamente un pueblo ilustre, y, al revés, una sociedad que practicaba demasiado libremente el reclutamiento activo de las conciencias relajadas, debía provocar sin remisión la ruina de Susa, de Atenas, de Roma, del mismo modo que una situación análoga había atraído el castigo final sobre las difamadas ciudades del Mar Muerto.
Dando vuelta a semejantes llaves, se había creído abrir todos los misterios; pero, en realidad, todo permanecía cerrado. Las virtudes útiles a las grandes agrupaciones sociales tienen que ofrecer un carácter muy particular de egoísmo colectivo que las hace desemejantes de lo que se entiende por virtud entre los particulares. El bandido espartano, el usurero romano fueron personajes públicos de singular eficacia, aunque, juzgados desde el punto de vista moral, Lisandro y Catón fuesen individuos muy ruines; hubo que convenir en ello luego de reflexionado y, en consecuencia, si se alababa la virtud en un pueblo y se censuraba con indignación el vicio en otro, había que reconocer y confesar en voz alta que no se trataba de méritos y deméritos que interesasen a la conciencia cristiana, sino de ciertas aptitudes, de determinadas fuerzas activas del alma e incluso del cuerpo, que impulsaban o paralizaban el desenvolvimiento de la vida de las naciones, lo que llevaba a preguntarse por qué una de éstas podía lo que otra no podía, y así se encontraba uno obligado a confesar que el hecho era una resultante de la raza.
Durante algún tiempo se contentaron todos con esa declaración, a la cual no se sabía cómo dar la precisión necesaria. Era una palabra huera, una frase, y ninguna época se ha pagado nunca de palabras ni se ha complacido con ello tanto como la presente. Una especie de translúcida curiosidad que emana comúnmente de los vocablos inexplicados, era proyectada aquí por los estudios fisiológicos y resultaba suficiente, o, por lo menos, se quiso por algún tiempo que así fuese. Por lo demás, se temía lo que iba a seguir. Se sentía que si el valor intrínseco de un pueblo deriva de su origen, era preciso restringir, suprimir quizá todo lo que llamamos 1gualdad y, además, un pueblo grande o miserable no podría ya ser objeto alabanza o de censura. Ocurriría lo que con el valor relativo del oro y del cobre. Ante tales consecuencias se retrocedía.
¿Había que admitir, en esos días de infantil pasión por la igualdad, que entre los hijos de Adán existiese una jerarquía tan poco democrática? ¡Cuántos dogmas, así filosóficos como religiosos, se aprestaban a protestar!
No obstante los titubeos, se seguía avanzando; los descubrimientos se acumulaban y sus voces estallaban y exigían que no se desvariase. La geografía contaba lo que tenía ante sus ojos; las colecciones desbordaban de nuevos tipos humanos. La historia antigua mejor estudiada, los secretos asiáticos mejor descifrados, las tradiciones americanas más accesibles que antes lo fueran, todo proclamaba la importancia de la raza. Había que decidirse a penetrar la cuestión tal como ella es.
En esto, se presentó un filólogo, M. Prichard, historiador mediocre, teólogo aún más mediocre, que empeñado sobre todo en probar que todas las razas se equivalen, sostuvo que no había por qué tener miedo y se infundió miedo a sí mismo. Se propuso, no saber ni decir la verdad de las cosas, sino tranquilizar a los filántropos. A este intento, juntó cierto número, de hechos aislados, observados mas o menos bien y con los cuales intentó probar la aptitud innata del negro de Mozambique y del malayo de las islas Marianas para llegar a ser altísimos personajes, por poco que la ocasión lo permitiese. R. Prichard fue, no obstante, muy de elogiar por el solo hecho de haber dado realmente con la dificultad. Lo hizo, es cierto, por el lado fácil, pero lo hizo, y nunca se lo agradeceremos bastante.
Entonces escribí este libro. Desde su aparición, ha dado lugar a numerosas discusiones. Sus principios han sido menos combatidos que las aplicaciones y, sobre todo, que las conclusiones. Los partidarios del progreso ilimitado no se mostraron con él nada benévolos. El sabio Ewald emitió la opinión de que se trataba de una inspiración de los católicos extremistas; la Escuela positivista lo declaró peligroso. Mientras tanto, escritores que no son ni católicos ni positivistas, pero que poseen hoy una gran reputación, han introducido de incógnito, sin confesarlo, los principios y aun partes enteras del libro en sus obras y, en suma, Fallmereyer no se equivocó al afirmar que a ellos se recurre más a menudo y más ampliamente e lo que se da en reconocer.
Una de las ideas capitales de esta obra, es la gran influencia de las mezclas étnicas, o, dicho de otro modo, de los enlaces entre razas diversas. Fue la primera vez que se estableció esta observación y que al hacer resaltar los resultados desde el punto de vista social se presentó este axioma: que tal cual resultase el cruce obtenido, tanto valdría la variedad humana producto de la mezcla y que los progresos y retrocesos de las sociedades no son sino los efectos de ese cruce. De ahí fue sacada la teoría de la selección, que se hizo célebre entre las manos de Darwin y más aún, de sus discípulos. De ello se originó, entre otros, el sistema de Buckle, y por la distancia considerable que media entre las opiniones de este filósofo y las mías, cabe medir el alejamiento relativo de las sendas que han debido trazarse dos pensamientos hostiles procedentes de un punto común. Buckle se vio interrumpido en su trabajo por la muerte; pero el sabor democrático de sus sentimientos le ha proporcionado, en estos tiempos, un éxito que tanto el rigor de sus deducciones como la solidez de sus conocimientos están lejos de justificar.
Darwin y Buckle han creado así las derivaciones principales del río que yo abrí. Muchos otros han dado simplemente como propias ciertas verdades, copiadas de mi libro, mezclándolas más o menos hábilmente con las ideas hoy en boga.
Dejo, pues, mi libro tal como lo hice, sin cambiarle absolutamente nada. Es la exposición de un sistema, la expresión de una verdad, hoy para mí tan diáfana e indubitable como cuando la profesé por primera vez. Los progresos de los conocimientos históricos no me han hecho cambiar de opinión en ningún sentido ni en ningún grado. Mis convicciones de antaño son las mismas de hoy, que no han oscilado ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, y han seguido siendo tales cuales brotaron desde el primer momento. Las adquisiciones sobrevenidas en la esfera de los hechos en nada les perjudican. Los detalles se han multiplicado, lo que me complace. De los resultados obtenidos nada ha sido alterado. Me siento satisfecho de que los testimonios aportados por la experiencia hayan venido a demostrar en mayor grado aún la realidad de la desigualdad las Razas.
Confieso que hubiera podido sentirme tentado de juntar mi protesta a tantos otros que se levantan contra el darwinismo. Afortunadamente, no he olvidado que mi libro no es una obra de polémica. Su objetivo es profesar una verdad y no combatir los errores. Debo pues resistirme a toda veleidad belicosa. Por lo mismo me abstendré igualmente de disputar contra aquel supuesto alarde de erudición que, bajo el nombre de estudios prehistóricos, no deja de meter bastante ruido. En ese género de trabajos, rige la norma, siempre fácil, de pasar absolutamente por alto los documentos más antiguos de todos los pueblos. Es una manera de considerarse libre de toda referencia; se declara así la tábula rasa, y nos sentimos perfectamente autorizados, para llenarla a nuestro antojo, echando mano de las hipótesis que más convengan y llenando con ellas todas las lagunas. De este modo, lo disponemos todo a nuestro sabor y, con ayuda de una fraseología especial, computando los tiempos por Edades de piedra, de bronce, de hierro, sustituyendo la niebla geológica por aproximaciones de cronología nada sorprendentes, logramos colocar el espíritu en un estado de sobreexcitación, que permite imaginarlo todo y encontrarlo todo admisible. De esta suerte, en medio de las incoherencias más fantásticas, son puestos repentinamente al descubierto, en todos los rincones del Globo terrestre, hoyos, cuevas, cavernas de aspecto sumamente salvaje, de los cuales son extraídos espantosos montones de cráneos y tibias fósiles, detritos comestibles, conchas de ostras y osamentas de todos los animales posibles e imposibles, tallados, grabados, arañados, pulidos y sin pulir, hachas, puntas e flecha, herramientas innominadas; y desplomándose el conjunto sobre las imaginaciones excitadas, entre la fanfarria retumbante de una pedantería sin par, las llena de un pasmo tal que los adeptos pueden sin escrúpulo, con sir John Lubbock y M. Evans, héroes de tan rudas labores, asignar a aquellos objetos una antigüedad, ora de cien mil años, ora dequinientos mil, diferencias de tiempo sobre las cuales no se encuentra ninguna explicación.
Es preciso saber respetar los Congresos prehistóricos y sus diversiones. La afición cesará en cuanto sus excesos hayan subido de punto y los espíritus. hastiados reduzcan simplemente a polvo todas aquellas locuras. A partir de esta reforma indispensable, se quitará en fin las hachas de sílex y los cuchillos de obsidiana de las manos de los antropoides del profesor Haeckel, que tan mal uso hacen de ellos.
Estas fantasías, digo, cesarán por sí mismas. Las vemos ya cesar. La Etnología necesita pasar por estas locuras antes de mostrarse cuerda. Hubo un tiempo, no muy alejado de nosotros, en que los prejuicios contra las uniones consanguíneas eran tan extremos que éstas tuvieron que ser consagradas por la ley. Desposarse con una prima hermana equivalía a condenar de antemano a todos sus hijos a sordera y a las demás afecciones hereditarias. Nadie daba en pensar que las generaciones que precedieron a la nuestra, muy inclinadas a las uniones consanguíneas, no experimentaron las consecuencias mórbidas que se pretende atribuirles; que los Selyúcidas, los Tolomeos, los Incas, esposos de sus hermanas, poseían unos y otros espléndida salud y muy estimable inteligencia, dejando aparte su belleza, generalmente excepcional. Hechos tan concluyentes, tan irrefutables, no podían convencer a nadie, puesto que se pretendía utilizar por la fuerza las fantasías de un liberalismo que, no gustando de la exclusiva capitular, era contrario a toda pureza de sangre, y se aspiraba lo más posible a celebrar la unión del negro y del blanco, de la cual proviene el mulato. Lo que había que demostrar como peligroso e inadmisible, era una raza que no se unía ni se perpetuaba sino consigo misma. Una vez se hubo desvariado lo bastante, las experiencias enteramente decisivas del doctor Broca destruyeron para siempre una paradoja a la que no tardarán en juntarse las fantasmagorías de idéntico calibre.
Dejo, lo repito, estas páginas tal cual las escribí en la época en que la doctrina que encierran brotó de mi espíritu, al modo como un pájaro asoma la cabeza fuera del nido y busca su ruta en el espacio sin límites. Mi teoría ha sido lo que es, con sus debilidades su fuerza, su exactitud y sus errores, análoga a todas las adivinaciones humanas. Tomó su vuelo, y lo prosigue. No trataré ni de acortar ni de alargar sus alas, y menos aún de rectificar su vuelo. ¿Quién me prueba que hoy lo dirigiría mejor y sobre todo que llegaría a mayor altura en las regiones de la verdad? Lo que reputé exacto, por tal sigo estimándolo, y no tengo, pues, por qué introducir en ello ningún cambio.
Este libro es, pues, la base de todo lo que he podido hacer y haré en lo futuro. En cierto modo, lo empecé desde mí infancia. Es la expresión de los instintos aportados por mí al nacer. Desde el primer día en que reflexioné, y reflexioné muy pronto, sentí avidez por comprender mi propia naturaleza, vivamente impresionado por esta máxima: «Conócete ti mismo»; no juzgué que pudiese conocerme sin saber cómo era el medio en que iba a vivir y que, en parte, me inspiraba la simpatía más apasionada y tierna, y, en parte, me asqueaba y me llenaba de odio, de menosprecio y de horror. He hecho, pues, lo posible para penetrar en el aná1isis de lo que llamamos, de una manera más general de lo que convendría, la especie humana, y a este estudio debo lo que expongo aquí.
Lentamente surgió de esta teoría la observación más detallada y minuciosa de la leyes por mi establecidas. Comparé las razas entre sí. Escogí una entre lo que encontré de mejor y escribí la Historia de los Persas, para mostrar, con el ejemplo de la nación aria más aislada de todas sus congéneres, cuán importantes son las diferencias de clima, de vecindad y las circunstancias de tiempo para cambiar o refrenar el genio de una raza.
Luego de haber terminado esta segunda parte de mí tarea pude abordar las dificultades de la tercera, causa y objetivo de mí interés. Tracé la historia de una familia, de sus facultades recibidas desde su origen, de sus aptitudes, de sus defectos, de las fluctuaciones que influyeron en su destino, y escribí la historia de Ottar Jarl, pirata noruego, y de su descendencia. Así es cómo, después de haber quitado la envoltura verde, espinosa, gruesa de la nuez, y luego la corteza leñosa, puse al descubierto el núcleo. El camino por mí recorrido no conduce a uno de esos promontorios escarpados donde el suelo se quiebra, sino a una de esas llanuras angostas, donde, con la ruta abierta ante sí, el individuo hereda resultados supremos de la raza, sus instintos buenos o malos, fuertes o débiles, y desarrolla libremente su personalidad.
Hoy amamos las grandes unidades, los vastos conjuntos en los que las entidades aisladas desaparecen. Lo conceptuamos producto de la ciencia. En cada época, ésta quisiera devorar una verdad que te estorba. No hay por qué asustarse de ello. Júpiter escapa siempre a la voracidad de Saturno, Y el esposo y el hijo de Rhea, dioses uno y otro, reinan, sin poder destruirse mutuamente, sobre la majestad del Universo.