242 páginas
Editorial Scholastica
1993
Encuadernación rústica
Precio para Argentina: 40 pesos
Precio internacional: 12 euros
Esta obra, agotada al poco tiempo de ser impresa en 1990, y que hoy se reedita con una extensa revisión y ampliación, persigue un doble objetivo.
Por un lado, criticar y cuestionar los fundamentos teóricos y los resultados prácticos del sistema de lectoescritura inicial conocido comúnmente como psicogénesis. El mismo —dice el autor— es el resultado de graves errores filosóficos, psicopedagógicos y lingüísticos, que vienen llevando y llevan a la completa desnaturalización del acto educativo.
Mas por otro lado, este libro es una reafirmación categórica del valor sagrado de la palabra y del misterio cristiano de la infancia, bienes ambos que la psicogénesis diluye, niega y ataca.
Obra científica y polémica —y en rigor, la primera que se ha atrevido a enjuiciar al poderoso aparato psicogenetista— ha sido acogida con gratitud por padres, maestros y alumnos deseosos de recuperar el sentido común y la preeminencia de la Verdad.
ÍNDICE
Reconocimientos 11
Estudio Preliminar a la Presente Edición 13
La Queja se Generaliza 13
Una Moda Cultural 18
La Falsa Dialéctica 24
Cuestiones de Fondo: Conocimiento, Inteligencia y Aprendizaje 38
Confusiones y Contradicciones del Sistema 63
Juegos y Anticipaciones 76
Prólogo a la Primera Edición 89
Capitulo I
Cuestión de Principios Antes que de Métodos 95
Capítulo II
Democratismo, Oralidad y Escritura 99
Capítulo III
El Lenguaje y la Escuela al Servicio de la Lucha de Clases 107
Capítulo IV
El Aprestamiento Funciónalista y Empirista 119
Capítulo VI
Los Métodos Naturales de Lectoescritura 125
Capítulo VI
Los Errores de Emilia Ferreiro 131
La Dialéctica Clasista 132
El Criterio Utilitarista y Pragmatista 134
Desvertebración y Desacralización de la Lectura y de la Escritura 137
La Reducción del Lenguaje a Convencionalismo ..154
Capítulo VII
Las Confusas Incidencias Metodológicas 177
Capítulo VIII
Al Rescate de la Lógica y de la Palabra 187
Corolarios 195
I 195
II 197
III 198
IV 199
V 200
VI 203
VII 204
VIII 205
IX 209
X 211
XI 212
XII 214
XIII 215
XIV 218
XV 220
XVI 222
XVII 223
XVIII 224
Indicación Bibliográfica 227
Orientación Bibliográfica 235
LA OBRA
Antonio Caponnetto es autor de seis libros, más éste que aquí se reedita, profundamente revisado y ampliado. Pedagogía y Educación. La crisis de la contemplación en la escuela moderna, Buenos Aires, Cruz y Fierro Editores, 1981. La trusión educadora de la familia, Buenos Aires, Conadefa, 1988. Hispanidad y Leyendas Negras. La teología de la liberación y la historia de América, Buenos Aires, Cruzamante, 1989- Lenguaje y Educación. Crítica a la psicogénesis de la lec-toescritura, Buenos Aires, Cruzamante, 1990. Los arquetipos y la historia. Buenos Aires. Scholastica, 1991 y El deber cristiano de la lucha, Buenos Aires, Scholastica, 1992.
Ha escrito además una variedad de opúsculos, entre los que podemos mencionar: La contaminación de la cultura por lo pseudoespirilual (1979), Aportes para una historia del modernismo en la Argentina (1981), Estado y Educación Católica (1982), Penetración marxista en Latinoamérica (1984), Educación y Deterninismo (198$),Rosas, aspectos de su política poblacional (1985), Las consecuencias culturales de la Revolución Francesa (1989). La destrucción de las patrias por el Nuevo Orden Internacional (1991), Contribución bibliográfica para una historiografía sobre el revisionismo histórico argentino (1992), La Era de Acuario y el fin de la historia (1993).
Ha publicado también un centenar de artículos periodísticos, recensiones bibliográficas y prólogos a libros de terceros, colaborando regularmente en algunos medios argentinos y extranjeros.
Con ocasión del V Centenario del Descubrimiento de América, su libro Hispanidad y Leyendas Negras fue traducido al inglés como: Tlie black legends and Catholic Hispanic Culture. Liberation Theology and the history of the New World, Central Bureau of the Catholic Central Verein of America, St. Louis, USA, 1992, siendo objeto de positivos comentarios desde las páginas de algunos medios, como The Wanderer y Social Juslice Review.
EL AUTOR
Antonio Caponnetto nació en Buenos Aires, el 29 de septiembre de 1951. Se recibió de Maestro en la Escuela Normal de Profesores Nº 2, Mariano Acosta y de Profesor de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Ejerció la docencia en todos los niveles de la enseñanza, ocupó cargos directivos en la escolaridad media y asesorías pedagógicas en el ámbito universitario.
Enseñó en establecimientos oficiales y privados, religiosos y castrenses, teniendo a su cargo cátedras de Historia de la Cultura y de Política Educativa, de Sociología, Doctrina Social de la Iglesia e Historia Argentina. Además de una serie de Cursos de Formación y Perfeccionamiento Docente, centrados en cuestiones históricas, pedagógicas y morales.
Ha dictado numerosas conferencias, dentro y fuera de la patria, invitado por una diversidad de organismos científicos, universitarios, militares y eclesiales, y por instituciones culturales de definida identidad hispanocatólica.
Participó en Congresos, Seminarios, Jornadas, Simposios, Paneles y Foros ligados a los temas de su competencia, recibiendo por ello distintos testimonios de reconocimiento. Recientemente, la Universidad Autónoma de Guadalajara, le confirió el cargo de Profesor Honorario.
Se dedicó a la investigación, en forma personal primero y desde el Conicet después, al que actualmente pertenece como miembro de la Carrera del Investigador Científico, desempeñándose en el Instituto Bibliográfico Antonio Zinuy.
Es miembro fundador de la Corporación de Científicos Católicos, y desarrolla una actividad ininterrumpida como docente, publicista y expositor, que conjuga con el ejercicio del periodismo de raigambre católico-nacionalista.
En 1990 recibió el Premio San José que entrega anualmente la Liga de Padres de Familia a aquellos que se han destacado por sus cualidades privadas y públicas, tanto espirituales como profesionales.
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN
Es posible que el subtítulo de este ensayo sorprenda a quienes no estén ligados de un modo específico a la escolaridad primaria.
Si bien es cierto que el término lectoescritura alude obviamente al acto de leer y de escribir, y que la expresión psicogénesis se ha difundido como sinónimo de origen y desarrollo de los procesos mentales, la combinación de ambas palabras en boca de los “iniciados”, expresa una innovadora y revolucionaria modalidad de aprendizaje inicial, que a partir de la construcción personal del lenguaje, acaba con la conformación de un nuevo tipo humano y educacional. Leer y escribir no serían sino puntos de partida, desde el cual modificar la tradicional identidad cultural, social y ética. Decisivos puntos de partida, por cierto, en tanto inciden en el niño y en su entorno familiar, y obligan a los mayores a mudar de modelos y de conductas.
No es casual que ideológicamente sean las izquierdas —con su enorme aparato editorial— las que alimenten y promuevan esta iniciativa pedagógica; ni que la misma venga sostenida políticamente por las dos últimas gestiones gubernativas, ni que con ya padecida mezcla de ignorancia y de frivolidad, los ambientes “cristianos” adopten la moda, como signo de su actualización y de su empeño por estar al día.
Pese al hermético subtítulo, entonces —al que hemos tenido que recurrir obligadamente para identificar por su nombre a este proyecto—, está muy lejos de nuestro ánimo hacer de las páginas que siguen un artilugio para especialistas. Antes bien, quisiéramos que al cerrarlas, el lector común advirtiese que está ante una cuestión de interés concreto, como que pone en juego la formación de nuestros hijos y la misión de los educadores, sean padres o maestros.
Si se enseña a leer y a escribir de un modo distinto, es porque se aspira a un pensar y a un obrar igualmente distintos. Lo grave es que la distinción aquí buscada, no es el regreso al Orden sino la opción por el caos. No es la perfección por el ejercicio de la virtud, del sentido común y de la lógica. Es la confusión por el entrenamiento en el relativismo, en la dialéctica y en el cambio permanente.
Más de una vez hemos vuelto sobre estos temas, señalando con insistencia que estamos ante un problema de fondo, imposible de entender y de resolver fuera del drama moderno de la desacralización.
Porque no es asunto de métodos o de recursos didácticos, o de planificaciones y de programas ocasionales. Es toda una concepción de la escuela, de la cultura y de la persona, la que está desencializada y pervertida. Toda una concepción de la educación, de la inteligencia y del magisterio, la que resulta secularizada y reducida a la medida del materialismo. Toda una concepción de los fines y fundamentos del saber humano, la que se niega a las raíces teológicas y metafísicas, para asentarse en los criterios del naturalismo y del inmanentismo total. Una profanación, al fin y al cabo, desde que Dios es el gran ausente —cuando no el blanco implícito de todas las insidias— y la creatura —su mejor obra terrena— el objeto de las mayores tergiversaciones.
Con tales presupuestos, no puede sorprender que las ciencias de la educación, y la práctica escolar consiguiente, estén dominadas hoy por una psicología sin alma, por una pedagogía sin sabiduría, y por una didáctica sin arte ni estilo. Por una enseñanza sin contemplación y un maestro sin discípulos. Por un lenguaje vacío de esencias y de belleza, y ahora —con la aplicación de la psicogénesis— hasta con una lectura y escritura rebajada a la condición de objetos funcionales.
Dos extravíos hondos asoman detrás de este error funestísimo: el de la verdadera noción de la infancia, y el de la real significación de la palabra.
Perdida en las oscuridades de una psicopedagogía biologista —que sigue repitiendo con Piaget, que para entender al niño hay que verificar la evolución de los períodos zoológicos— la infancia se presenta cada vez más ante los ojos del educador, como una sucesividad de estadios inexorables y de hipótesis que aparecen y desaparecen para dar paso a otras; como una mecánica determinista, en la que se ajustan procesos y complejos, se acomodan funciones y se asimilan esquemas, clasificables y controlables todos en científicas taxonomías.
Avalado el planteo por el prestigio de los “talleres” educativos más famosos en vivisecciones psicológicas, y revestido de un idioma tan infatuado como incomprensible, son pocos los que se atreven a reaccionar, a decir sin ambages que se trata de una gran impostura, y a rescatar la infancia de los ideolo-gismos y de las dialécticas. A rescatar la infancia de la psicopedagogía evolucionista y conductista, y restituirla a la plenitud del misterio y de la gracia.
Porque para comprender la niñez no sirven los estadios ni las operaciones; ni las hipótesis, las estrategias predictivas y las baterías psicométricas. No sirven los experimentos de los en-cuestadores, ni los laboratorios de los positivistas, ni los gabinetes de los trabajadores sociales, curioso eufemismo éste para encubrir una de las últimas variantes de la holganza.
Sirve en cambio, advertir que el niño tiene una inteligencia capaz de conocer inmaterial y umversalmente, capaz de la interioridad y de la abstracción, del ser que precede al concepto y a la palabra con la que designará a las cosas por sus esencias. Una inteligencia que se abre a la realidad para descubrirla tal como es, que se siente vocada a lo Absoluto y atraída por la Eternidad, y en la que ningún conocimiento sensible deja de estar vivificado por el espíritu. Inteligencia toda entera e intacta desde que nace, similar a la del adulto en su naturaleza, pero distinta en su desarrollo y ejercicio. Inteligencia llamada a la trascendencia y a la lumbre, pilar inconmovible sobre el cual, el pequeño, edificará su atalaya.
Sirve saber que esa inteligencia no se colma con despliegues motrices, ni con “collages” de materiales diversos, ni con diminutivos idiomáticos y cancioncillas triviales. No se sacia con contextos funcionales, ni con manipuleos de letras en rincones multicolores. Reclama sabiduría y poesía, memoria y emulación de lo egregio, ejemplos de santidad y de heroísmo, seriedad con las cosas, que es el único modo de vestir al alma de fiesta. La inteligencia del niño —como la de toda creatura hecha a imago Dei— necesita el esplendor de la Verdad, la conquista del Bien y el deslumbramiento de la Belleza.
Sirve saber que un niño, como decía Novalis, es un amor que se ha hecho visible; una encarnadura de amores fecundos entrelazados al amor del Padre, y que el máximo respeto al que es acreedor no consiste en la reglamentación de sus derechos, ni en la idolatría de su espontaneidad, ni en la autonomía de sus instintos. Consiste en disponerlo hacia el cumplimiento del deber y del servicio, hacia las sujeciones que ennoblecen y las responsabilidades que otorgan señorío.
Sirve saber que el niño no es un problema ni un conflicto en una tabla de síntomas, y tampoco un saltimbanqui que ahoga sus tristezas con cuatro fruslerías televisivas llevadas al aula. No es un marginal ni un proletario, ni un rico o un privilegiado, porque ninguna categoría clasista define su insondabilidad. Es una filiación que va creciendo, una hermandad que se anuda en el espacio, una “promesa cargada de racimos”. Es profecía y juramento del porvenir presentido y anhelado. No hay niños discriminados versus otros prestigiosos, como se insiste con insoportable resentimiento. Hay sí, niños víctimas de estos enredos ideológicos y de los males que ellos suscitan. Los niños todos, en su interior, pertenecen a la patria común, que a despecho de los verificadores empiriométricos, custodian los Arcángeles desde sus guardias celestes.
Sirve, al fin, volver el corazón y el entendimiento al Evangelio. E inteligir que el hacerse como niños no es una regresión cronológica, sino una vía de perfección por la práctica de la humildad, de la sencillez y de la pureza.
Pero queda sortear el extravío de la palabra.
También ella —como la infancia, como los juegos y la enseñanza, como la inteligencia toda— ha sido víctima de un quebrantamiento sustancial. Y vulgarizada y rota ha llegado a la escuela para dolor y vergüenza de los verdaderos educadores.
Palabras traicioneras de su significado primordial. Palabras intercambiables y móviles, como cartones pintados y despintados por el uso. Palabras para armar, recortar y pegar para construir y desconstruir piezas de un aparato idiomático propio. Palabras objetos, utensilios, mercancías. En las columnas negras de los diarios, en los letreros sórdidamente vistosos, en la engañosa publicidad callejera, en los escaparates de la compraventa ordinaria, o en la vileza de una pantalla cualquiera. Así llegan al aula: estériles, cosificadas, sin alas ni vuelo, ni sangre; quemaduras sobre el labio y sobre el alma. Sólo habladurías, al decir de Heidegger: rechazo de los fundamentos e inconsistencia creciente. Pero entonces, “las palabras se agrietan y se rompen, resbalan, se deslizan, perecen, se deterioran de imprecisión”, nos dice Eliot. “Voces chillonas regañando, burlándose, o meramente charloteando, las atacan siempre”. Y cada vez que el grito, el ruido o la materia la destruyen, se reedita la iniquidad del Tentador, que alguna tarde, en el Desierto, osó acorralar a la Palabra.
No es en el sedicente realismo que otorgan la mundani-zación y las interacciones funcionales con el medio, donde el maestro reencontrará la clave para rescatar la palabra.
No es en los estereotipos gastados de los manuales, ni en la cursilería normalista, ni en las innovaciones aviesas de la “literatura infantil”. Porque bien miradas las cosas, no hay literatura infantil o adulta, hay mala o buena literatura, y ésta es la que necesita el hombre en todas las edades.
No se reencontrará la palabra buceando en los antecedentes biológicos de la especie, en las estructuras semióticas o en los procesos psicogenéticos.
Hay que regresar al misterio y al milagro del Verbo Encarnado. Tenemos que cobijarnos en la Palabra de Dios. Y como los grandes oradores de la historia, desechar las voces ultrajadas y sucias para que resplandezcan los significados áureos, originarios y fundantes.
Hay que regresar al olvidado oficio de hacer la palabra ontofanía. Y cubrir de semántica indivisa el alma herida de nuestros hijos y alumnos. Herida de ramplonerías y de lisonjas, de nimiedades y de mal gusto.
Hay que regresar al coraje de pronunciar las palabras que ya no pronuncia nadie. Y pedir con el Salmista en cada alba: “Señor, abre mis labios y mi boca publicará tu alabanza” (Ps.50, 17). Decir lo que se debe, oportuna e inoportunamente, y saber callar ante lo inefable, con sobriedad y decoro. Abandonar el estrépito y el bullicio —que son formas prácticas de ateísmo, como que impiden recogerse para encontrar al Creador— y recordar la antigua liturgia de la Nochebuena: “En el medio del silencio de la Noche bajó una Palabra”.
Infunda y Palabra; he aquí dos realidades que aguardan nuestra vocación educadora. Dos entidades a custodiar y a rehabilitar. No se conseguirá este empeño sin sabiduría y entendimiento. Sin fortaleza, ciencia y piedad. Sin consejo y temor de Dios. Hemos nombrado los dones del Espíritu Santo. De su lumen cordium —luz del corazón— que todo lo transfigura con su presencia.
Tal vez por eso, cuando en junio de 1979, Juan Pablo dialogó en su tierra natal con estudiantes y profesores, no se demoró en ninguna cuestión académica o pedagógica, sino en una vieja oración para recibir los dones del Espíritu Santo, que le había enseñado su padre siendo apenas un niño. “Recibid de mí esta oración que mi padre me enseñó y permaneced fieles a ella”.
Permanezcamos fieles. Y en medio de la destrucción deliberada del Nombre y de los nombres, sea nuestra divisa educativa, la plegaria de San Fernando, rey heroico de Castilla, de donde el castellano procede:
“Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, inspírame siempre lo que debo pensar, lo que debo decir, cómo lo debo decir. Lo que debo callar, lo que debo escribir, cómo debo obrar. Lo que debo hacer para procurar tu gloria, el bien de las almas y mi propia santificación”.
Antonio Caponnetto
Buenos Aires, julio de 1990.