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Más allá de los derechos humanos – Alain de Benoist

140 páginas
medidas: 14,5 x 20 cm.
Ediciones Sieghels
2015
, Argentina
tapa: blanda, color, plastificado,
Precio para Argentina: 130 pesos
Precio internacional: 13 euros

Alain de Benoist traza la historia del concepto de los derechos humanos desde la antigüedad hasta nuestros días, mostrando cómo la relación entre derechos y pertenencia a una comunidad ha sido sustituido gradualmente por la idea de un individuo soberano que existe independientemente de cualquier identidad comunal o responsabilidad.
Comienza “Más allá de los Derechos Humanos” con un examen de los orígenes del concepto de “derechos humanos” en la Antigua Europa, en el que se definen los derechos en cuanto a la relación del individuo con su comunidad, y se entienden como exclusivos de esa comunidad únicamente. Esto cambió con la llegada del cristianismo a Europa, después de lo cual los derechos se redefinieron como un concepto universal derivado de la idea de que cada individuo es poseedor de un alma que es trascendente e independiente de cualquier identidad social. Culminando en la ilustrada creencia en los “derechos naturales”, que encontró su expresión práctica en las doctrinas que que surgen con las revoluciones americana y francesa, en las que se decía que todos los individuos poseen derechos simplemente en virtud del hecho de su condición humana. A su vez, las leyes dictadas por el Estado llegaron a ser vistas como imposiciones negativas sobre el individuo naturalmente independiente. De Benoist deconstruye esta idea y muestra cómo el mito de un “hombre natural” que posee derechos independientes de su comunidad es indefendible, y cómo esta concepción de los derechos ha, en los tiempos modernos, llevado a su uso como arma por las naciones más fuertes para avasallar a los Estados débiles que no se ajusten a la forma liberal-democrática occidental de estos derechos, como hemos visto recientemente en las acciones en la antigua Yugoslavia, Irak y Libia.
La ideología de los derechos humanos, observa de Benoist, es un universalismo y un igualitarismo abstracto. Además, al despojar al hombre de sus características, esta ideología implica la estandarización, negando el derecho a la diferencia y a la afirmación de la propia especificidad. Se da la paradoja de que la actual instrumentalización de los “derechos humanos” lleva a la negación de los derechos del hombre. La banalización de los derechos conduce a su devaluación.
Por supuesto que no se puede más que coincidir con el derecho de los hombres a luchar contra la tiranía y la opresión, lo que se cuestiona es que la ideología de los derechos humanos sea la mejor forma de hacerlo.
De esta forma, con su claridad característica, de Benoist nos presenta una crítica fundamental a una de las temáticas principales de nuestro tiempo.

ÍNDICE

Introducción 7
I.- ¿Constituyen derecho los derechos humanos? 13
II.- En busca de un fundamento 31
III.- Derechos humanos y diversidad cultural 61
IV.- Más allá de los derechos humanos: política, libertad, democracia 89

INTRODUCCIÓN

«A veces nos preguntamos qué es lo que Europa ha aportado al mundo, aquello que la hace específica. Quizá la mejor respuesta sea ésta: la noción de objetividad. De ella deriva todo lo demás: la idea de persona y de la libertad de las personas; el bien común en tanto se distingue de los intereses particulares; la justicia como búsqueda de la equidad (es decir, lo contrario a la venganza); la ética de la ciencia y el respeto a los datos empíricos; el pensamiento filosófico en tanto se emancipa de la creencia y consagra el poder del pensador para pensar el mundo y cuestionar la verdad por sí misma; el espíritu de distancia y la posibilidad autocrítica; la capacidad dialógica; la noción misma de verdad.
El universalismo es una corrupción de la objetividad. Mientras que la objetividad parte de lo particular, el universalismo pretende definir la particularidad a partir de una noción abstracta impuesta arbitrariamente. En lugar de deducir el deber ser del ser, procede en sentido inverso. El universalismo no consiste en tratar las cosas objetivamente, sino en partir de una abstracción que se desploma y de la que se sigue un saber acerca de la naturaleza de las cosas. Representa el error simétrico e inverso de la metafísica de la subjetividad, que considera al bien como el bien-para-mí o al bien-para-nosotros como el verdadero fuero interno o entre-sí. La tradición europea siempre afirmó la necesidad del hombre de luchar contra su inmediata subjetividad. Toda la historia de la modernidad –dice Heidegger– es la historia del despliegue de la metafísica de la subjetividad.
El subjetivismo conduce obligadamente al relativismo (todo se vale), llegando así a la conclusión igualitaria del universalismo (todos valen). El relativismo no puede ser superado más que por el arbitrio del yo (o de nosotros): mi punto de vista debe prevalecer por la única razón de que es mío (o porque es nuestro). Las nociones de justicia y de bien común se hunden con la misma inercia.
La ideología de los derechos humanos conjuga ambos errores. Es universalista en la medida en que pretende imponerse a todo sin ninguna consideración de pertenencia, tradición o contexto. Y es subjetivista en la medida en que define los derechos sólo como atributos subjetivos del individuo.
«La consagración de los derechos humanos –escribe Marcel Gauchet– es indudablemente el mayor hecho ideológico y político de los últimos veinte años» (La démocratie par elle-même, Gallimard-Tel, 2002, p. 326). Los derechos humanos, añade, se han convertido en el «centro de gravedad ideológico» de todo aquello a lo que asistimos actualmente. Apuntan a sustituir de manera hegemónica los discursos políticos y sociales de todo tipo que se articulaban, hasta hace poco, en torno a nociones hoy gastadas o desacreditadas (tradición, nación, progreso, revolución), y tienden a volverse la única brújula en una época desorientada, a proveer de una moral minimalista a un mundo en desconcierto. Son el «horizonte moral de nuestro tiempo», dice Robert Badinter. Deben transformarse en el «fundamento de todas las sociedades», agrega Kofi Annan. Contienen «en germen, el concepto de un verdadero gobierno mundial», confirma Jean Daniel.
Incluso son más que eso. Se fundan en proposiciones declaradas «evidentes» («we hold these truths to be self evident», se leía ya en la Declaración estadounidense de julio de 1776); se presentan como un nuevo Decálogo: nuevo fundamento del orden humano, tendrían, por ello, un carácter sagrado. Los derechos humanos también podrían ser definidos como la «religión de la humanidad» (Nadine Gordimer), como una «religión mundial» (Elie Wiesel). Son – escribe Régis Debray– «la última de nuestras religiones civiles en aparecer, el alma de un mundo sin alma» (Que vive la République, Odile Jacob, 1989, p. 173). Una evidencia de esto es que se sitúan a nivel de un dogma: no están a discusión. Y esto es así porque hoy resulta inconveniente, blasfemo y escandaloso criticar la ideología de los derechos humanos tal y como antes lo era dudar de la existencia de Dios. Al igual que cualquier religión, el discurso de los derechos humanos busca hacer pasar sus dogmas como algo tan absoluto que no se podrían discutir sin ser profundamente estúpido, deshonesto o ruin. Al presentar los derechos del hombre como derechos «humanos», como derechos «universales», necesariamente los sustraemos de la crítica –es decir, del derecho a cuestionarlos– y, a la vez, colocamos a sus adversarios fuera de la humanidad, ya que no se podría discernir quién hablaría en nombre de la humanidad permaneciendo, él mismo, humano. Y finalmente, también, porque los creyentes piensan que tienen el deber de convertir, por todos los medios posibles, a los «infieles» e incrédulos; los defensores del credo de los derechos humanos se consideran legítimamente investidos de la misión de imponer sus principios al mundo entero. Teóricamente fundada en un principio de tolerancia, la ideología de los derechos humanos se revela también como portadora de la intolerancia más extrema, del rechazo más absoluto. Las declaraciones de derechos no son declaraciones de amor; son, más bien, declaraciones de guerra.
Pero hoy día, el discurso de los derechos humanos no tiene solamente por finalidad proporcionar una ideología sustituta ante el naufragio de los «grandes discursos». Al tratar de imponer una norma moral particular a todos los pueblos, pretende dotar de buena conciencia al Occidente; se instituye una vez más en modelo y, simultáneamente, denuncia como «bárbaros» a quienes rechazan dicho modelo. En la historia, los «derechos» sólo han sido aquello que ha sido definido como tal por quienes detentan la ideología dominante. Asociado a la expansión de los mercados, el discurso de los derechos humanos constituye el armazón ideológico de la globalización. Es, ante todo, un instrumento de dominación, y así debe ser visto.
Los hombres deberían poder luchar, en cualquier parte, contra la tiranía y la opresión. Combatir la ideología de los derechos humanos no es, evidentemente, pugnar por el despotismo; es, más bien, luchar porque no sea esta ideología el mejor medio para remediarlo. Es preguntarse por la validez de los fundamentos de esta teoría, por el estatuto nomológico de tales derechos, por las posibilidades de instrumentalización de los que pueden ser objeto. Es, también, proponer otra solución. La libertad es un valor cardinal; es la esencia misma de la verdad y, por ello, debe salir de los márgenes del universalismo y la subjetividad. Que los derechos humanos sean proclamados con mayor fuerza en una sociedad cada vez más deshumanizada, en donde los hombres tienden a volverse, ellos mismos, objetos, y donde la mercantilización de las relaciones sociales crea por todas partes fenómenos novedosos de alienación no es, probablemente, un azar. Existen muchas maneras de testimoniar a los hombres el respeto y la solidaridad. La cuestión de las libertades no se resolverá en términos de derecho o de moral; es, sobre todo, un asunto político. Debería resolverse políticamente.