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BERLÍN – ANTONY BEEVOR

544 páginas
23 x 15 cm.
Editorial Crítica
, 2012
Encuadernación tapa blanda
Precio para Argentina: 199 pesos
Precio internacional: 37 euros

Antony Beevor reconstruye en este libro la última gran batalla europea de la segunda guerra mundial y la estremecedora agonía del Tercer Reich. Con rigurosas técnicas documentales semejantes a las empleadas en Stalingrado pero con mayor aliento épico y más densidad política, Beevor combina como nadie un extraordinario talento de militar e historiador con unas dotes narrativas fuera de lo común para describir tanto la com­plejidad de las grandes operaciones militares y la lógica de las decisiones de sus mandos como los sentimientos de la gente común atrapada en un torbellino de fuego y metralla: la deses­peración de Hitler, los deseos de venganza de Stalin, la impo­tencia de Guderian o la astucia de Zhukov, pero también la paradójica inocencia de unos niños jugando a la guerra con espadas de madera en mitad de sus casas destruidas por las bombas o el asco y el resentimiento de las mujeres brutalmente violadas por soldados soviéticos al tiempo que fanáticos de las SS ejecutan a cualquiera que se atreva a ondear una bandera blanca…

Berlín se parece -ha escrito Michael Burleigh— al gran poema épico de Alexander Solzhenitsyn Noches prusianas, sólo que apoyado en impresionantes fuentes documentales. Es una obra maestra de la historia moderna.»

ÍNDICE

Prefacio
Glosario
Año Nuevo en Berlín
El «castillo de naipes» del Vístula .
Fuego, espada y «noble furia» . . . .
La gran ofensiva de invierno .
La carga sobre el Oder
Oriente y Occidente
Se despejan las zonas de retaguardia
Pomerania y las cabezas de puente del Oder
Objetivo: Berlín
La Kamarilla y el estado mayor general
Los preparativos del golpe de gracia
A la espera del ataque final .
Estadounidenses en el Elba .
En vísperas de la batalla
Zhukov en la estribación del Reitwein .
Seelow y el Spree
El último cumpleaños del Führer .
El vuelo de los faisanes dorados
La ciudad de los bombardeos .
Falsas esperanzas
La lucha en la ciudad
La lucha en el bosque
La gran traición
Führerdammerung    381
La Cancillería y el Reichstag            397
El final de la batalla  413
Vae victis!      433
El hombre del caballo blanco           449
Referencias     461
Notas  465
Bibliografía selecta                            489
Mapas 499
Indice alfabético        517
Indice de ilustraciones          537

PREFACIO

«La historia siempre concede una mayor importancia a los acontecimientos terminales», declaró desconsolado Albert Speer a sus interrogadores estadou­nidenses recién acabada la guerra.1 Abominaba la sola idea de que los últimos logros del régimen de Hitler se ensombrecieran a causa de su derrumbamien­to final. Con todo, Speer, al igual que otros nazis prominentes, se negó a re­conocer que pocas cosas revelan más sobre los dirigentes políticos y sus siste­mas que el modo en que se vienen abajo. Y ésta es precisamente la razón por la que la derrota final del nacionalsocialismo resulta tan fascinante, al tiempo que de tanta relevancia en un momento en que los adolescentes, sobre todo los alemanes, parecen estar encontrando tantas cosas que admirar en el Tercer Reich.2
Los enemigos del régimen nazi habían vislumbrado por vez primera su venganza apenas dos años antes. El 1 de febrero de 1943, un iracundo coro­nel soviético detuvo a un grupo de escuálidos prisioneros alemanes entre los escombros de Stalingrado. «¡Así va a acabar Berlín!», exclamó mientras seña­laba los edificios en ruinas que lo rodeaban. Cuando leí estas palabras hace ahora unos seis años, me di cuenta de inmediato de cuál sería mi próximo li­bro. En las pintadas que se han conservado en los muros del Reichstag berli­nés aún puede observarse cierto paralelismo entre las dos ciudades, conquis­tadas por unos rusos que, alborozados por su venganza, obligaron al invasor a replegarse desde el extremo más lejano de su avance oriental hasta el mis­mo corazón del Reich.
Hitler también estaba obsesionado con esta derrota decisiva. En noviem­bre de 1944, cuando el Ejército Rojo se agrupaba tras las fronteras orientales del Reich, recordó lo sucedido en Stalingrado. Los reveses sufridos por Ale­mania habían comenzado, según observó en un discurso de gran relevancia, «con el avance de los ejércitos rusos en el frente rumano sobre el Don en noviembre de 1942». Culpó de ello a sus desventurados aliados, faltos de arma­mento e ignorados en los vulnerables flancos de ambos lados de la ciudad, en lugar de achacarlo a su propia obstinación por hacer caso omiso de las adver­tencias de peligro. Hitler no había aprendido ni olvidado nada.
Este mismo discurso puso de relieve con terrible claridad la distorsiona­da lógica en que se había dejado atrapar el pueblo alemán. Se publicó bajo el título de «Capitular significa ser aniquilados». En él advertía que si ganaban los bolcheviques, la nación alemana estaba abocada a la destrucción, la viola­ción y la esclavitud, a formar en «inmensas columnas de hombres que se abren paso hacia la tundra siberiana».3
Hitler se negó vehemente a reconocer las consecuencias de sus propias acciones, y el pueblo alemán se dio cuenta demasiado tarde de que se hallaba atrapado en una horrible confusión de causas y efectos. En lugar de eliminar al bolchevismo, tal como había proclamado, su dirigente había logrado lle­varlo al mismo corazón de Europa. Su invasión de Rusia, tan abominable como cruel, había sido llevada a cabo por una generación de jóvenes alema­nes destetados por una combinación inteligente y demoníaca. La propagan­da de Goebbels no se limitó a deshumanizar a los judíos, a los comisarios so­viéticos y al pueblo eslavo en general, sino que logró que los alemanes los temiesen y los odiasen. Merced a estos crímenes de dimensiones ciclópeas, Hitler había conseguido maniatar la nación a su causa, y la cada vez más cer­cana violencia del Ejército Rojo constituía la realización más completa de su profecía de dirigente.
Stalin, bien que no descartaba el uso de símbolos cuando le convenía, se mostró mucho más calculador. La capital del Reich suponía, en verdad, la «culminación de todas las operaciones de nuestro ejército durante esta gue­rra»; pero el dirigente soviético tenía otros intereses.4 Entre éstos destacaba el plan, elaborado durante el ejercicio de Lavrenty Beria en cuanto ministro de Seguridad Estatal, de despojar los laboratorios de investigación atómica ber­lineses de todo su instrumental y su uranio antes de la llegada de los estadou­nidenses y los británicos. El Kremlin estaba bien informado de los avances del Proyecto Manhattan, que se estaba desarrollando en Los Alamos, por media­ción del doctor Klaus Fuchs, espía allegado al régimen comunista. Los cientí­ficos soviéticos se hallaban muy rezagados en este sentido, y Stalin y Beria es­taban convencidos de que si eran capaces de hacerse con los laboratorios y los investigadores de Berlín antes de que llegasen los Aliados occidentales, po­drían elaborar una bomba atómica semejante a la de los estadounidenses.
La magnitud de la tragedia humana cuando la guerra tocaba a su fin es­capa a la imaginación de todo el que no la viviese en persona, y más aún a la de los que han crecido en la sociedad desmilitarizada de la era que siguió a la guerra fría. Con todo, este momento decisivo para millones de personas tiene aún mucho que enseñarnos. Una de las lecciones más importantes que debemos extraer de él es que se debe desconfiar al máximo de cualquier ge­neralización relativa a la conducta del ser racional. Los extremos del sufri­miento, e incluso la degradación, humanos pueden hacer surgir lo mejor y tam­bién lo peor de la naturaleza del hombre. El comportamiento de éste refleja en gran medida el carácter por completo impredecible de la vida o la muerte. Muchas tropas soviéticas, sobre todo las situadas en primera línea de comba­te, a diferencia de las que se hallaban más retiradas, mostraron con frecuencia una gran amabilidad hacia los civiles alemanes. En un mundo de horror y crueldad en el que la ideología había destruido casi por completo cualquier concepto de humanidad, un puñado de actos de una bondad y un sacrificio a menudo inesperados iluminaron lo que, de otra manera, se habría convertido en una historia rayana en lo insoportable.
Este libro no habría sido posible sin la ayuda de un buen número de perso­nas. En primer lugar, debo hacer constar mi profundo agradecimiento a los directores y demás personal de los numerosos archivos consultados: al coronel Shuvashin y el personal del TsAMO (Archivo Central del Ministerio de De­fensa) de Podolsk; a la doctora Natalya Borisovna Volkova y el personal del RGALI (Archivo Estatal Ruso de Literatura y Arte); a los doctores Vladimir Kuzelenkov y Vladimir Korotaev, del RGVA (Archivo Militar del Estado Ruso); al profesor Kyrill Mijailovich Andersen y el doctor Oleg Vladimiro- vich Naumov, del RGASPI (Archivo Estatal Ruso de Historia Social y Polí­tica); al doctor Manfred Kehrig, director del Bundesarchiv-Militärarchiv de Friburgo y frau Weibl; al doctor Rolf-Dieter Müller y Hauptmann Luckszat, del MGFA de Potsdam; al profesor doctor Eckhart Henning, del Archiv zur Geschichte der Max-Planck-Gesellschaft; al doctor Wulf-Ekkehard Lucke, del Landesarchiv-Berlin; a frau Irina Renz, de la Bibliothek für Zeitges­chichte de Stuttgart; al doctor Lars Ericson y a Per Clason, del Krigsarkivet de Estocolmo; a lohn E. Taylor, Wilbert Mahoney y Robin Cookson, de los National Archives II de College Park (Maryland), y al doctor Jeffrey Clarke, del Centro de Historia Militar del Ejército de Estados Unidos.
Bengt von zur Mühlen, fundador de Chronos-Film, se ha mostrado par­ticularmente generoso en lo referente a las películas de archivo y las grabacio­nes de las entrevistas. También estoy en deuda con Gerald Ramm y Dietmar Arnold, de Berliner Unterwelten, por la ayuda prestada.
Debo asimismo expresar mi más sincero agradecimiento a los que tan bien me atendieron durante mis viajes y me proporcionaron consejo y hospi­talidad, amén de ponerme en contacto con otras personas: en Rusia, las doc­toras Galya y Luba Vinogradova, el profesor Anatoly Aleksandrovich Chernobayev, y Simon Smith y Sian Stickings; en Alemania, William Dure, el Staatssekretär a.D. Karl-Günther y frau Von Hase, así como Andrew y Sally Gimson; en Estados Unidos, Susan Mary Alsop, el general de división Char­les Vyvyan y señora, Bruce Lee, el señor Charles von Luttichau y su esposa, y Martin Blumenson.
Ha sido para mí un gran placer —y ha resultado provechoso en extremo para el libro— trabajar en colaboración con la serie Timewatch de la BBC. Estoy profundamente agradecido a Laurence Rees, que tuvo la idea, al doc­tor Tilman Remme, en cuya grata compañía he aprendido mucho, y a Detlef Siebert, que fue de gran ayuda en un primer estadio al proporcionarme con­sejo y personas a quien entrevistar. También me han brindado contactos, in­formación, ayuda y consejo Anne Applebaum, Christopher Arkell, Claudia Bismarck, Leopold Graf von Bismarck, sir Rodric Braithwaite, el profesor Christopher Dandeker, el doctor Engel, del Archiv der Freien Universität, el profesor John Erickson, Wolf Gebhardt, Jon Halliday, Nina Lobanov-Rostovsky, la doctora Catherine Merridale, el profesor Oleg Aleksandrovich Rzheshevsky, el profesor Moshe Schein, del Hospital Metodista de Nueva York, Karl Schwarz, Simon Sebag-Montefiore, Gia Suljanishvili, la doctora Galya Vinogradova y Ian Weston-Smith.
Puede decirse de un modo casi literal que este libro nunca habría sido po­sible, al menos tal como se presenta al lector, sin la maravillosa ayuda recibi­da de la doctora Luba Vinogradova, desde Rusia, y Angélica von Hase, des­de Alemania. Trabajar con ellas ha sido un privilegio y un placer. También estoy en extremo agradecido a Sarah Jackson por su labor de investigación fo­tográfica, y a Bettina von Hase y David List por hacer otro tanto en lo refe­rente a los archivos complementarios, desde Alemania e Inglaterra respecti­vamente. Charlotte Salford, por su parte, tuvo la gentileza de traducir para mí los documentos del Krigsarkivet de Estocolmo.
Vaya también mi más sincero agradecimiento al profesor Michael Bur- leigh, el profesor Norman Davies y la doctora Catherine Merridale, que le­yeron el original mecanografiado o parte de él y aportaron enriquecedores co­mentarios críticos. Huelga decir que sobre mí recae toda la responsabilidad de cualquier error que pudiese haber aún.
Nunca podré agradecer lo suficiente a Mark Le Fanu y a la Sociedad de Autores el que hayan recuperado los sitios antonybeevor.com, antonybee- vor.org y antonybeevor.net del ciberokupa que se había apropiado de ellos. En estos momentos, pueden visitarse a modo de «montaje del autor» (el equiva­lente en la escritura al montaje del director), pues contienen material de di­versa índole para el que no hubo cabida en la versión impresa del libro.
Como siempre, he contraído una enorme deuda con mi agente, Andrew Nürnberg y con Eleo Gordon, mi editor en Penguin, que empujaron por es­tas sendas a un autor remiso en un principio. Mi esposa, una vez más, ha te­nido que soportar constantes ausencias e innumerables cargas adicionales. Le estoy eternamente agradecido.

EL AUTOR

Educado en Winchester y Sandhurst, fue oficial regular del ejército británico. Abandonó el cargo tras cinco años de ser­vicio y se trasladó a París, donde escribió su primera novela. Sus ensayos, traduci­dos a más de treinta idiomas y publicados en castellano por Crítica, han sido galar­donados con varios premios, especial­mente Stalingrado (2000), merecedor del Samuel Johnson Prize, el Wolfson History Prize y el Hawthornden Prize. Otras de sus obras son La batalla de Creta (2002, ganadora del Runciman Prize), El misterio de Olga Chejova (2004), La guerra civil española (2005), Un escritor en guerra (2006) y El día D. La batalla de Normandía (2009).